– Esta ya no salió jamás de la menopausia -comenté con Andrés que me abrazaba de un hombro y dijo:
– Tiene usted razón doña Julia, nuestras señoras ya no aguantan lo que las de antes, hay que guardarlas entre pieles para que le duren a uno siquiera hasta que crezcan los hijos. ¿No crees Julián?
– Claro que lo cree -dijo Marilú como despedida.
– ¿Quién te dijo a ti que las tierras de Alchichica eran de esa mujer? -preguntó Andrés cuando cerramos la puerta.
– Ella -le contesté. Me vino a ver hace como un mes. Quería que yo te hablara, que te convenciera de que su padre las heredó de su padre y que por muchos años ellos las cultivaron, hasta que De Velasco se las quitó a la mala y ahora que está en quiebra se le hace muy fácil venderle a Heiss lo que no es suyo. Y Heiss compra barato con el pretexto de que hay riesgo de invasión. ¡Qué bárbaros Andrés!
– ¿Qué dijiste? -preguntó.
– ¿Qué le iba yo a decir? Que buscara otro camino, que yo a ti no te podía hablar de eso, que no me oías. ¿Qué importa lo que le dije? No la ayudé. Sentí vergüenza cuando se levantó y dio la vuelta para irse a la calle sin darme la mano.
– ¿Y si te callaste un mes por qué tienes que hacerte la enterada hoy en la noche?
– Porque así es uno. Hasta que no le llegan a lo suyo no siente -dije.
– Catalina, tú sigues sin entender. Esas tierras no son de Lola, no te puedes creer todo lo que te venga a contar una india. Y el negocio de hilo en que metí a tu padre es la cosa más inofensiva que haya pasado por su camino.
– No te creo -le dije por primera vez en mi vida-. No te creo ninguna de las dos cosas.
– ¿Me crees que me gustas mucho con los pelos cortos? -dijo.
Empezó a besarme a medio patio, a ponerme las manos encima mientras caminábamos hacia las escaleras y nuestra recámara. Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como les temían otros. O por eso me gustaban. No sé.
Hablaba mientras se iba desvistiendo:
– Muchacha ésta, pendeja, qué se tiene que andar enterando de lo que no le mandan.
Después del saco se quitó la pistola, pensé que me hubiera gustado usar una pistola bajo el vestido. Me tardé en desabrocharlo. Era un vestido largo, con el escote bajo en la espalda y cerrado hasta el cuello por delante. Un vestido en el que costaba trabajo entrar y salir porque había que pasar por un montón de botones.
– Qué lenta eres Catín -dijo. Me senté de espaldas a él en la cama que ya tenía tomada.
– Venga para acá -ordenó. Quise ver el mar y cerré los ojos.
– ¿Por qué no le devuelves sus tierras a Lola? -dije.
– ¡Qué mujer tan necia! Porque no puedo -contestó meciéndose sobre mi cuerpo.
– Pero si puedes sacar a mi papá de los hilos de Amed.
– A lo mejor.
A la mañana siguiente yo tarareaba algo hacia adentro mientras corría por la escalera rumbo al patio de atrás. Ya él estaba montado en el Listón y el adolescente que me ayudaba a montar tenia de las riendas a una yegua colorada.
– ¿Y el Mapache? -pregunté.
– Ya tiene el dueño que usted le quiso dar -dijo Andrés. Apreté el puño hasta que las uñas se me enterraron en la palma de la mano.
– Entonces trato hecho -dije dispuesta a subirme a la yegua colorada.
– Trato hecho -me contestó espoleando al Listón para que se echara a correr.
Fui tras él con la yegua corriendo como desbocada, lo dejé atrás. Entré por Manzanillo hasta el bosque de los Costes y me seguí camino a La Malinche sin acordarme de la gripa del Checo, ni del desayuno, ni de filia que siempre me buscaba en las mañanas para que yo le platicara cómo eran los vestidos de las señoras que habían cenado con nosotros. Con ella me sentaba en el jardín y echaba todas las críticas que se me antojaban, encantada de que se riera con tantas ganas de mis chismes.
Nomás de imaginarme al Mapache montado por Heiss, lloraba yo a gritos mientras el aire me pegaba en la cara y me iba secando las lágrimas que me salían a chorros.
Volví como a las once. Andrés ya se había ido, las niñas estaban en el colegio, sólo quedaba Checo rumiando su gripa.
– Mal de perrera por no ir a la escuela -le dije tirándome en la cama junto a él. Después llamé a Ausencio, el mozo principal, y le pedí que buscara a la sirvienta que acababa de correr de su casa la señora Amed.
– Dígale usted que queremos que se venga a trabajar a nuestra casa. Que ya sé de su asunto, que no se preocupe.
Lucina llegó al día siguiente con su ropa en una caja de cartón. Tenía los ojos oscuros y la cara chapeada. Hablaba poco, pero a Checo le contó desde entonces todos los cuentos que yo no me sabía, a Verania le cosió vestidos para sus muñecas y a mí me daba masajes en la espalda cuando me veía triste. Se volvió la nana de todos.
El hijo que iba a tener se le salió una mañana sin mucho escándalo. Era un feto de cinco meses y estaba muerto. Lo lloró un día. Ausencio, los niños y yo la acompañamos a enterrarlo en su pueblo. Entré todos cargamos la cajita de madera blanca en que lo guardó. Recorrimos el pequeño panteón que no tenía paredes, era una siembra abierta de tumbas sencillas. Al final, debajo de un árbol, estaba el agujero para su niño. Ausencio puso dentro la cajita y Lucina se apresuró a echarle encima un puño de tierra.
– Así estuvo mejor -dijo.
Verania quiso cantar ¡Oh, María, madre mía! y nosotros la secundamos.
De regreso en el coche todos fuimos callados hasta que Lucina nos dijo:
– No estén tristes. Mi niño ya está en el cielo. Es una estrella. ¿Verdad, señora?
– Si, Lucina -dije.
Desde entonces Marilú Amed distribuyó la historia de que yo le había sonsacado a su muchacha, la había obligado a un aborto y la tenía de esclava cuidando a mis hijos. Le duró el berrinche para siempre.
Unos días después salí a caminar con Checo después de comer. Lo llevé hasta la punta del cerro de Guadalupe a ver salir el primer lucero.
– Oye, mamá -me dijo entonces, ¿tú crees eso de que el hijo de Lucina es una estrella que está en el cielo?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque Verania sí lo cree y yo sé muy bien que eso no es cierto, que el hijo de Lucina está en el hoyo.
– ¿En el hoyo?
– Si, en el hoyo. Como ese Celestino que ayer dijo mi papá que le buscaran un hoyo.
– ¿A quién le dijo?
– A unos señores que lo vinieron a ver de Matamoros.
– No oíste bien. ¿Cómo va a decir eso tu papá?
– Si, lo dijo mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso quiere decir que lo tienen que matar.
– Ay, hijo, qué cosas te imaginas -le dije. ¿Crees que matar es juego?
– No. Matar es trabajo, dice mi papá.
Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, la carne, las tortillas, el queso, las crepas de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el Checo me veía sin saber qué hacer, preguntando a intervalos: «¿Ya mamá?» Por fin salió una cosa amarilla y amarga y luego no quedó más.
– ¿Jugamos carreras de regreso? -le dije. Y empecé a correr bajando el cerro como si me quisiera desbarrancar.
– Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.
– Eres una cabra loca -gritaba el niño atrás de mí.
Llegamos exhaustos a la casa. Verania estaba en la puerta cogida de la mano de Lucina. Era una niña preciosa. Con los ojos enormes y los labios delgados, pálida como yo, ingenua como mis hermanas.
– ¿Por qué se tardaron tanto? -preguntó.
– Porque mi mamá está enferma -dijo Checo.
– ¿De qué? -preguntó Lucina.
– De la panza. Vomitó toda la comida -dijo el niño que tenía cinco años. Cinco enloquecidos años.
No podían vivir en las nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca. Cuando decidí quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos en una bola de cristal.