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Un día en el desayuno Andrés descubrió que me había crecido el pelo y que su brillo era lo mejor que había visto en años, encontró que mis pies eran más lindos que los de cualquier japonesa, mis dientes de niña y mis labios de actriz. En cambio yo nunca odié tanto mis caderas, mi boca, mis pestañas, nunca me creí más tonta, más tramposa, más fea.

Con las fealdades a cuestas pasé esa mañana oyendo a mi general inventar un grupo de diputados que se llamara Renovación, planeando cómo chingarse a uno y madrear a otro. Mientras yo sólo quería que llegara la tarde.

Tenía que ir a Palacio Nacional y fui con él.

– ¿Ahora sí vas de compras? -me dijo al bajarse del coche.

– A lo mejor contesté.

Nada más arrancó Juan y le pedí que me llevara a Bellas Artes. Cuando llegamos brinqué del coche.

– ¿A qué horas regreso, señora?

– No regrese. Como si no me hubiera oído volvió a decir:

– ¿Está bien a las ocho?

Subí corriendo las escaleras. No oí la música. Seguro que no estaba.

Empujé la puerta:

– Todos, otra vez desde la diecisiete -dijo su voz.

La música empezó a sonar. Me deslicé como un gato. Fui a sentarme hasta atrás. Puse las manos sobre las piernas y sin darme cuenta froté la falda hacia arriba y hacia abajo. Lo miré de lejos. Otra vez los brazos y la voz ordenando:

– Ese sostenido es sostenido, Martínez. Márquelo, no tenga miedo. Suena así. Buenas tardes, señora, qué bueno tenerla de público -gritó. Si evita el ruido de las manos contra la falda nos dará gusto.

Voy de un loco a otro, pensé, pero no salí corriendo. Me gustaba verlo de lejos. No podría imitarlo, pero lo recuerdo tan bien como al mar y la noche en Punta Allen.

Subí a los palcos del segundo piso. Me gustaba cómo movía las manos, cromo otros lo obedecían sin detenerse a reflexionar si sus instrucciones eran correctas o no. Daba lo mismo. El tenía el poder y uno sentía claramente hasta dónde llegaba su dominio. Iba por la sala, se metía en los demás, en mi cuerpo recargado sobre el barandal del palco, en mi cabeza apoyada sobre los brazos, en mis ojos siguiéndole las manos.

Dieron las ocho y la música no terminaba de ir y venir. Juan ya estaría en la puerta y Andrés furioso, pero yo no me moví de la butaca de terciopelo rojo hasta que los brazos de Carlos cayeron de golpe.

– Mejor, mucho mejor señores. Nos vemos mañana. Gracias por la tarde.

Se bajó del podio y desapareció por una de las puertas laterales del escenario. Estaba yo imaginando a dónde podría haber ido cuando llegó junto a mí.

– ¿Quién acompaña a quién a tomar un helado?

– Yo a ti -le dije.

– Tú eres a la que le gustan los helados, yo prefiero un whisky.

– ¿Cómo sabes que me gustan los helados?

– ¿No comes helados cuando estás nerviosa?

– Si, pero ahorita no estoy nerviosa, ¿y quién te dijo?

– Mis espías. También me dijeron que ayer querías bajarte del coche y venir a mi hotel.

– Te dijeron mal. ¿Quién crees que soy?

– Una mujer casada con un loco que le lleva veinte años y la trata como a una adolescente. Bajamos las escaleras.

Juan estaba en la entrada, pálido como pan crudo.

– Señora el general nos mata -dijo abriendo la portezuela del coche.

– Dígale que vamos caminando, que no tardamos -ordenó Carlos.

– No -dijo Juan. Yo sin la señora no regreso.

– Entonces quédese aquí porque vamos a caminar.

Me tomó del brazo y cruzamos la calle hacia Madero.

– Me gusta ese edificio -dije cuando pasamos junto al Sanborns de los azulejos.

– Yo no te lo puedo comprar. ¿Por qué no se lo pides a tu general?

– Vete a la chingada -contesté.

– Sus deseos son órdenes -dijo empujando la puerta de Sanborns y metiéndose justo en el momento en que Juan nos alcanzó y me puso la pistola en el costado:

– Lo siento señora, pero tengo familia, así que usted viene conmigo a recoger al general.

– Ándele pues Juan -dije y corrimos al coche. Llegamos por Andrés justo cuando se despedía de unos tipos en la puerta de Palacio.

– Hola princesa, ¿estuviste contenta? -preguntó.

No me acostumbraba a su nuevo tono, me hacía sentir idiota.

– Fui a ver a Vives -dije como si me desnudara.

– Qué bueno -contestó. ¿Y dónde lo dejaste? ¿Por qué no vino a cenar con nosotros?

– Lo mandé a la chingada.

– ¿Qué te hizo?

– Me trató como a una imbécil. Dijo que si me gustaba el edificio de Sanborns por qué no te pedía que me lo compraras.

– ¿Te gusta el edificio de Sanborns?

– Es de talavera -contesté, y nos fuimos a cenar abrazados.

Al día siguiente comió en nuestra casa el general Basilio Suárez. A propósito dispuse mole poblano porque ya sabía que lo odiaba.

El general Suárez era tan simple como una carne con su tortilla de harina. Lo que le importaba era hacer dinero y para eso se unía con Andrés. Andaban buscando los contratos de unas carreteras pero no se les hacían porque el secretario de Comunicaciones era un tal Jesús Garza, al que odiaban por aguirrista y quien seguramente los odiaba también. Se pusieron a inventar cómo desprestigiarlo y Suárez, que nunca daba para más, dijo:

– Yo creo que hay que acusarlo de comunista. No será mentir, porque ese hombre es comunista. Y nosotros no hicimos la Revolución para que vengan los rusos a quitárnosla.

– Tiene usted razón, general. Hoy mismo hablo con los de la Unión de Padres de Familia para que le aumenten a su desplegado contra Cordera unas cositas contra otros que nos la deben. Es hora de empezar a nombrarlos. Así de una vez mañana le quitamos la CTM a Cordera, se la damos a Alfonso Maldonado que no come lumbre y empezamos a preparar el terrenito para chingarnos esas dos cuñas que nos heredó Aguirre.

Iba yo a decir alguna cosa para contradecirlos cuando entró Vives.

– Llegas tarde -dijo Andrés. Estamos hablando de política, ¿no te importa?

– Me importa, pero me aguanto. Ya sé que en esta casa todo es política, y acepté venir a comer.

– Quedamos que a las dos y son tres y media -dijo Andrés.

– ¿Tú lo invitaste? -pregunté.

– No te dije para darte la sorpresa -dijo Andrés.

– Me la das -contesté. Lucina tráele un servicio al señor -dije adoptando actitud de ama de casa y señalándole a Vives un lugar junto al general Suárez. Andrés estaba en la cabecera, yo a su izquierda y el general a su derecha.

– Prefiero del otro lado si el general no se ofende -dijo mirando a Suárez.

– El hijo de mi general Vives no ofende nunca -dijo Suárez. Menos si elige sentarse junto a una bella dama en vez de junto a un envejecido ex presidente.

– Ya siéntate y deja de interrumpir -dijo Andrés.

– Perdón Chinti, ahora mismo me disciplino.

– ¿Cómo le dijiste? -pregunté riendo.

– No le digas, después quién la aguanta.

– Claro que no le digo, general. Además su señora y yo no nos hablamos. Ayer me dejó a media calle con la palabra en la boca.

– La molestaste -dijo Andrés y es muy sentida.

– ¿Por qué no acaban de comer? -pedí y le pregunté a Suárez:

– ¿Le sirvo más frijoles o pasamos al postre? Aunque si vamos a esperar a Vives falta un rato para el postre.

– Por mí podemos pasar directamente al postre -dijo Vives. Prefiero ahorrarme el mole.

– Qué amigos tienes Andrés, este músico no sólo es metiche sino melindroso.

– ¿Qué le voy a hacer? Es el hijo del único cabrón que me ha merecido respeto. No puedo mandarlo matar porque desaira tu comida.

– Por mí que se muera de hambre -dije. ¿A usted general qué le damos?

– Yo quiero pay de manzana y queso de cabra -dijo Carlos. Hace años que no como queso de cabra.

– Pobre de ti -dijo Andrés. Se nos olvida que vuelves del autoexilio.

– Hay casos peores, hay quienes no pueden volver del exilio -dijo Suárez.