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Mr. Van Wick tuvo durante toda la cena conciencia de la sensación de aislamiento que invade a veces la intimidad de la relación humana. Los intentos del capitán Whalley de comer algo fracasaban lamentable y ostensiblemente. Parecía abrumado por una extraña ausencia mental. Movía la mano en el aire sin control, como si la mente preocupada la hubiese dejado sin guía. Mr. Van Wick le había oído venir desde muy lejos, en medio del silencio de toda la orilla, y había percibido el carácter irresoluto de sus pasos. El tacón del zapato había chocado con el peldaño inferior como si hubiese venido distraído y absorto hasta las escaleras de la galería. Si el capitán del Sofala hubiese sido otro tipo de hombre, habría imaginado que era el peso de los años. Pero bastaba con echarle una mirada. El tiempo, aunque sin duda le había marcado con la señal que distingue sus posesiones, le había dejado útil, y su fe simple veía, en eso una prueba del favor divino.

– ¿Cómo puedo decidirme a advertirle? -Mr. Van Wick se lo preguntaba como si el capitán Whalley hubiese estado a millas y millas de distancia, donde no pudiese alcanzarle ningún peligro. Sentía náuseas de Sterne. Sería decididamente indecente mencionar siquiera a un hombre como Whalley aquella amenaza. La insinuación resultaba más vil e injuriosa que una acusación definida… tenía el cariz repelente del chantaje.

– ¿De qué podría acusarle nadie? -Se preguntaba. Era una personalidad límpida. -¿Y con qué objeto?

El poder en que confiaba aquel hombre había tenido a bien no dejarle en la tierra nada que la envidia pudiese ambicionar, más que un simple pedazo de pan.

– ¿No va a probar un poco de esto? -Preguntó acercándole levemente una fuente.

De repente se le ocurrió a Mr. Van Wick que Sterne podía ambicionar el mando del Sofala. Su escepticismo se vio sobresaltado por lo que parecía una prueba de que ningún hombre puede estar a salvo de sus semejantes salvo en el abismo más profundo de miseria. No valía la pena preocuparse mucho por una intriga de aquel género, pensó; de todos modos, teniendo que habérselas con un loco como Massy, era necesario poner sobre aviso a Whalley.

En ese momento, al otro lado de la mesa, el capitán Whalley, muy erguido, cubiertas las profundas cavidades de los ojos por unas cejas espesas, y con una gran mano morena posada a cada lado del plato vacío, se puso abruptamente a hablar.

– Mr. Van Wick usted siempre me ha tratado con la más humana consideración.

– Mi querido capitán, le da usted demasiada importancia al simple hecho de que no soy un salvaje.-Mr. Van Wick completamente rebelado al pensar en el obscuro intento de Sterne elevó incisivamente la voz, como si el segundo hubiese podido estar escondido escuchando.-Cualquier deferencia que haya podido tener con usted no ha sido más que lo que merece alguien a quien en todo este tiempo he aprendido a considerar con una estima que nada puede quebrantar.

El ligero tintineo de un vaso le hizo levantar la mirada de la tajada de piña que estaba cortando en el plato. Al cambiar de posición, el capitán Whalley había derribado un vaso vacío.

Lo buscó torpemente, sin mirar en esa dirección, apoyándose de lado en el codo y cubriéndose la vista con la otra mano, hasta que desistió. Van Wick miraba atónito, como si de repente hubiese sucedido algo de gran importancia. No sabía por qué tenía que sentirse tan sorprendido; pero olvidó por el momento completamente a Sterne.

– Vamos, ¿qué sucede?

Y el capitán Whalley medio advertido, musitó en voz apagada y llena de agitación…

– ¡Estima!

– Y puedo añadir algo más -dijo lentamente Mr. Van Wick con la mirada clavada en él.

– ¡Pare! ¡Basta!

El capitán Whalley no cambió de actitud ni elevó la voz.

– ¡No diga nada más! No puedo corresponderle. Actualmente soy demasiado pobre hasta para eso. Merece la pena gozar de su estima. Usted no es hombre que pudiese rebajarse a engañar ni al más miserable diablo que haya en la tierra, ni a hacer incapaz de navegar un barco cada vez que lo lleva a la mar.

Mr. Van Wick, inclinado hacia adelante, con el rostro totalmente sonrosado, con la servilleta sobre las rodillas, estaba por no dar crédito a sus sentidos, a su poder de comprensión, a la salud mental de su huésped.

– ¿Y pues? ¿Por qué? ¡En nombre de Dios! ¿Qué es esto? ¿Qué barco? No entiendo quién…

– En nombre de Dios, eso es lo que yo estoy haciendo. Un barco no es capaz de navegar si su capitán no ve. Yo me estoy quedando ciego.

Mr. Van Wick tuvo un breve movimiento de sobresalto, y luego quedó muy quieto durante algunos segundos; entonces, pensando en las palabras de Sterne «se acabó la partida», se agachó bajo la mesa para recoger la servilleta que se le había caído de las rodillas. Aquella era la partida. Y al mismo tiempo le envolvió la voz en sordina del capitán Whalley.

– Les he engañado a todos. Nadie lo sabe.

Se enderezó completamente colorado. El capitán Whalley, inmóvil bajo el chorro de luz, se cubría los ojos con la mano.

– ¿Y ha tenido usted valor para eso?

– Llámelo como quiera. Pero usted es humano, es… un caballero, Mr. Van Wick. Podría haberme usted preguntado qué he hecho con mi conciencia.

Parecía meditar, profundamente callado y quieto, con aquel aspecto de tristeza.

– Empecé a estropearla con mi orgullo. Cuando uno se está volviendo ciego, empieza a ver muchas cosas. No podía ser franco ni siquiera con un viejo colega. No era franco con Massy… no, en absoluto. Sabía que él me tomaba por un marinero rico y antojadizo, y yo se lo permitía. Quería mantener mi importancia… porque allí lejos estaba la pobre Ivy, mi hija. ¿Por qué quería yo traficar con la desgracia de ese hombre? Lo hice por ella. Y ahora, ¿qué favor podía esperar de él? Si lo sabía, sería él el que traficaría con mi desgracia. Echaría a patadas al que le engañó, y se agarraría al dinero durante un año. El dinero de Ivy. Y yo no me he guardado ni un penique para mí. ¿Cómo voy a vivir un año? ¡Un año! Dentro de un año no habrá ya sol en la tierra para su padre.

Su profunda voz surgía como velada por la reverencia, como si le hubiese pillado un corrimiento de tierras y hablase los pensamientos que acosan a los muertos en sus tumbas. Un temblor frío recorrió el espinazo de Mr. Van Wick.

– ¿Y cuánto tiempo lleva usted…? -empezó a preguntar.

– Desde mucho antes de que yo mismo llegase a creer en esta… esta… prueba.

El capitán Whalley hablaba con sombría paciencia, cubriéndose con la mano.

Había pensado que él no se merecía eso. Había ido engañándose a sí mismo día tras día y semana tras semana. Tenía a su disposición al serang… un viejo servidor suyo. Le vino gradualmente, y cuando ya no pudo engañarse a sí mismo…

Casi se le extinguió la voz.

– Antes que traicionarla a ella, decidí engañarles a todos ustedes.

– Es increíble.

Susurró Mr. Van Wick. El sobrecogedor murmullo del capitán Whalley prosiguió.

– Ni siquiera la señal de la ira de Dios podía hacer que me olvidase de ella. ¿Cómo podía abandonar a mi hija, si seguía sintiéndome vigoroso y la sangre me latía con fuerza? Tan caliente como la de usted. Tengo la impresión de que podría encontrar fuerzas para derribar un templo encima de mi cabeza lo mismo que el Sansón ciego. Ella es luchadora… mi niña, por ella rezábamos juntos, mi pobre esposa y yo. ¿Recuerda usted el día en que le dije que creía que Dios me dejaría llegar a los cien por el bien de ella? ¿Qué pecado hay en querer a una hija? ¿Lo ve? Por ella estaba yo dispuesto a vivir eternamente. Y medio me creía que podría hacerlo. Desde que me ha ocurrido esto, rezo para que me venga la muerte. ¡Ah! Hombre presuntuoso… ¿querías vivir?

Una tremenda conmoción estremeció el gran armazón de aquel hombre, sacudido por un sollozo ahogado. Hizo tintinear todos los vasos de la mesa, y pareció que la casa temblaba hasta la punta más alta del tejado. Y Mr. Van Wick cuyo sentimiento de amor ultrajado se había transformado en una especie de lucha con la naturaleza, podía comprender muy bien que para aquel hombre cuya vida entera había sido condicionada por la acción, no podía existir expresión distinta de todas aquellas emociones; que dejar voluntariamente de aventurarse, de hacer y aguantar por el amor de su hija, hubiera sido exactamente igual que arrancarle del corazón el amor de ella. Algo demasiado monstruoso, demasiado imposible, impensable incluso.