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En la calle sacudí los brazos y estiré las piernas. Había un tibio sol de febrero. Me quité el saco. Hacia más frío dentro de la casa que afuera. Afuera, de repente, todo me pareció más grato. El airón de la mañana había dejado el cielo azul y me gustaron los árboles.

– Lléveme a la Alameda, Juan -dije.

Como siempre que necesitaba reponerme de un mal rato, me compré un helado. Juan estacionó el coche y me bajé a caminar por la Alameda de Santa María. El quiosco brillaba con el sol y en las bancas había mamás, viejos, nanas, niños y novios.

Compré el periódico. Me senté a leerlo en una banca, lo encontré divertido. Los delegados de la reunión preparatoria del congreso de la Confederación de Trabajadores Mexicanos acusaban a don Basilio de recoger la cosecha de lo sembrado por el Sinarquismo y Acción Nacional y de levantar la bandera de la oposición contra Rodolfo. Declaraban que el discurso del general Suárez era un ataque al ex presidente Aguirre, le exigían a Fito que cumpliera su compromiso de llevar adelante la Revolución.

– Ya se armó un pleito -dije. Y Andrés está, ya sé dónde está.

Lamenté el abandono de los periódicos, y otra vez quise saber cosas y meterme en todo lo que según Andrés no me importaba: desde que llegamos a México se acabaron mis funciones de gobernadora y me trataba como a sus otras mujeres. Yo me había dejado encerrar sin darme cuenta, pero desde ese día me propuse la calle. Hasta bendije a la pendeja Unión de Padres de Familia que durante un tiempo sería mi pretexto.

– Juan, enséñeme a manejar -le dije al chofer.

– Señora, me mata el general -contestó.

– Le juro que nunca sabrá cómo aprendí. Pero enséñeme.

– Ora pues -dijo.

Juan era un hombre de unos veintisiete años, ingenuo y bueno como pocos. Me pasé al asiento de adelante, junto a él. Y empezó a temblar.

– Si nos agarra el general me mata.

– Ya deje de repetir eso y explíqueme cómo le hace -dije.

La lección teórica duró toda la mañana. Dimos como cincuenta vueltas a la Alameda. Después me llevó a la casa y se fue a buscar a Andrés que estaba en Palacio Nacional.

– Vuélveme a prestar a Juan -le dije a Andrés a la hora de la comida. Lo voy a necesitar mucho en la Unión.

– ¿Para qué? -dijo. Que te lleve y te recoja, yo lo necesito.

– ¿Y cuando no estés?

– Ahorita estoy -contestó.

– Ya leí el manifiesto de los delegados a la reunión de la CTM -comenté.

– ¿En dónde lo leíste?

– En El Universal. Lo compré aprovechando que salí. No sé por qué me dio por el encierro, pero ahora que volví a ver la calle me sentí otra. Si no me quieres dar a Juan, dame a otro chofer o deja que aprenda yo a manejar.

– Ay qué mujer tan chirrisca. Estaba seguro de que no aguantarías quieta más de 6 meses. ¿Cómo te fue en la Unión? ¿Vas a servir de algo?

Me quedé callada un momento. Costaba trabajo inventarle, era como un espía invisible pero siempre tras la puerta sabiéndolo todo.

– Claro que no voy a servir de nada. Para trabajar en eso me hubiera yo metido de hermana de la caridad y siquiera sabría yo mi lugar en el mundo. Pero entrarle a la confusión mental de las viejas esas, ni loca. Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar y tengo mucho qué ver como para meterme a una casa fría a llenar bolsas de chochitos para unos presos a los que les van a rifar escapularios. Además a mí los comunistas todavía no me hacen nada y no me gustan los enemigos gratuitos. Yo creo que si se mete uno a eso de las caridades tiene que ser a lo grande; siquiera quedar como San Francisco: con los pobres tras uno bendiciéndola. Yo de pendeja en la grey del padre Falito soñando niños y rezándoles a los presos, primero muerta.

Andrés soltó una carcajada y sentí alivio.

– ¿Cómo dices que se llama el cura? ¿Falito? Qué locura. Tienes razón, una cosa es que a mí esos pendejos me vayan a dar una ayudada en el asunto de chingar a Cordera, y otra que te haga yo la maldad de meterte ahí. A ésos les hubiera llevado a una de las niñas. A Marta que le da por ahí y hasta sería buena informante, pero a quién se le ocurre llevarte a ti. ¿Cómo te habré visto de loca? Eso te pasa por recibirme de mal modo -y volvió a reír. Oye, ¿y conociste a Falito? ¿Cuántas de ahí crees que ya le hayan visto el nombre de cerca? Dónde te fui a llevar. Mereces un desagravio. Desde hoy vas conmigo a todas partes. Se acabó el encierro.

Así lo declaró y así fue porque él quiso, porque él así era. Iba y venía como el pinche mar. Y esos días tuvo a bien regresar.

– Tengo que volver a Palacio. El Gordo no puede hacer nada solo -dijo. Ven conmigo. Total, te vas al centro y a ver qué compras en tres horas. A las ocho que cierren vuelves por mí y te invito a cenar en Prendes. ¿Te parece mi plan?

Fui por mi abrigo y me subí al coche en tres minutos, no se me fuera a arrepentir de la invitación. Hacía frío, una de esas raras tardes de febrero en que uno puede ponerse abrigo de pieles sin sentir calor a media calle. Me puse un abrigo de zorro. El más bonito que he tenido. Porque las pieles a veces son cursis, pero ese de zorro, me lo ponía con botas y me sentía artista de Hollywood.

Llegamos al zócalo y le dimos la vuelta para entrar a Palacio Nacional. Desde que un valiente había tratado de asesinar a Fito, las precauciones y revisiones que había que sufrir para entrar eran un exceso. Se revisaban todos los coches incluyendo las cajuelas, todos los coches hasta el del mismo Gordo, no fuera a darse la casualidad de que en alguna esquina se le hubiera trepado alguien. Esa tarde los soldados revisaron hasta las bolsas de mi abrigo. Andrés se ponía furioso con el trámite.

– Qué culero es este Rodolfo -decía delante de los soldados y de quien quisiera oírlo.

Cuando logramos entrar, Andrés bajó del coche apresurado, me dio mucho dinero y la instrucción de que comprara lo que quisiera. Pero yo esa tarde sólo quería un helado y caminar lamiéndolo sin que nadie me estorbara.

CAPÍTULO XIII

Juan consiguió el helado de vainilla y me dejó en la puerta de Sanborns de Madero. Ahí me sentía yo protegida porque las paredes son de talavera. Manías de uno. Donde hubiera talavera me sentía a salvo, por eso a todas mis casas lo primero que meto es la vajilla de talavera. Una de las amarillas con azul para cincuenta personas. Dicen que ahora cuestan una fortuna, entonces hasta se veían mal. Todo el mundo tenía porcelana de Bavaria no talavera poblana, tosca y quebradiza.

Me quedé un rato en la puerta de Sanborns. Recargada contra la pared como una piruja, sintiéndome Andrea Palma en la mujer del puerto. Después atravesé la calle y pasé frente al Banco de México, que entonces dirigía un idiota de anteojos gruesos del que siempre se me olvida el nombre. Era tan pendejo y tan feo. Además le había quitado el puesto a un hombre inteligente y simpático al que yo quería mucho porque fue el único que no se rió de mí cuando en una comida Andrés comentó que yo me había puesto a llorar con el Himno Nacional después del informe.

Crucé la calle para ir a Bellas Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de primera comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a buscar de dónde salía una música como queja larga y repetida.

Empujé la puerta y se abrió. El teatro estaba vacío de público, pero el escenario lo llenaba una orquesta. Frente a ella un hombre ordenó detener la música y empezó a hablar de prisa y con pasión, explicando algo como enfebrecido, como si le fuera la vida en que el músico al que señalaba con la batuta lo descifrara. No era muy alto, tenía la espalda ancha y los brazos largos.

Caminé hasta el frente y lo oí decir:

– Vamos, otra vez, desde la 24, todos. Vamos -y se puso a cantar la melodía.

La música volvió a sonar triste y extraña, aun mal arrastrada. Nunca había oído algo así. Me senté sin hacer ruido. Miré al techo, a los palcos vacíos, y me dejé llevar por los sonidos que parecían salir de los brazos del director.