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En la casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos la vida sin verlos. Después de la tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé a Lucina. Que ella los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en algo, aunque fuera en la Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar las tardes con ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé. Llevaba años de estar pegada a sus vidas, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban tempranísimo aunque estuviera desvelada, jugaban con mis collares, se ponían mis zapatos y mis abrigos, vivían trenzados a mi vida. Desde esa noche cerré mi puerta con llave. Cuando llegaron en la mañana los dejé tocar sin contestarles. En la tarde les expliqué que su papá quería tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.

Se fueron acostumbrando y yo también.

CAPÍTULO VII

En cambio me propuse conocer los negocios de Andrés en Atencingo. Empecé por saber que el Celestino del que oyó Checo era el marido de Lola y que su muerte fue la primera de una fila de muertos. Después me hice amiga de las hijas de Heiss. De Helen sobre todo. Tenía dos hijos y estaba divorciada de un gringo que le ponía unas maltratadas terribles antes de que ella encontrara el valor para abandonarlo.

Helen se había regresado a Puebla en busca de la ayuda de su padre que como era de esperarse no le dio un quinto gratis. La puso a trabajar en Atencingo. Su quehacer era espiar a un señor Gómez, el administrador, y medir la fidelidad que le tenía en los manejos. Para hacerlo se fue a vivir a una casa inhóspita y medio vacía, con una alberca de agua helada y cientos de moscos por las tardes.

Yo iba a visitarla cualquier día. Me llevaba a los niños a nadar en su espantosa alberca mientras platicaba con elle.

– Aquí hay muy pocos hombres -decía. Y me contaba su última experiencia con algún poblano. Estaba terca en casarse con uno, y yo segura de que ninguno se iba a meter en ese lío. Las gringas estaban bien para un rato, pero nadie les entraba para todos los días. Ella quería casarse, tener una vajilla de talavera y una casa con techo de dos aguas. No sé por qué tenía la necedad del techo de dos aguas. Siempre que hablaba de su futuro lo incluía como algo imprescindible.

Un día estábamos viendo nadar a los niños y tomando uno de los daiquiris que a ella le gustaba preparar y beber sin tregua, cuando oímos disparos cerca. Salí corriendo en traje de baño, picándome los pies con las yerbas y las piedras que rodeaban la casa. Checo iba atrás de mí con mis sandalias.

– Regrésate a la casa -le dije. Me puse los zapatos y corrí hasta el ingenio. Había un muerto: pleito de borrachos, dijo Gómez el administrador.

Sentada en el suelo una mujer lloraba despacio, como si le quedara toda la vida para lo mismo.

Cuando me acerqué a preguntarle quién era el muerto, ella alzó la cara:

– Era mi señor -dijo. Ayúdeme usted porque si me quedo aquí me matan también y quién ve por los niños.

Juan el chofer me había seguido, le pedí que recogiera el cadáver. A Gómez el administrador lo miré con cara de gobernadora antes de participarle:

– Me lo voy a llevar.

– Como usted ordene. La señora se queda, ¿verdad? -preguntó viendo que me había dado por abrazarla.

– Viene conmigo -contesté.

Caminamos hasta la casa de Helen. Ahí ella empezó a hablar como si yo no fuera la esposa del gobernador. La oí sin decir una palabra, con la cabeza entre las manos. Lo que contó era espantoso. Nadie hubiera podido inventar algo así.

Cuando terminó, Helen dejó de beber para decir con su acento de gringa lela:

– Yo no lo dudo Cathy. Son infames estos hombres. Qué parientes tenemos.

– Quiero que Heiss me devuelva al Mapache -le dije a Andrés, cuando llegó a dormir a nuestra cama.

– Tratos son tratos, Catín. Tu papá ya no está con Amed.

– Pero ustedes mataron a los campesinos de Atencingo.

– ¿Qué? -dijo Andrés.

– Me lo contó la única que sobrevivió. Hoy en la tarde mataron a su marido en el ingenio. Yo lo vi, lo mataron porque llegó a contarles a los peones cómo las gentes de Heiss y las tuyas les entraron a tiros hace dos días a todos los que defendían las tierras que ese pinche gringo le compró a De Velasco en tres mil pesos. Me dijo que eran más de cincuenta con todo y niños, que mandaste al ejército a desarmarlos y luego les echaste encima cien hombres con ametralladoras. Devuélveme mi caballo, ya los muertos ni quien los reviva. Pero si todo el mundo va a ganar algo, yo quiero mi caballo de regreso o le digo la verdad a don Juan el de Avante.

– Tú te callas la boca. Nada más eso me faltaba, el enemigo en mi cama. La gobernadora soplándole al honrado periodista. ¿Qué te estás creyendo?

– Quiero mi caballo -le dije y me fui a dormir al saloncito de estar.

Me senté en el sillón azul en que a veces pasaba las tardes flojeando. Se me hacían tan lejos esas tardes. Cada vez que descubría una de las barbaridades de Andrés todo el pasado me parecía lejísimos.

Estaba días como ausente, dándole vuelta a las cosas, queriéndome ir, avergonzada y llena de pavor, segura de que nunca sería posible otra tarde tranquila, de que el asco y el miedo no se me saldrían jamás del cuerpo.

Esa noche tenía más horror que ninguna. Me acosté temblando. No quise cerrar los ojos porque veía la cara del muchacho tirado en el suelo del ingenio y la de su mujer llorando bajo el rebozo.

Por fin me dormí. Soñé a mis hijos con sangre en la cara, yo quería limpiárselas pero sólo tenía pañuelos que echaban más sangre. Cuando desperté Lucina llamaba a la puerta. Le abrí y entró con mi taza de té, la crema, el azúcar y pan tostado.

– Dice el general que baje usted en una hora.

– ¿Está bonito el día? -le pregunté.

– Sí, señora.

– ¿Ya se fueron los niños al colegio?

– Están desayunando.

– Pobres niños, ¿verdad, Luci?

– ¿Por qué, señora? Andan contentos. ¿Qué ropa le saco?

Bajé corriendo. Entré a las caballerizas gritándole. Ahí estaba con su mancha blanca entre los ojos y su cuerpo elegante.

– Mapache, Mapachito, ¿cómo te trató el pinche gringo hijo de la chingada? ¿Me perdonas?

Lo acaricié, lo besé en la cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos corriendo hasta el molino de Huexotitla. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida todavía los vi, pero ya de regreso se me habían olvidado.

Al mediodía fui con Andrés a una comida donde había periodistas. Uno que escribía en Avante le preguntó por los muertos de Atencingo.

– Me parece muy lamentable lo que ahí sucedió -dijo. He encargado al señor procurador que investigue a fondo los hechos y puedo asegurarles a ustedes que se hará justicia. Pero no podemos permitir que grupos de bandoleros disfrazados de campesinos diciendo que exigen su derecho a la tierra se apoderen con violencia de lo que otros han ganado con un trabajo honrado y una dedicación austera. La Revolución no se equivoca y mi régimen, derivado de ella, tampoco. Buenas tardes, señores.

El periodista le quería contestar pero el maestro de ceremonias tomó el micrófono a tiempo:

– Señoras y señores, damas y caballeros, en estos momentos el señor gobernador pasa a retirarse. Les suplicamos despejar la salida.

La gente se levantó y empezó a caminar hacia la puerta. Vi cómo a Andrés lo tomaban de los brazos entre cuatro de sus hombres y lo sacaban en vilo, otros me cargaron hasta la calle. Nos subieron en autos distintos que arrancaron de prisa.