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Al día siguiente tuve que pasar la vergüenza de explicarle mi fracaso al señor Cordero. Total que el dinero de la venta ni siquiera fue para el hospicio porque la Asociación de Charros visitó a Andrés la mañana en que lo tenía sobre su escritorio y junto con el cheque del gobierno del estado les dio lo del archivo como donativo personal.

Con ese empezaron mis fracasos y fui de mal en peor. Un día me visitó una señora muy acongojada. Su marido, un médico respetable, era dueño de la casa en que vivía toda la familia. Una casa muy bonita en el 18 Oriente. Según contó la señora, a mi general le había gustado la casa y llamó a su marido para comprársela. Como el hombre le dijo que no estaba en venta porque era el único patrimonio de su familia, Andrés le contestó que esperaba verlo entrar en razón porque no le gustaría comprársela a su viuda. Con la amenaza encima el doctor aceptó vender y puso precio. Andrés lo oyó decir tantos miles de pesos y después sacó de un cajón la boleta del registro predial con la cantidad en que estaba valuada la casa para el pago de impuestos. Era la mitad de lo que pedía, le dio la mitad y lo despidió dándole tres días para desalojar.

La esposa fue a verme al segundo día. En la noche se lo conté a Andrés.

– Así que aparte de lenta es argüendera la señora. Dile que tú no sabes nada.

– ¿Pero es cierto eso? ¿Para qué quieres la casa?

– Qué te importa -dijo y se durmió.

Al día siguiente fui a despertar a Octavio con la historia.

– ¿Por qué no dejas eso de las audiencias y te dedicas a algo más agradable? -me dijo.

Seguí hablando y explicándole, volví a contarle lo de la casa, segura de que no lo había entendido porque estaba amodorrado.

– Ay Cati no me digas que no sabes que así compra todo -dijo sentándose en la cama y estirando los brazos. Después dio un bostezo largo y ruidoso.

– ¿Puedo entrar? -preguntó Marcela empujando la puerta.

Llevaba pantalones y una camisa que alguna vez le vi a Octavio.

– ¿Todavía no te levantas? -le dijo caminando con las manos atrás de la cintura hasta que estuvo frente a él.

– Eres un huevón -dijo echándole encima el vaso de agua que llevaba escondido.

– Abusiva -gritó Octavio forcejeando para quitarle el vaso-. Se trenzaron en una lucha que se convirtió en abrazo y carcajadas. Estaban tan felices que me dieron envidia.

– De todos modos gracias Tavo -dije caminando hacia la puerta.

– A ti, Cati -contestó cuando me vio salir y cerrarla.

CAPÍTULO VI

La primera vez que vi a Andrés furioso contra don Juan Soriano, el director del semanario Avante, fue cuando lo de la plaza de toros, la segunda cuando publicó que muchos antirrevolucionarios se habían deslizado en el gobierno de Puebla; que Manuel Garcia, el oficial mayor, había sido el que denunció a los Serdán, que Ernesto Hernández visitador de la administración en Puebla había sido integrante de una cosa que se llamó Defensa Social creada por Victoriano Huerta, que Saíd Suárez cobrador de la recaudación de rentas de Teziutlán personalmente había disparado sobre Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo y que el propio gobernador había estado en La Ciudadela cuando el golpe de Estado que asesinó a Madero.

– Que se dé por muerto este cabrón -dijo entre dientes cerrando el periódico y levantándose de la mesa en que desayunábamos.

Después de ese día muchas veces lo oí repetir lo mismo. Pero Soriano seguía publicando su periódico, tomando café en los portales y paseando con su mujer los domingos por el zócalo. Todo el mundo sabía que iba a pie de su case a la oficina, que en las noches compraba el pan en La Flor de Lis y que le gustaba caminar solo después de la cena.

Yo leía su periódico a escondidas. Cuando Andrés lo aventaba y salía mentando madres, yo lo recogía y lo devoraba. A veces no entendía ni por qué se enojaba.

Quizá era que no salían las notas informando de las inauguraciones o que cuando salían eran como la de la inauguración del Teatro Principal: una foto suya cortando el listón, otra de la placa conmemorativa diciendo que la remodelación del teatro se había llevado a cabo durante el gobierno del general Andrés Ascencio y un pie de foto preguntándose por qué no aparecía por ninguna parte el municipio cuando toda la obra se había hecho con fondos suyos.

Cuando Aguirre nacionalizó el petróleo, el único periódico de Puebla que mostró entusiasmo fue el Avante. Andrés estaba furioso, le parecía una necedad eso de meterse en pleitos con países tan poderosos nada más para expropiarles lo que él llamaba un montón de chatarra. De todos modos cuando la señora Aguirre llamó a las mujeres de todas las clases sociales a cooperar con dinero, alhajas y lo que pudieran para pagar la deuda petrolera, Andrés me mandó a formar parte del Comité de Damas que presidía doña Lupe.

Llegó una tarde con un montón de cajitas. -Llévaselas y dile que te estás desprendiendo del patrimonio de tus hijas -me dijo.

Había de todo ahí: pulseras, aretes, brillantes, relojes, collares, una colección de alhajas del tamaño de la mía. Me fui a México con las niñas y las cajitas. Llegamos á Bellas Artes que estaba lleno de gente. Había campesinas que llevaban pollos y mujeres que se acercaban a la mesa en el escenario a entregar sus alcancías de marranito llenas de quintos. Hasta unas señoras gringas hablaron en contra de las compañías petroleras y cedieron públicamente miles de pesos.

Las niñas y yo subimos hasta la mesa con nuestras cajitas, las entregamos a la señora poniendo cara de heroínas. Para completar el espectáculo, yo a la mera hora me conmoví de verdad y dejé también las perlas que llevaba puestas.

El Avante publicó mi foto quitándome los aretes frente a la mesa presidida por la señora Aguirre. Se lo agradecí a don Juan Soriano y Andrés me regañó.

El tiempo se hizo lento. Yo empecé a sentir que llevaba siglos soñando niños y abrazando viejitos con cara de enternecida madre del pueblo poblano, mientras me enteraba por mis hermanos, o por Pepa y Mónica, de que en la ciudad todo el mundo hablaba de los ochocientos crímenes y las cincuenta amantes del gobernador.

De repente me decían ahí va una, o esa casa la compró para otra, yo nada más las iba apuntando. Las que duraban unas horas de antojo o se iban con él un rato para librarse de las amenazas, no estaban en mis cuentas. Me atraían las que le tuvieron cariño, las que incluso le parieron hijos. Las envidiaba porque ellas sólo conocían la parte inteligente y simpática de Andrés, estaban siempre arregladas cuando llegaba a verlas, y él no les notó nunca los malos humores ni el aliento en las madrugadas.

Me hubiera gustado ser amante de Andrés. Esperarlo metida en batas de seda y zapatillas brillantes, usar el dinero justo para lo que se me antojara, dormir hasta tardísimo en las mañanas, librarme de la Beneficencia Pública y el gesto de primera dame. Además, a las amantes todo el mundo les tiene lástima o cariño, nadie las considera cómplices. En cambio, yo era la cómplice oficial.

¿Quién hubiera creído que a mí sólo me llegaban rumores, que durante años nunca supe si me contaban fantasías o verdades? No podía yo creer que Andrés después de matar a sus enemigos los revolviera con la mezcla de chapopote y piedra con que se pavimentaban las calles. Sin embargo, se decía que las calles de Puebla fueron trazadas por los ángeles y asfaltadas con picadillo de los enemigos del gobernador.

Yo preferí no saber qué hacia Andrés. Era la mamá de sus hijos, la dueña de su casa, su señora, su criada, su costumbre, su burla. ¿Quién sabe quién era yo?, pero lo que fuera lo tenía que seguir siendo por más que a veces me quisiera ir a un país donde él no existiera, donde mi nombre no se pegara al suyo, donde la gente me odiara o me buscara sin mezclarme con su afecto o su desprecio por él.