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Una vez consiguió empleo fijo a bordo del Sofala dio rienda suelta a sus perennes esperanzas de llegar muy arriba. Para empezar era una gran ventaja tener de capitán a un anciano: es gente que fácilmente dejan el puesto pronto por una razón o por otra. Sin embargo, le produjo gran pesar averiguar que aquel hombre no mostraba indicio alguno de dejar el oficio. De todos modos, la gente mayor se desmorona muchas veces de la noche a la mañana. Además, tenía al propietario maquinista al alcance de la mano, con lo que podía impresionarle con su celo y firmeza. Sterne no dudaba, ni por un instante, de lo obvios que eran sus propios méritos (y realmente, era un oficial excelente); sólo que actualmente los méritos profesionales no bastan para que uno llegue todo lo lejos que puede. Tiene que tener uno cierto empuje, y tiene que poner todas sus facultades en acción. Decidió que si alguien heredaba el mando de aquel vapor, sería él; y no es que apreciase el mando del Sofala como una gran presa, sino simplemente que, sobre todo en Oriente, todo era empezar, y un mando conduce a otro.

Empezó por prometerse que se comportaría con gran circunspección; el talante sombrío y fantástico de Massy le intimidaba, resultándole ajeno a la experiencia normal de un hombre de mar; pero era suficientemente inteligente para darse cuenta desde el principio de que se encontraba ante una situación excepcional. Su particular imaginación de rapaz lo captó rápidamente; el sentimiento de que allí había gato encerrado exasperaba su impaciencia por promocionarse. Y así acababa un viaje, y otro, y había empezado el tercero sin ver aún una ocasión a la que aferrarse con alguna esperanza de éxito. Todo era muy raro y muy oscuro; algo estaba sucediendo cerca de él, como separado por un abismo de la vida normal y de la rutina de las labores del barco, que era exactamente como la vida y la rutina de cualquier otro vapor costero de aquel tipo. Mas llegó el día en que hizo el descubrimiento. Se le ocurrió tras tres semanas de atenta observación y de suposiciones que le dejaban perplejo; de repente, como la solución largo tiempo buscada a un problema que de repente se le hace a uno presente como en un relámpago. Aunque no con la misma certeza, ¡santo cielo! ¿Era posible? Tras permanecer unos pocos segundos como herido por el rayo, trató tenazmente de apartar de su mente la idea, como si fuese producto de un deslizamiento insano hacia lo increíble, lo inexplicable, lo nunca oído… ¡La locura!

Aquel momento de iluminación había tenido lugar durante el viaje anterior, en el trayecto de vuelta. Acababan de dejar un lugar del continente llamado Pangu; estaban saliendo de una bahía a la mar abierta. Por el Este cerraba el panorama un enorme macizo cubierto por irregular vestido de opulentos matorrales y enredaderas retorcidas. El viento había empezado a cantar en el aparejo; el mar era, a lo largo de la costa, verde y parecía como hinchado un poco por encima de la línea del horizonte, como si de cuando en cuando se derramase, con lenta caída y estrépito de trueno, sobre las sombras del cabo de sotavento; y al otro lado del espacio abierto la más cercana de un grupo de pequeñas islas permanecía envuelta en la neblinosa luz amarilla de un amanecer con mucha brisa; más lejos aún emergían inmóviles las formas redondeadas de otras isletas por encima del agua de los canales intermedios, azotada despiadadamente por la brisa.

La ruta habitual del Sofala lo conducía tanto a la ida como a la vuelta a cruzar aquella región infestada de escollos. Seguía un ancho camino de agua y dejaba atrás uno tras otro aquellos grumos de la corteza terrestre que semejaban un escuadrón de galeones desarbolados encallados sin orden ni concierto en un fondo uniforme de rocas y bancos de arena. Realmente, algunos de aquellos trozos de tierra no parecían mayores que un barco varado; otros, muy planos, yacían lamidos por las olas cual almadías ancladas, como pesadas y negras almadías de piedra; varios, redondos por la base y pesadamente boscosos, emergían cual cúpulas achatadas de follaje verde oscuro que se estremecía sombrío de arriba a abajo con las repentinas conmociones de la estación de las lluvias. Las tormentas de la costa estallaban con frecuencia en aquel archipiélago, que se ensombrecía entonces en toda su extensión; se obscurecía más aún y aparecía como más quieto a la luz de los rayos; como más silencioso entre el fragor de los truenos; sus formas borrosas se desvanecían, difuminándose a veces totalmente entre la densa lluvia, para reaparecer nítidas y negras a la luz de la tormenta sobre la sábana gris de las nubes, desperdigadas sobre la redonda mesa de pizarra que era el mar. Invulnerables en las tormentas, resistiendo la labor de los años, imperturbadas por las luchas del mundo, permanecían intactas tal cual aparecieran cuatro siglos antes a los primeros ojos occidentales que las contemplaron desde una carabela de alta popa.

Era uno de esos lugares retirados que pueden hallarse en el poblado mar, lo mismo que en tierra da uno a veces con el racimo de casas de una aldea respetada por la inquietud de los hombres, por sus anhelos, por su pensamiento, como olvidada por el tiempo mismo. Habían pasado por allí de largo las vidas de incontables generaciones y las multitudes de albatros, abriéndose paso desde todos los puntos del horizonte para dormir en las peñas exteriores del grupo, desplegaban las evoluciones convergentes de su vuelo en largas y sombrías serpentinas sobre el resplandor del cielo. La nube palpitante de sus alas se hundía y plegaba sobre los pináculos de las rocas, sobre rocas delgadas como agujas de campanario, erguidas como torreones; sobre peñascos que parecían pétreas murallas hendidas y rotas por el rayo… con el adormecido y limpio brillo del agua en cada brecha. El ruido de sus gritos continuados y violentos invadía toda la atmósfera.

Ese estrépito recibía al Sofala cuando venía de Batu Beru; le recibía en tardes calmas, como clamor despiadado y salvaje debilitado por la distancia. El clamor de los albatros que se disponían a descansar y pugnaban por hallar un rincón al acabarse el día. Nadie les prestaba demasiada atención a bordo; era la voz de la arribada segura de su barco, al cabo de aquel tramo final de cien millas, el trayecto había culminado cuando emergían una a una aquellas isletas, puntas de rocas, leves gibas, tierra… y la nube de pájaros las cubría… la inquieta nube que emitía un rugido estridente y…cruel, el sonido de una escena familiar, parte viviente de la tierra rota que tenían debajo, del extenso mar y del alto cielo, sin una sola mancha.

Pero cuando el Sofala se acercaba a tierra después de puesto el sol, lo encontraba todo muy quedo bajo el manto de la noche. Todo estaba en calma, mudo, casi invisible, de no ser por el eclipse de las constelaciones más bajas tras las vagas masas de las isletas cuyo auténtico perfil se ocultaba a la vista entre los espacios obscuros del cielo; y las tres luces del barco, como tres estrellas, la roja y la verde, con el blanco encima, las tres luces, como tres estrellas que errasen juntas por la tierra, mantenían su curso sin vacilaciones para pasar por el extremo sur del grupo. A veces, había ojos humanos que observaban cómo se acercaban, deslizándose suavemente por el vacío oscuro; los ojos de pescador desnudo que bordeaba los escollos en su canoa. Pensaba indiferente: «¡Ea! el barco de fuego que cada luna va y viene a la bahía de Pangu». No sabía mas de el. Y en cuanto detectaba el leve ritmo de la hélice que sacudía el agua encalmada a milla y media de distancia, había negado el momento en que el Sofala cambiaba de rumbo, y las luces apartaban de él su triple haz, y desaparecían.

Unas pocas familias miserables y semidesnudas, algo así como una tribu de malditos de largas melenas, flacos, de mirada salvaje, luchaban por la vida en la silvestre soledad de aquellas islas que yacían como avanzadillas abandonadas de la tierra a las puercas de la bahía. Bajo sus ligeras y viejas canoas, talladas en el tronco de un árbol, el agua era mas transparente que el cristal, entre las pendientes y rugosidades de las rocas, las formas del tondo se ondulaban levemente al hundir el remo; y los hombres parecían suspendidos en el aire, encerrados entre las fibras de un tronco oscuro y manchado, pescando pacientemente en un aire extraño, nítido y verde, por encima del fondo poco profundo.