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– ¿Ya sabes por qué le dicen a Rodolfo el Income Tax? -preguntó Mónica. Porque es un pinche impuesto -se contestó.

Nos reímos. Como buenas poblanas mis amigas eran la purísima oposición verbal. Decían todo lo que yo quería oír y no tenía dónde. Me gustó verlas. Estuve tan feliz que hasta se me olvidó que al día siguiente era la toma de posesión de Rodolfo y yo no sabía qué ropa usar.

Mi papá me hizo el favor de evitarme esa decisión; Fui a verlo al salir de casa de Pepa. Estaba tomando su café con queso y un pan duro que rebanaba delgadito.

– ¿Cómo ves lo de la guerra? ¿Nos pasará algo peor que la falta de medias? -le pregunté.

– No pienso vivir para saberlo -contestó.

Hice chistes sobre su habitual pesimismo y me puse a lamentar mi condición de esposa de Andrés Ascencio, comadre de Rodolfo Campos, infeliz que no quería soplarse un discurso larguísimo, leído en el tono de retrasado mental que Fito imprimía a su oratoria en los momentos cumbres.

– Pobre de ti, chiquita -dijo sobándome la cabeza. Ya te irá mejor alguna vez. Te has de encontrar un buen novio.

– Te tengo a ti -le contesté frunciendo la nariz y levantándome a besarlo.

Nos pusimos a juguetear como siempre. Lo acompañé a ponerse la pijama y estuve acostada junto a él hasta que llegó mi madre con cara de ya es muy noche para que andes fuera de tu casa. Ella nunca estaba fuera de su casa después de las cinco de la tarde, menos sin su marido. Yo le resultaba un escándalo. Me levanté.

– No sé qué ponerme mañana -dije.

– Ponte algo negro, siempre es elegante -me contestó Bárbara entrando al cuarto.

– A ver qué encuentro, cuiden a mi novio -pedí.

Tuve que encontrar algo negro. Cuando amaneció, mi papá había muerto.

No me gusta hablar de eso. Creo que todos lo vimos como una traición. Hasta mi madre, que está segura de que lo encontrará en el cielo. Bárbara se encargó de organizar el funeral y todas esas cosas. Yo no me acuerdo qué hice aparte de llorar en público como nunca debió hacerlo la esposa del gobernador. Tampoco sé cómo pasaron los últimos meses de Andrés en el gobierno. Cuando me di cuenta ya vivíamos en México.

CAPÍTULO XII

Recorría la casa como sonámbula inventándome la necesidad de alguien. Tantas eran mis ganas de compañía que acabé necesitando a Andrés. Cuando se iba por varios días, como hizo siempre, yo empecé a reclamarle sin intentar siquiera los disimulos del principio.

– ¿A ti qué te pasa? -preguntaba. ¿Por qué frunces la boca? ¿No te da gusto verme?

Me faltaban reproches para contar mi aburrimiento, mi miedo cuando despertaba sin él en la cama, el enojo de haber llorado como perro frente a los niños y sus pleitos por toda compañía.

Me volví inútil, rara. Empecé a odiar los días que él no llegaba, me dio por pensar en el menú de las comidas -y enfurecer cuando era tarde y él no llamaba por teléfono, no aparecía, no lo de siempre que quién sabe por qué empezó a resultarme tan angustioso.

Para colmo no estaban mis amigas a la vuelta de la esquina, y Bárbara era otra vez mi hermana que vivía en Puebla, ya no mi secretaria particular ni nada de esas tonterías. Pablo estaba en Italia, Arizmendi era un invento, lo único posible se volvió Andrés y él me dejaba días en la casa de Las Lomas, dando vueltas de la reja a la puerta de la estancia para verlo llegar, leyendo los periódicos sólo para saber si andaba con Fito y dónde.

Establecí un orden enfermo, era como si siempre estuviera a punto de abrirse el telón. En la casa ni una pizca de polvo, ni un cuadro medio chueco, ni un cenicero en la mesa indebida, ni un zapato en el vestidor fuera de su horma y su funda. Todos los días me enchinaba las pestañas y les ponía rimel, estrenaba vestidos, hacía ejercicio, esperando que él llegara de repente y le diera a todo su razón de ser. Pero tardaba tanto que daban ganas de meterse en la pijama desde las cinco, comer galletas con helado o cacahuates con limón y chile, o todo junto hasta sentir la panza hinchada y una mínima quietud entre las piernas.

Al final de alguna de esas tardes, cuando yo pesaba cuatro kilos más, lloraba un poco menos y hasta empezaba a estar entretenidísima con alguna novela, Andrés se presentaba con su cara de dormimos juntos. Yo quería insultarlo, correrlo de lo que con los días se había ido volviendo mi casa, regida por mis tiempos y mis deseos, para mi desorden y mi gusto. Llegaba muy conversador a burlarse de mis piernas gordas o a contar y contar su pleito con alguien al que no sabía cómo darle en la madre.

– Dame ideas -decía, estás perdiendo el interés por mis cosas. Andas como sonámbula.

– Me abandonas -le contesté.

– Oye ya me estás cansando, siempre jode y jode con que te abandono. Te voy a abandonar de veras. Creo que me voy a quedar de fijo donde me atiendan mejor y sobre todo me reciban con gusto. Porque tú estás insoportable. Lo que necesitas es buscarte un quehacer. Se murió tu principal aliado, se te acabó la chamba de gobernadora y no encuentras lugar en el mundo. Acostúmbrate. Las cosas terminan. Aquí no eres reina y no te conocen en la calle, ni puedes hacer fiestas que todos agradezcan, ni tienes que organizar conciertos de caridad o venir conmigo a la sierra. Aquí hay muchas mujeres que no se asustan con tus comentarios, muchas que hasta los consideran anticuados. Pobre de ti. ¿Por qué no le hablas a Bibi la del general Gómez Soto? O métete a la Unión Nacional de Padres de Familia. Ahí hay mucho trabajo. Ahora están en una campaña contra el comunismo y necesitan gente. Mañana te presento con alguno.

Sabía que andaba haciéndole al anticomunista para joder a Cordera, el líder de la CTM. Lo había oído hablando por teléfono con el gobernador de San Luis Potosí, ex presidente metido a industrial, el día que declaró que sólo los oportunistas y los logreros pensaban en el comunismo.

– Estuvo usted perfectamente. Qué buen palo le dio a Cordera -decía. Se lo merece. Cuente conmigo si piensa seguir por ahí. ¿Qué le parecería si la próxima vez que venga usted por México lo invito a cenar a mi casa? Mi esposa estará encantada de verlo.

– ¿A quién voy a estar encantada de ver? -pregunté cuando colgó para saber qué tipo de cena tendría que planear y para cuándo.

– Al general Basilio Suárez -dijo, y se echó una carcajada.

– ¿Yo voy a estar encantada de ver a ese asno? Eres un mentiroso. ¿Y desde cuándo estás encantado tú? ¿No decías que era un contrarrevolucionario de mierda?

– Hasta ayer, hijita. Y hasta ayer a ti te parecía un asno. Pero desde hoy es para toda la familia un hombre prudente y casi sabio. Imagínate que se le ha ocurrido Llamar a las chingaderas de Cordera «experimentos sociales basados en doctrinas exóticas». No puedes negar que es un hallazgo.

– A mí, Cordera me cae bien -dije.

– Tú no sabes lo que dices. Cordera es un ambicioso y un provocador. Está necio en que hay lucha de clases y en que los obreros al poder. Ya lo dijo bien el general, es un demagogo. Como él siempre fue riquito. Su papá rentaba las mulas en que acarreábamos maíz yo y mis hermanos. Tenían una hacienda enorme antes de la Revolución. El qué sabe de hambre, por favor, qué sabe de pobreza, qué sabe de todo lo que habla. Nada sabe, ni le importa. Pero qué bien se hace notar. Ya que no chingue. Ya nos chingó de pobres, que no quiera chingarnos de ricos.

– A mí me cae bien -dije.

– Vas a decir que te gusta su traje gris. ¿Tú también crees eso de que nada más tiene uno? Bola de pendejos. Tiene 300 iguales el cabrón, pero qué bien los engaña. El líder de los trabajadores. Va para afuera ese cabrón. Me canso que le quitamos la chamba de pobre reivindicador. Ya vas a ver cómo le va en la convención. Se las voy a cobrar todas, hasta esta pendejada tuya de «a mí me cae bien».