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– ¿Cuándo vienes? -dije.

– Ven tú mañana, el día cinco llega el Presidente Aguirre.

Fui. El desfile salió perfecto. Miles de niños vestidos con trajes regionales cruzaron frente a nosotros en una marcha de colores disciplinados y brillantes. Aguirre le agradeció a Andrés, doña Lupe fue conmigo al hospicio y donó los desayunos de los próximos seis meses. Luego subimos a un coche que nos llevó a la sierra. Ahí Andrés había organizado una fila de indios dispuestos a pedirle cosas al Presidente. Pasamos la tarde oyéndolos. Como a las ocho me llevé a doña Lupe a cenar café con leche y pan dulce. A las once volvimos a encontrar a su marido oyendo indios. Junto a él, Andrés chupaba su puro inmutable y complacido. Doña Lupe y yo nos fuimos a dormir. Eran las cuatro de la mañana cuando mi general entró al cuarto que compartíamos.

– Cabrón incansable -protestó metiéndose en la cama. Me abrazó. Se me andaba olvidando lo buena que estás -dijo.

– Tanta otra vieja con que andas -le contesté.

– No profanes, Catín. Si eres tan lista, mejor no digas nada.

– ¿Qué sentirán los presidentes cuando se les va acabando el turno? -dije. Pobre general Aguirre.

– ¿No digo bien que estás buenísima? -me contestó.

CAPÍTULO X

Bibi era un poco más chica que yo. La conocí casada con un doctor al que le daba vergüenza cobrar. Cuando uno le preguntaba por sus honorarios decía como los inditos, lo que sea su voluntad. Era buen médico, curaba a los niños de sus empachos y catarros y a las mamás de la preocupación. Una vez Verania se tragó un caramelo y se puso morada, lo fui a ver corriendo. Creí que se iba a morir y me horrorizó la idea de oír al general gritándome asesina descuidada.

Nada más entré al consultorio de la 3 Norte y sentí alivio. La niña seguía morada, pero el doctor me saludó con toda calma y después la hizo beber una infusión de manzanilla caliente que le desbarató la charamusca y le devolvió la respiración. Cuando empezó a toser y pasó de morada a blanca yo me puse a llorar, abracé al doctor y empecé a besarlo. Así estábamos cuando entró la Bibi al despacho.

– Salvó a mi hija -le dije disculpándome aunque no sabía yo quién era.

– Así es él -me contestó sin inmutarse. -La señora es esposa del general Ascencio -explicó el doctor a la Bibi.

– ¿Y eso qué se siente? -me contestó por todo saludo.

Alcé los hombros y las dos nos reímos ante la sorpresa del doctor.

No la vi mucho después de ese día. A veces nos encontrábamos en la calle, nos preguntábamos por nuestros esposos, ella elogiaba al mío y yo al suyo, nos preguntábamos por nuestros hijos, ella lamentaba la fragilidad del suyo, yo la barbarie de los míos. Luego nos despedíamos con esos besos de lado que le caen al aire mientras uno se roza las mejillas.

Años después me contó que esos encuentros la hacían sentirse importante.

Un día su marido tuvo a bien morirse. Sin hacer ruido, como era él, sin dejarle un centavo, como era él. Fui al velorio en agradecimiento por los moretones que les curó a mis hijos y porque en Puebla uno iba a todos los velorios del mismo modo que iba a todas las bodas, bautizos y primeras comuniones: para llenar el día.

Ahí estaba la Bibi con su hijo de la mano. Puse dinero en un sobre y se lo di después de abrazarla.

– Esto le debía yo a tu marido -dije con el aire de bienhechora que disfrutaba tanto.

– Tú siempre tan delicada Catalina -me contestó.

No lloraba. La recuerdo preciosa vestida de viuda. Se veía más joven que nunca y le brillaban los ojos negros. Era muy bonita, tanto que no se aguantó como único futuro el de gastar su belleza paseándola por Puebla de la mano de un hijo que se hacía adolescente mientras a ella le iban saliendo arrugas de tanto pensar qué vender para pagarle la colegiatura. Se fue a México con sus hermanos que trabajaban en el periódico del general Gómez Soto.

Y en casa de Gómez Soto la volví a ver. Era una casa enorme y loca como la nuestra. Bibi estaba en el jardín. Llevaba un vestido azul escotado por adelante y por detrás, tenía la sonrisa perfectamente bien puesta.

– Te ves linda -dije.

– Soy menos pobre -contestó.

– Te felicito -dije pensando en mi madre que usaba esa respuesta cuando le daba gusto el bien ajeno pero prefería no investigar de dónde venía.

Nos sentamos frente a la alberca llena de gardenias y velas flotantes.

– Se ve divina, ¿verdad? -me preguntó.

– Divina -dije y nos pusimos a platicar de divinuras: de cómo había conseguido sus medias del otro lado, de cuánto le gustaba el Ángel de la Independencia, de si yo consideraba correcto aceptarle flores a un hombre casado. Me reí. Qué pregunta más loca, como para mandarla a platicar con cualquiera de las que le aceptaban a Andrés las llaves de un coche envueltas para regalo y por supuesto el coche en la puerta.

– Antes del matrimonio, de un hombre ni una flor, decía la tía Nico.

– ¿No pensarás atenerte a su discurso? -le pregunté.

Por ahí empezamos y acabamos en su confesión de que el general Gómez Soto le había pedido que fuera la señora de esa casa.

– ¿De esta casa nada más? -dije.

– En las otras viven su mujer y sus hijos. Esta todavía no la toman -me contestó.

La mujer del general Gómez estaba de plano muy tirada a la calle. Era como de su edad, los mismos cuarenta y cinco pero llevados por una mujer que casi la hizo de soldadera. Tenían nueve hijos, ya grandes, algunos hasta casados. Y ella era una abuelita que nunca esperó demasiado de la vida y a la que el marido se le había hecho rico. Como que conocía yo a los generales, que Gómez Soto no la iba a dejar públicamente para casarse con Bibi.

– Dile que sí, pero que ponga la casa a tu nombre -le aconsejé.

– Pero eso va a ser imposible Catalina. No me atrevo. El ya es tan bueno conmigo, ya me da tanto -terminó y se puso roja.

– Sobras te da -dije. Sobras dan. Nada que les duela, querida. Te adorna la alberca, pero no te la escritura. ¡Qué chiste! ¿Vas a ser una arrimada?

– Al principio. Ya luego me lo iré ganando -dijo con voz de quinceañera.

Como al mes de esa conversación llegó a visitarme a Puebla. Se bajó feliz de un coche enorme igual a los míos. No llevaba al niño y usaba abrigo de pieles en marzo. Volví a hablar mal del General Soto y hasta lo relacioné con la muerte de Soriano, que no sólo le convino a Andrés sino también a él porque terminó comprando el periódico para su cadena. Ella no quería oír.

Estábamos paradas en la terraza, viendo la ciudad abajo, las docenas de iglesias encimando sus cúpulas brillantes. Me gustaba mirar desde ahí. Las calles de Puebla se veían perfectas y uno casi podía tocar la casa que más le gustara.

– Estoy harta de no tener protección, Catalina. Es horrible ser viuda pobre, todo el mundo te quiere meter la mano. Y casi nadie te deja nada.

Siquiera el general es generoso. Mira el coche que me regaló, mira qué sirvientes me paga. Ha prometido que me llevará a conocer Europa, me comprará lo que yo quiera, iremos a teatros, veremos lo que yo no vería jamás metida en este agujero o sobre una máquina de escribir en los Estudios América, viendo pasar a María Félix con todo lo que se pone encima hasta que yo me haga vieja y ella siga preciosa. No, Catalina, ni me aconsejes. No te va.

– En eso tienes razón -dije. Soy el peor ejemplo y no me quejo. ¿Por qué te habrías de quejar tú? Claro que yo no tuve con quién comparar, creo que ni elegir pude. Nunca supe de un marido común y corriente al que no le alcanzara para la sopa de letras. A veces pienso que me hubiera gustado ser la mujer de un doctor que sabe dónde les quedan las anginas a los niños. Aunque a lo mejor es el mismo tedio pero sin abrigos. ¿Por qué no te casas con el hermano de tu cuñado? Es simpático y está guapo -pregunté.