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Se le hinchó el pecho con un sentimiento de orgullo -el orgullo de estar por encima de los prejuicios vulgares-, el corazón le latió más rápido, la boca se le secó. No todo el mundo se atrevería a eso; pero él era Massy, y estaba decidido.

En cubierta dieron seis campanadas. Bebió un vaso de agua y se sentó cosa de diez minutos para serenarse. Luego sacó del cajón una pequeña linterna que tenía y la encendió.

Casi enfrente del camarote, al otro lado del estrecho pasadizo de debajo del puente, en la estructura de acero que en aquella cubierta rodeaba la zona de calderas y dependencias de la sala de máquinas, había un pañol de mamparas de hierro, techo de hierro y suelo cubierto de hierro, debido al calor de abajo. Allí se amontonaban todo tipo de desperdicios; en un rincón había un cúmulo de chatarra; también había rimeros de latas de petróleo vacías; sacos de borra de algodón, un montón de carbón, una fragua de cubierta, fragmentos de jaulas de gallinas con las paredes hechas jirones, restos de faroles y un sombrero marrón de fieltro, tirado por un hombre ya muerto (de unas fiebres, en la costa del Brasil) que había sido segundo del Sofala, llevaba años aprisionado tras un tramo de tubo de cobre requemado, sacado en alguna época de la sala de máquinas. Una negrura total e implacable dominaba aquel Cafarnaún de cosas olvidadas. Un delgado haz de luz de la linterna de Mr. Massy la atravesó sesgado.

Llevaba la chaqueta desabrochada; echó el pestillo (no había otra puerta), y agachándose ante el montón de chatarra, empezó a llenarse los bolsillos de trozos de hierro. Los recogía con cuidado, cual si las tuercas oxidadas, los cerrojos rotos, los eslabones de cadena, hubiesen sido piezas de oro que sólo podía salvar cogiéndolos en aquel momento. Se llenó los bolsillos laterales hasta que se hincharon, el bolsillo de pecho, los interiores. Daba vuelta a las piezas para examinarlas. Rechazaba algunas. En torno a sus ocupadas manos empezó a formarse una fina niebla de óxido en polvo. Mr. Massy tenía cierto conocimiento de la base científica de su astuto truco. Si uno quiere desviar la aguja magnética de la brújula de un barco, el hierro fundido es lo mejor; y muchas piezas pequeñas en el bolsillo de una chaqueta causan mayor efecto que unos pocos trozos mayores, porque de ese modo se consigue una superficie mucho mayor de hierro, y lo que cuenta es la superficie.

Se escabulló rápidamente -dos pasos bastaron- y en el camarote se dio cuenta de que llevaba todas las manos rojas, llenas de orín. Esto le desconcertó, como si las hubiese visto llenas de sangre; se miró la ropa. ¡Toma, los pantalones también! Se había frotado las manos en las perneras.

Con las prisas arrancó el botón interior del pecho. Cepilló la chaqueta, se lavó las manos. Con esto perdió ya el aire de culpabilidad, y se sentó a aguardar.

Estaba erguido y cargado de hierro. Tenía una abultada y dura masa contra cada cadera, sentía el hierro de los bolsillos en las costillas a cada respiración, y el peso de las bolsas de hierro le cargaba sus hombros. Parecía muy embotado durante aquella espera, y el rostro amarillo, de inmóviles ojos negros, tenía algo de pasivo y triste.

Cuando oyó que encima de su cabeza daban ocho campanadas, se levantó y se dispuso a salir. Sus movimientos parecían desorientados, el labio inferior le colgaba un poco, la mirada vagaba por el camarote, y la tremenda tensión de voluntad le había arrebatado todo vestigio de inteligencia.

Con el último tañido de la campana apareció en el puente el serang a relevar al segundo. Sterne se deshizo en amabilidades, pues no deseaba otra cosa.

– Lleva los ojos bien abiertos, serang. Está bastante obscuro; aguardaré hasta que te acostumbres.

El viejo malayo murmuró algo entre dientes, miró hacia arriba con sus gastados ojos, se fue hacia la luz de la bitácora, y asiéndose las manos por la espalda, clavó la vista en la rosa de los vientos.

– A eso de las tres y media tendrás que mirar adelante con cuidado, para avistar tierra. Aunque es bastante claro. Al pasar habrás avisado al capitán, ¿no? ¿Sabe la hora que es? Bien, entonces me voy.

Al pie de la escalera se apartó para dejar paso al capitán. Observó cómo éste subía con paso regular y seguro, y quedó un momento pensativo. -Es curioso-, se dijo. -pero nunca puedes saber si ese hombre te ha visto o no. Esta vez hasta tiene que haberme oído la respiración.

Una vez todo resuelto, había que reconocer que aquel hombres era admirable. Se decía que en su época había sido famoso. Y Mr. Sterne podía creerlo; concluyó serenamente que el capitán Whalley tenía que ser capaz de ver más o menos a la gente -como a él mismo, hacía un momento- pero no estando seguro de nada tenía que mantener aquel talante silencioso por miedo a traicionarse. Mr. Sterne era un agudo observador.

Esa necesidad constante llenaba el corazón del capitán Whalley de la humillación de ser falso. Había caído en ello por amor paternal, por incredulidad, por confianza sin límites en la justicia divina, ajustada a los sentimientos humanos en esta tierra. Le daría a su pobre Ivy otro mes de trabajo; tal vez la desgracia fuese sólo temporal. Sin duda Dios no privaría a su criatura de ayuda, ni le echaría desnudo a una noche sin fin. Se asía a cualquier esperanza; y cuando la evidencia de la catástrofe fue más fuerte que la esperanza, intentaba no creer lo obvio.

En vano. Conforme el universo se obscurecía tenazmente, sus ideas adquirían una claridad siniestra. Los momentos lúcidos de sufrimiento le hacían ver la vida, los hombres, todas las cosas y el mundo entero con su carga de naturaleza creada, como no lo había visto nunca.

A veces le asaltaba un vértigo sutil y un terror abrumador; y entonces aparecía la imagen de la hija. Tampoco a ella la había visto con tal claridad anteriormente. ¿Era posible que se viese incapacitado para hacer ya nada por ella? Nada. ¿Y que no la viese más? ¿Nunca?

¿Por qué? Era un castigo demasiado grande sólo por un poco de presunción v orgullo. Al cabo llegó a aferrarse a esa decepción con decisión v empeño de llegar hasta el fin, de mantener intacto el dinero de ella, y de volver a verla, otra vez. Y luego, ¿qué? La idea del suicidio hacía rebelar el vigor de su humanidad. Había rezado pidiendo la muerte hasta que las oraciones se le atravesaban en la garganta. Cada día de su vida había rezado pidiendo el pan diario, no caer en la tentación, con la humildad de espíritu de un niño. ¿Significaban algo las palabras? ¿De dónde venía el don de la palabra? Los violentos latidos del corazón le reverberaban en la cabeza… y parecían hacerle añicos el cerebro.

Se sentó pesadamente en la butaca de cubierta para fingir que hacia su guardia. La noche era cerrada. Ahora, todas las noches eran cerradas.

– Serang-; dijo a media voz.

– Si Tuan, aquí estoy.

– ¿Hay nubes?

– Sí, Tuan.

– Rumbo recto. Al Norte.

– Vamos al Norte, Tuan.

El serang se echó para atrás. El capitán Whalley reconoció los pasos de Massy en el puente.

El maquinista fue hacia babor y volvió, pasando varias veces por detrás de la butaca. El capitán Whalley notó que sus andares tenían un carácter inusual de prudente cuidado. La presencia próxima de aquel hombre tenía siempre la virtud de recrudecer el sufrimiento moral del capitán Whalley. No era remordimiento. Al fin y al cabo, no le había hecho ningún mal a aquel pobre diablo. Tenía también una sensación de peligro, de que había que llevar más cuidado.

Massy se detuvo y dijo:

– ¿O sea, que se empeña usted en irse?

– Tengo que irme, desde luego.

– ¿Y no podría usted, al menos, dejar el dinero para un plazo de algunos años?

– Imposible.

– ¿No quiere confiármelo sin estar usted controlándolo, no?

El capitán Whalley guardó silencio. A espaldas de su butaca, Massy suspiró profundamente.

– Sería lo suficiente para salvarme -dijo con voz trémula.