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– ¡Ay, virgen! -era lo único que podía decir Eulalia entre pujo y pujo. Tanto lo dijo que cuando llegaron a la casa y mientras don Refugio bañaba a la criatura, Andrés decidió que la llamarían Virgen. Cuando fueron a bautizarla el cura dijo que ese nombre no se podía poner y les recomendó Virginia que sonaba parecido. Aceptaron.

A los ocho días del parto, Eulalia volvió al establo con la niña colgada de la chichi y una sonrisa aún más brillante que la de un año antes. Tenía una hija, un hombre y había visto pasar a Emiliano Zapata. Con eso le bastaba.

En cambio Andrés estaba harto de pobreza y rutina. Quería ser rico, quería ser jefe, quería desfilar, no ir a mirar desfiles. Andaba amargado de la ordeña al reparto y oía las predicciones de don Refugio como una serie de maldiciones. Los convencionistas y los constitucionalistas peleaban en todo el país. Un día unos tomaban una plaza y al otro día los otros la rescataban, un día salía un decreto y otro día otro, para unos la capital era México y para los otros Veracruz, pero Andrés pensaba que siquiera los constitucionalistas tenían siempre el mismo jefe, en cambio los convencionalistas eran demasiados y nunca se iban a poner de acuerdo.

– Lo que pasa es que tú no crees en la democracia -le decía su suegro.

– Siempre tuvo buen ojo don Refugio -dijo Andrés cuando me lo contó. Yo qué voy a creer en esa democracia. Bien decía el teniente Segovia: «democracia que no es dirigida no es democracia.»

Enero empezó con los convencionistas en el gobierno de la ciudad de México, pero a fin del mes Álvaro Obregón volvió a ocupar la ciudad y a los constitucionalistas les tocó un vendaval que tiró todas las lámparas eléctricas y dejó oscuras las calles de la ciudad. Muchos árboles se desgajaron y el techo del jacalón en el que vivían Andrés, Eulalia y don Refugio salió volando a media noche y los dejó expuestos al frío. A Eulalia le dio risa quedarse sin techo de buenas a primeras y don Refugio empezó un discurso sobre las injusticias de la pobreza que alguna vez la Revolución evitaría. El joven Ascencio pasó la noche maldiciendo y se propuso todo antes que seguir de arrimado y en la miseria.

Entró a trabajar en las tardes de ayudante de un cura español que era párroco en Mixcoac. Pero para su desgracia le duró poco ese trabajo porque Obregón impuso al clero de la capital una contribución de 500.000 pesos y como no pudieron pagarla todos los curas fueron llevados al cuartel general. Andrés acompañó al padre José que estaba riquísimo y lo oyó jurar por la Virgen de Covadonga que no tenia un centavo. Obregón ordenó que los curas mexicanos se quedaran detenidos y soltó a los extranjeros con la condición de que abandonaran el país. Ni un día tardó el padre José en despedirse de sus feligreses y salir rumbo a Veracruz con una maleta llena de oro. Al menos eso sintió Andrés que la cargó hasta la estación de trenes.

Las cosas se fueron poniendo peores. Hasta las vacas daban menos leche, estaban flacas y mal comidas. Eulalia y él caminaban toda la ciudad buscando pan y carbón, muchas veces no encontraban, muchas no podían pagar ni eso.

En marzo, para alimento de don Refugio y su hija, el Ejército del Sur volvió a ocupar la ciudad haciendo que Obregón huyera la noche anterior. Tras ellos llegó el Presidente de la Convención y la mayoría de los delegados.

Por más que las esperanzas de Eulalia y su padre crecían, no lograban contagiar a Andrés. Para colmo Eulalia estaba embarazada otra vez. En el establo les pagaban con irregularidad y les descontaban puntualmente las ausencias. Andrés empezó a detestar las ilusiones de su mujer. Hubiera querido irse. Casi veinte años después no se explicaba por qué no se había ido.

Eulalia estaba segura de que los señores de la Convención no sabían bien a bien por lo que pasaba el pueblo, así que cuando oyó que se organizaría a la gente para ir a pararse a una de las sesiones con los cestos vacíos y pidiendo maíz, no dudó en ir. Andrés no quería acompañarla, pero cuando la vio en la puerta con la niña metida en el rebozo y la cara de fiesta, la siguió.

– ¡Maíz! ¡Pan! -gritaba una muchedumbre mostrando canastas vacías y niños hambrientos. Mientras su mujer gritaba con los demás, Andrés mentaba madres y se pendejaba seguro de que por ahí no iban a lograr nada.

Un representante de la Convención avisó a la muchedumbre que se comprarían artículos de primera necesidad hasta por cinco millones de pesos.

– Te lo dije, nos va a sobrar la comida -anunció Eulalia al día siguiente, antes de salir con su canasta a ver qué recogía en la venta de maíz barato que el Presidente ordenó se hiciera en el patio de la Escuela de Minería. Esa vez no la acompañó. La vio salir cargando a la niña, con la panza volviendo a saltársele. Flaca y ojerosa, con el lujo de la sonrisa que no perdía. Pensó que su mujer se estaba volviendo loca y se quedó sentado en el suelo fumando una colilla de cigarro.

Como se hizo de noche y Eulalia no volvía, fue a buscarla. Cuando llegó a la Escuela de Minería encontró a unos soldados juntando zapatos y canastas abandonadas y ni un grano de maíz en todo el patio. Habían ido más de diez mil personas a buscarlo. La lucha por un puño se volvió feroz, la gente se arremolinó y se aplastó. Hubo como doscientos desmayados, unos porque casi se asfixiaron y otros porque les dio insolación. Los habían recogido las ambulancias de la Cruz Roja.

Andrés fue por Eulalia al viejo hospital de la Cruz Roja. La encontró echada en un catre, con la niña descalabrada y su eterna sonrisa al verlo llegar.

No le dijo nada, sólo abrió la mano y enseñó un puño de maíz. Como él la miró horrorizado abrió la otra:

– Tengo más -dijo.

Poco después les pagaron en el establo diez pesos y sintiéndose ricos fueron al mercado de San Juan a comprar comida. Eran como las doce cuando llegaron. Las puertas de casi todos los expendios estaban cerradas. Frente a las de una panadería se amontonaban muchas mujeres gritando y empujando.

– Vamos ahí -dijo Eulalia riendo. Y se puso a empujar con todas las fuerzas de su flacura.

De repente las puertas cedieron y las mujeres entraron a la panadería tan enardecidas como hambrientas y se fueron sobre los panes peleándose por ellos y echando en sus canastas lo que podían. Andrés vio el desorden aquel, presidido por el panadero español que pretendía impedir a las mujeres que tomaran los panes sin pagarlos. Peleaba con ellas y quería meter la mano en sus canastas y quitarles lo que tenían dentro. Lo vio alejarse del mostrador colgado de las trenzas de una mujer que había vaciado una charola de bolillos en su canasta.

No encontró mucho dinero en la caja de madera guardada cerca del suelo, pero Andrés lo tomó rápidamente y buscó a Eulalia en media de los rebozos y los brazos de todas las mujeres que seguían recogiendo migajas mientras mordían alguna de sus ganancias. Fue hasta la puerta y desde allí le gritó. Ella alzó un brazo y le enseñó el pan que mordía y una risa llena de migajas. A empujones llegó hasta él, que se echó a correr jalándola.

– ¿No cogiste nada? -le preguntó Eulalia sin saber por qué habían abandonado la fiesta a la mitad. El no le contestó. La dejó rumiar su cocol de anís mientras iban en la carretera de regreso al establo y decirle que no le convidaría ni una mordida de sus panes por inútil y apendejado.

Don Refugio se había quedado con la niña y mecía su cuna de costal amarrado al techo con mecates. Eulalia entró dichosa y le extendió la canasta de panes al viejo profeta. Andrés los vio abrazarse riendo y pensó en guardar el dinero para días menos felices. Pero como Eulalia no dejaba de criticarlo se sacó de las bolsas todas las monedas que había podido guardarse.

– Hay muchas de a peso -gritaba Eulalia aventándolas al aire.

Esa misma tarde quiso comprarse un rebozo y obligó a su Andrés a gastar en una camisa para él y otra para don Refugio. A la niña le buscó un gorra con olanes de satín brillante y lo demás lo gastaron en azúcar, café y arroz. Andrés se empeñó en guardar quince pesos.