Colgaba yo los últimos cuadros cuando llamaron a la puerta, unos doscientos obreros de la CROM que iban a manifestar su apoyo. Tras ellos fueron llegando desde campesinos hasta Maríachis, pasando por Heiss y un grupo de españoles textileros. La fiesta entró a nuestra casa sin ningún respeto. Tuve que hacerme cargo de un equipo de meseros y achichincles que los ayudantes de Andrés metieron en mi cocina. Desde el desayuno empezaban los banquetes. Se pusieron mesas por todo el jardín y en dos semanas pasé de ser una tranquila madre sin más quehacer que cuidar dos bebés, a ser la jefa de cuarenta sirvientes y administrar el dinero necesario para que a diario comieran en mi casa entre cincuenta y trescientas personas.
A los niños les cayeron encima unas nanas de la sierra más infantiles que ellos y yo apenas tenia tiempo de verlos entre un lío y otro. Por suerte Bárbara mi hermana vino a vivir conmigo y se volvió elegantemente mi secretaria particular.
Ese año la legislatura poblana les dio el voto a las mujeres, cosa que sólo celebraron Carmen Serdán y otras cuatro maestras. Sin embargo, Andrés no hizo un solo discurso en el que no mencionara la importancia de la participación femenina en las luchas políticas y revolucionarias. Un día, en
Cholula, empezó uno diciendo que varias mujeres se le habían acercado para preguntarle cuál podía ser su apoyo a la Revolución y que él les había respondido que ya el general Aguirre con su sabiduría popular había dicho una vez que las mujeres mexicanas debían unirse para defender los derechos de las obreras y las campesinas, la igualdad dentro de las relaciones conyugales, etcétera. De ahí para adelante no le creí un solo discurso. Para colmo, tres días después habló con acalorada pasión sobre la experiencia del ejido y esa misma tarde brindó con Heiss para celebrar el arreglo que le devolvía las fincas expropiadas por la ley de Nacionalización. Decía tantas mentiras que con razón cuando el mitin de la plaza de toros la gente se enojó y la incendió. Hubo muchos heridos. Sólo el periódico de Juan Soriano habló de ellos.
Con esa tragedia se acabaron los actos de adhesión en la ciudad y nos fuimos a recorrer el estado. Con todo y niños, nanas y cocineros rodamos de pueblo en pueblo oyendo a campesinos exigir tierras, reclamar justicia, pedir milagros. De todo pedían, desde una máquina de coser hasta la salud de un niño con poliomielitis, tejas para los techos de sus casas, burros, créditos, semillas, escuelas. Gocé la gira. Me gustó ir por los pueblos terrosos como San Marcos, pero más me gustó subir hasta Coetzalan por la sierra. Nunca había visto tanta vegetación; cerros y cerros llenos de plantas que cubrían hasta las piedras, barrancas a las que no se les veía más fondo que una interminable caída verde. En Coetzalan las mujeres se vestían con trajes blancos y largos, se trenzaban el pelo con estambres que luego enredaban sobre sus cabezas. Uno no entendía cómo caminaban entre los charcos y las piedras del monte sin mancharse ni siquiera la orilla de las faldas. Eran mujeres chiquitas, no más altas que los doce años de Lilia, y cargaban cestas enormes y varios niños a la vez. A la entrada del pueblo no había mucha gente, nos explicaron que los campesinos de ahí no querían al partido y que les daban miedo las elecciones porque siempre había tiros y muertos. Así que temían la llegada del candidato y no les importaba salir a mirarlo.
Andrés se puso furioso con los organizadores de la campaña que llegaban unos días antes que nosotros a cada pueblo, de pendejos no los bajó y pegando en el suelo con el fuete del caballo los amenazó de muerte si no reunían a la gente en la plaza.
Me bajé del camión con los niños detrás porque querían caminar por las calles empedradas, entrar a la iglesia y comprarse una naranja con chile en el mercado. Para librarme del griterío de Andrés fui con ellos a donde se les ocurrió.
Octavio nos guiaba, quería impresionar a sus hermanas, le parecían lindísimas y no lograba hacerse a la idea de que alguien como Marcela fuera su pariente. Con el menor pretexto la tomaba de la mano, la ayudaba a caminar entre las piedras, era su novio. Viéndolos caminar se me ocurrió que Marcela se vería linda con un traje como el de las inditas. Organicé que todas nos vistiéramos como ellas. Doña Remigia, la esposa del delegado del partido nos ayudó a conseguir la ropa y a vestirnos. Las faldas eran de ella y sus hermanas, los estambres también. Hasta para Verania me dieron un huipil blanco. Volvimos a la plaza en la que Andrés iba a empezar un discurso para los pocos mirones que había. Caminábamos con trabajo, nos costaba mantener firme la cabeza llena de estambres, nos veíamos extrañas, pero a la gente le gustamos. Empezaron a seguirnos al cruzar el mercado. Cuando llegamos a la plaza le llevábamos al general Ascencio tres veces más público del que habían logrado conseguir sus acarreadores. Fuimos a pararnos junto a él, que empezó su discurso diciendo:
– Pueblo de Coetzalan, ésta es mi familia, una familia como la de ustedes, sencilla y unida. Nuestras familias son lo más importante que tenemos, yo les prometo que mi gobierno trabajará para darles el futuro que se merecen… -Y siguió por ahí. Nosotros lo oímos quietos, sólo Checo se ponía y se quitaba el sombrero corriendo alrededor de nuestras piernas. Octavio aprovechó para poner la mano en la cintura de su hermana Marcela y no quitarla de ahí hasta que acabó el discurso sobre la unidad familiar. De Coetzalan bajamos a Zacatlán que era la patria chica de Andrés. De ahí lo habían visto salir pobretón y rencoroso, los Delpuente y los Fernández, los que eran dueños del pueblo antes de la Revolución y padecían viéndolo volver para gobernarlos.
La tarde que llegamos un hombre se estaba afeitando en la barbería, y otro le preguntó si se arreglaba para ir a recibir al general Ascencio.
– Qué general ni qué general -contestó el hombre. Ese siempre será un hijo de arriero. Yo no les rindo a los pelados.
No fue a la comida que al día siguiente nos ofrecieron los importantes del pueblo. Mi general preguntó por él con interés y lamentó que no nos acompañara. Al salir nos dijeron que un borracho lo había matado en la mañana.
Por lo demás, Zacatlán se tiró a la fiesta. Hubo fuegos artificiales y baile toda la noche. Andrés me cortejó como si lo necesitara y me agradeció lo de Coetzalan. Estuvo feliz.
También su madre, a la que yo había visto tres veces y siempre arisca, anduvo encantada baila y baila como si su hijo le hubiera devuelto la dignidad y el gusto.
Doña Herminia era una mujer delgada de ojos profundos y mandíbula hacia adelante. Tenía el pelo blanco y escaso, se lo recogía atrás en un chongo sin mucha gracia. Estaba acostumbrada a la pobreza, pero cuando su hijo se volvió importante, no tardó nada en acostumbrarse a la buena vida. Nunca quiso salir de Zacatlán.
Andrés le compró una casa frente al zócalo. La fachada era de piedra y los balcones tenían unos herrajes que los antiguos dueños habían llevado de Francia. Cada pareja y cada nieto tenia su recámara en esa casa, quién sabe para qué, porque como doña Herminia no era precisamente cálida, la visitaban poco sus nietos, ya no se diga sus hijos que andaban de arriba para abajo haciéndose importantes. A Andrés le gustaba pasar temporadas cortas en Zacatlán. Se iba a meter a la casa de cantera para que su mamá lo cuidara todo lo que no lo pudo cuidar y consentir de niño. Yo mejor no iba para no estorbar el romance. Además a mí nunca me gustó Zacatlán, siempre estaba lloviendo y me deprimía.
Ni un pueblo dejamos sin visitar. Andrés fue el primer candidato a gobernar que hizo una campaña así. No le quedaba más remedio, Aguirre fue el primer candidato a presidente que recorrió todo el país.
Me gustó la campaña. A pesar de lo arbitrario que ya era el general, entonces todavía estaba cerca, todavía parecía gente normal. Quiero decir, conversaba sin perder el hilo, de repente besaba a alguna de sus hijas, y todos los días antes de acostarnos me preguntaba si lo había hecho bien, si yo creía que la gente lo quería, si tenia éxito, si estaba yo dispuesta a acompañarlo en su trabajo de gobernante.