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Empezaban a brillarle los ojos. Insistió. Sólo una declaración… y pensaba para sí que conseguiría el puesto por todo el tiempo que le conviniese conservarlo. Se haría indispensable; el barco tenía mala fama en su puerto; sería fácil evitar la competencia. Massy tendría que quedarse con él.

– Bastaría con una declaración clara por mi parte, -repetía Massy lentamente.

– Sí, señor. Bastaría. -Sterne sacó la barbilla jovialmente y le hizo guiños muy de cerca con aquel descaro inconsciente que tenía la virtud de sacar a Massy de casillas más que nada en el mundo.

El maquinista dijo con toda claridad:

– Entonces, escúcheme usted bien, Mr. Sterne: No… ¿me oye? No le prometería ni dos peniques por nada que pueda contarme usted.

Apartó el brazo de Sterne con un hábil golpe, y tomando el pomo de la puerta la empujó. El terrible portazo ensombreció momentáneamente el camarote a sus ojos como ocurre tras el relámpago de una explosión. Se sumergió al instante en la silla. -¡Ah, no! ¡usted no! -susurró débilmente.

En aquel punto el barco tenía que rozar tan de cerca la orilla que la gigantesca muralla de hojas vino a deslizarse por el ojo de buey como una persiana; la oscuridad de la selva primitiva pareció fluir al interior de aquel camarote desnudo con el aroma de hojas que se pudrían, de suelo fangoso… el fuerte olor a barro de la tierra viva que humea tras el paso de un diluvio. Los matorrales daban afuera estrepitosos chasquidos; arriba se oía el crepitar que acompañaba la dura lluvia de pequeñas ramas rotas al caer sobre el puente; una enredadera golpeó con sonoro crujido el pescante de un bote, y una larga y exuberante rama verde azotó literalmente por dentro y por fuera el abierto ojo de buey dejando sobre la manta de Mr. Massy unas pocas hojas retorcidas. Luego, al adentrarse el barco en la corriente, la luz empezó a retornar, pero no pasó de media luz, pues el sol ya estaba muy bajo y el río, torciendo su sinuoso curso por entre multitud de árboles seculares, como si recorriese el fondo de un abismo, estaba ya invadido por una creciente oscuridad, temprano precursor de la noche.

– ¡Ah, no! ¡Usted no! -murmuró de nuevo el maquinista. Los labios le temblaban casi imperceptiblemente; y las manos también un poco. Para calmarse abrió el escritorio, desplegó una hoja de papel grisáceo cubierta por una masa de guarismos impresos y empezó a escudriñarlos atentamente por vigésima vez al menos en el curso de aquel viaje.

Con los hombros hundidos y el rostro entre las manos, pareció perderse en el estudio de un abstruso problema de matemáticas. Era la lista de números premiados en el último sorteo de la gran lotería que durante tantos años de su existencia había sido lo único que le estimulase. Había desaparecido completamente para él la noción de que pudiese haber una vida sin aquel trozo de papel periódico. Lo mismo que otros hombres, por su natural, hubieran sido incapaces de concebir un mundo sin aire fresco, sin actividad, o sin afecto. Había ido creciendo durante años en el escritorio, un gran montón de macilentas hojas, mientras el Sofala, accionado por el fiel Jack, gastaba sus calderas corriendo para estrechos arriba y estrechos abajo, de cabo en cabo, de río en río, de bahía en bahía. La dura labor de un barco agotado y superexplotado había acumulado aquella masa ennegrecida de documentos. Massy los guardaba bajo llave y candado, como un tesoro. Lo mismo que la experiencia de la vida, tenían la fascinación de la esperanza, la excitación de un misterio a medio entrever, la nostalgia de un deseo semisatisfecho.

Durante los viajes se encerraba días enteros en el camarote a solas con ellos; el latido de las máquinas pulsaba en sus oídos; y se calentaba los cascos estudiando detenidamente las hileras de guarismos inconexos, desconcertantes por su absurda secuencia, que semejaba los azares del propio destino. Alimentaba la convicción de que tenía que haber una lógica que rigiese de algún modo los resultados cambiantes. Creía haber detectado el patrón de esa lógica. La cabeza le flotaba; las extremidades le dolían; aspiraba mecánicamente la pipa; un estupor contemplativo suavizaba las aristas de su carácter, como la quietud corporal pasiva producida por una droga, mientras el intelecto permanece despierto y en tensión. Nueve, nueve, cero, cuatro, dos. Lo escribía en un billete. El siguiente número premiado con el gran premio era el cuarenta y siete mil cinco. Naturalmente, habría que evitar esos números al escribir a Manila pidiendo participaciones. Murmuraba, lápiz en mano… -Cinco. Hmm… hmm.- Se humedecía el dedo; los papeles crujían. ¡Ajá! ¿Pero qué es esto? Hace tres años, en el sorteo de septiembre, tocó el nueve, cero, cuatro, dos. Sumamente curioso. ¡Aquello tenía todas las trazas de ser una norma clara! Temía que le pasase desapercibido algún recóndito principio debido a la inconmensurable riqueza de aquel material. ¿Qué podía ser aquello? Pasaba media hora mudo como un muerto, encorvado sobre el escritorio, sin mover ni un solo músculo. A su espalda todo el camarote estaba lleno de una densa humareda, como si hubiese estallado una bomba sin hacer ruido, sin que nadie lo notase.

Al cabo cerraba el escritorio con la decisión de una confianza inquebrantable, se ponía en pie y salía. Echaba a andar rápidamente de acá para allá por la parte de la cubierta de proa que quedaba libre de los trastos y los cuerpos de los pasajeros nativos. Eran un gran engorro, pero también una fuente de beneficios que no se podía despreciar. Necesitaba hasta el último penique de beneficio que pudiese producir el Sofala. ¡Era bien poco, desde luego! La incertidumbre de la suerte no le preocupaba, porque con los años había llegado a la convicción de que a todo número tenía que llegarle la suerte en un momento dado. Era sólo cosa de tiempo y de tomar tantas participaciones como pudiese en cada sorteo. En general, aumentaba la cantidad; todos los ingresos del buque se iban por ese camino, y también los sueldos que se debía a sí mismo como primer maquinista. Lo que lamentaba con pesar razonado y al tiempo apasionado eran los sueldos que pagaba a otros. Les fruncía el ceño a los marineros nativos que empuñaban la escoba en cubierta, a los camareros que frotaban las barandillas de cobre con trapos grasientos; le costaba poco dar un puñetazo en la mesa y rugirle insultos en mal malayo al pobre carpintero… un chino tímido, enfermizo, lleno de opio, que llevaba por todo vestido unos anchos pantalones azules, y que invariablemente soltaba las herramientas y echaba a correr estremeciéndose de pies a cabeza y meneando la coleta ante la furia de aquel «demonio». Pero los momentos en que más le cegaba la rabia eran aquellos en que levantaba la mirada al puente, donde siempre había uno de aquellos estafadores marineros plantados por la ley al mando del buque. Abominaba de todos ellos; era un agravio antiguo, que le duraba desde el momento en que se embarcó por primera vez y se metió en una sala de máquinas, como aprendiz sin experiencia. La de injurias que había recibido. Las persecuciones que había padecido a manos de los patronos… de quienes eran realmente unos don nadie en cuanto a las máquinas de vapor se refería. Y ahora que se había elevado hasta la categoría de armador seguían siendo una plaga: se veía absolutamente obligado a pagar un dinero precioso a aquellos pretenciosos inútiles y engorrosos. Como si un maquinista plenamente cualificado… que al mismo tiempo era propietario… no fuese capaz de hacerse cargo total y exclusivamente de un barco. Bien, sin duda se lo había hecho pasar mal a todos esos. Pero era un pobre consuelo. Con el tiempo había llegado a odiar también el barco por las reparaciones que necesitaba, las facturas de carbón que tenía que pagar, por las miserables tarifas que cobraba. En mitad de sus paseos cerraba el puño y daba un súbito golpe a la barandilla, con rabia, como si pudiese hacerle daño. Pero no podía pasar sin el barco; lo necesitaba; tenía que aferrarse a él con uñas y dientes para mantener la cabeza por encima del agua hasta que llegase torrencial el esperado flujo de la fortuna y le transportase al buen recaudo de la alta costa de su ambición.