Se oyó un enorme susurro. De todas partes salió el rumor de un montón de bocas. Yo también susurré:
– Que regrese Andrés, que no lo encierren, que no me deje sola.
– No, no podemos salir desairados -entraron todas las voces cuando entró la del padre. Los brazos en cruz se extendieron por la iglesia.
La gente se iba acercando al altar y me aplastaban contra él. El órgano tocó el “Adiós, Oh Madre”. Todos cantábamos: «Los corazones laten por vos, una y mil veces adiós, adiós.» Cuando de atrás empezaron a llegar gritos:
– ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!
Unos gendarmes entraron por el pasillo y a empujones se abrieron paso hasta el altar. Mareada por la gente y el incienso pude oír cuando uno de ellos le dijo al cura:
– Tiene usted que venir con nosotros. Ya sabe la razón, no haga escándalo.
El órgano siguió tocando.
– Me van a permitir que termine -dijo el padre. Voy a dar la bendición con el Santísimo y después los acompaño a donde quieran.
El tipo lo dejó levantarse del reclinatorio y caminar hasta el sagrario como si no tuviera miedo. Pensé que sería la confianza en su virgen. Abrió el sagrario y sacó la hostia grandísima entre dos cristales. Un acólito le acercó la custodia de oro y piedras rojas. El la abrió, colocó la hostia en medio y se volvió hacia nosotros. Todos nos persignamos, y el órgano siguió tocando hasta que el padre bajó los escalones y se metió en la sacristía. Fui tras él. Sólo pude llegar a la puerta pero lo vi quitarse la estola y ponerse un sombrero. Los soldados no lo tocaron, él los siguió. Con eso tuve para perderle la confianza a la Virgen del Sagrado Corazón.
Esa noche me metí en la cama temblando del miedo y del frío, pero no fui a casa de mis papás. Conversé un rato con Cherna nuestro amigo que había estado dando vueltas para investigar. Andrés estaba acusado de matar a un falsificador de títulos que se vendían a profesores del ejército. Se decía que lo había matado porque el de la idea de falsificar y el jefe de todo el negocio era él, y que cuando la Secretaría de Guerra y Marina descubrió los títulos apócrifos y dio con los dibujantes, Andrés tuvo miedo y se deshizo del que lo conocía mejor.
Chema dijo que eso era imposible, que mi marido no iba a andar matando así porque así, que no tenía negocios tan pendejos, que lo que sucedía era que el gobernador Pallares lo detestaba y quería acabar con él.
No entendí por qué lo detestaba si le había ganado. El poderoso era él, ¿para qué ensañarse con Andrés que ya bastante tenía con haber perdido?
Al día siguiente los periódicos publicaron su foto tras las rejas, yo no me atrevía a salir de la casa. Estaba segura de que en la clase de cocina nadie me hablaría, pero me tocaba llevar los ingredientes para el relleno de los chiles en nogada y no pude faltar. Llegué a las diez y media con cara de insomne y con duraznos, manzanas, plátanos, pasitas, almendras, granadas y jitomates en una canasta.
La cocina de las Muñoz era enorme. Cabíamos veinte mujeres sin tropezarnos. Cuando llegué ya estaban ahí las demás.
– Te estamos esperando -dijo Clarita.
– Es que…
– No hay pretextos que valgan. De las mujeres depende que se coma en el mundo y esto es un trabajo, no un juego. Ponte a picar toda esa fruta. A ver, niñas, ¿quién hace grupo aquí?
Sólo Mónica, Pepa y Lucia Maurer se acercaron. Las demás me veían desde atrás de la mesa. Hubiera querido que dijeran que Andrés era un asesino y que ellas no trataban con su mujer, pero en Puebla no eran así las cosas. Ninguna me dio la mano, pero ninguna me dijo lo que estaba pensando.
Mónica se paró junto a mi con su cuchillo y se puso a picar un plátano despacito mientras me preguntaba por qué se habían llevado al general y si yo sabía la verdad. Luci Maurer me puso la mano en el hombro y después comenzó a pelar las manzanas que sacaba de mi canasta. Pepa no podía dejar de morderse las uñas, entre mordida y mordida regañaba a Mónica por hacerme tantas preguntas y en cuanto logró que suspendiera su interrogatorio me dijo:
– ¿Tuviste miedo en la noche?
– Un poco -le contesté sin dejar de picar duraznos.
Cuando salimos de casa de las Muñoz me quedé parada a media calle con mi plato de chiles adornados con perejil y granada. A mis amigas las recogieron a las dos en punto.
– No les hagas caso -dijo Mónica antes de subirse al coche en que la esperaba su madre.
Fui a la casa caminando. Abrí la puerta con la llave gigante que tenía siempre en la bolsa.
– ¡Andrés! -grité. Nadie me contestó. Puse el plato de chiles en el suelo y seguí gritando: ¡Andrés! ¡Andrés! -nadie contestó. Me senté en cuclillas a llorar sobre la nogada.
Estaba de espaldas a la puerta, mirando entre lagrimones lo verdes que se habían puesto mis plantas del jardín, cuando el cerrojo tronó exactamente como lo hacía sonar Andrés.
– ¿Así que estás llorando por tu charro? -dijo. Me levanté del suelo y fui a tocarlo. El sol de las tres de la tarde pegaba en los cristales y sobre el patio. Me quité los zapatos y empecé a desabrocharme los botones del vestido. Metí las manos bajo su camisa, lo jalé hasta el pasto del jardín. Ahí comprobé que no le habían cortado el pito. Luego me acordé de los chiles en nogada y salí corriendo por ellos. Nos los comimos a bocados rápidos y grandes.
– ¿Por qué te llevaron y por qué te devolvieron? -pregunté.
– Por cabrones y por pendejos -dijo Andrés.
Al día siguiente salió en el periódico que el cura de Santiago tenía dos años de cárcel por organizar una manifestación contra la ley de cultos y que el general Andrés Ascencio había quedado libre y recibido las debidas disculpas tras probar su absoluta inocencia en el caso de la muerte de un falsificador de diplomas.
Ya no quise volver a la clase de cocina. Cuando Andrés me preguntó por qué ya no iba, terminé contándole las miradas y los modos que padecí. Me jaló hacia él, me dio una nalgada.
– Qué buena estás -dijo, espérate a que yo mande aquí.
CAPÍTULO III
Se me hizo larga la espera. Andrés pasó cuatro años entrando y saliendo sin ningún rigor, viéndome a veces como una carga, a veces como algo que se compra y se guarda en un cajón y a veces como el amor de su vida. Nunca sabía yo en qué iba a amanecer; si me querría con él montando a caballo, si me llevaría a los toros el domingo o si durante semanas no pararía en la casa.
Estaba poseído por una pasión que no tenía nada que ver conmigo, por unas ganas de cosas que yo no entendía. Era una escuincla. De repente me entraba tristeza y de repente júbilo por las mismas causas. Empecé a volverme una mujer que va de las penas a las carcajadas sin ningún trámite, que siempre está esperando que algo le pase, lo que sea, menos las mañanas iguales. Odiaba la paz, me daba miedo.
Muchas veces la tristeza se me juntaba con la sangre del mes. Y ni para contárselo al general porque esas cosas no les importan a los hombres.
No me daba vergüenza la sangre, no como a mi mamá que nunca hablaba de eso y que me enseñó a lavar los trapos rojos cuando nadie pudiera verme.
A la sangre las poblanas le decían Pepe Flores.
– ¡Qué ganas de tener un Pepe Flores o lo que sea -decía yo- con tal de que les llene el aburrimiento! Cuando me entraba la tristeza pensaba en Pepe Flores, en cómo hubiera querido que fuera el mío, en cuánto me gustaría irme con él al mar los cinco días que cada mes dedicaba a visitarme.
La casa de la 9 Norte tenía un fresno altísimo, dos jacarandas y un pirú. En un rincón, tras ellos, estaba el cuartito de adobe cubierto por una bugambilia. Por su única ventana entraba un pedazo de cielo que iba cambiando según el tiempo. Me sentaba en el suelo con las piernas encogidas a pensar en nada.
Mónica me había dicho que era bueno beber anís para quitar ese dolor flojito que agarra las piernas, la cintura, lo que sea que uno tenga debajo de la piel llena de pelos. Tomaba yo anís hasta que me salían chapas y hablaba sola o con quien se pudiera. Un valor extraño me llenaba la boca, y todos los reproches que no sabía echarle a mi general los hacía caer sobre el aire.