– Tan arraigada está, señor Bayham -le interrumpió Arledge.

– Cuando tuvimos aquel roce en Alejandría -prosiguió el pianista- me extrañó su constancia, pero creí que todo había quedado aclarado mientras veníamos hacia el velero, durante aquella conversación que sostuvimos de camino hacia el puerto. Pero ahora me encuentro con que usted ha estado rumiando esta cuestión desde entonces. Es usted muy tenaz.

En aquellos momentos Arledge todavía conservaba su tibieza y su sentido del humor.

– Aunque su figuración animal no me honra, señor Bayham -dijo-, reconozco que es la más exacta de cuantas podría usted haber empleado y le felicito por ello.

– No es momento de hacer bromas, Arledge. Vuelvo a hacerle mi pregunta: ¿qué significa este mensaje?

– Significa que deseo que me diga la verdad -respondió entonces Arledge algo impacientado- acerca de lo que le sucedió a usted en Escocia tras haber sido secuestrado por tres hombres en un coche al que usted subió por su propia voluntad después de haber interpretado, una noche, un brillante concierto para piano cuyo programa consistía en obras de Brahms y Clementi.

Bayham le miró estupefacto y entonces gritó:

– ¡Maldición! Nunca hubo tal coche. El rostro de Víctor Arledge se descompuso definitivamente al oír aquella exclamación. Cogió a Bayham del faldón de su chaqueta y, permaneciendo aún sentado, lo atrajo hacia sí.

– ¿No hubo nunca tal coche? -repitió. ¿Qué quiere usted decir con eso?

Hugh Everett Bayham pareció darse cuenta de que había hablado demasiado. Se zafó de Arledge con un violento manotazo y dijo:

– No he querido decir nada. Déjeme en paz. Arledge se levantó y volvió a cogerle, esta vez por las solapas de la chaqueta. Gritó en un tono que era mezcla de ruego y exigencia:

– ¡No, ahora tiene que decírmelo! ¡Ahora tiene que contármelo todo!

Bayham volvió a soltarse de la presión de las manos de Arledge y repuso:

– No le contaré nada, señor Arledge. No tengo por qué hacerlo. Mis asuntos son privados y sólo a mí me conciernen. Olvide esa historia de una vez.

Pero Arledge, al parecer, había perdido todo control sobre sí mismo. No me atrevo a transcribir sus vehementes súplicas, pero, según el relato del sobrino de Lederer Tourneur, fueron bochornosas. Imploró incansablemente; una y otra vez agarraba a Bayham y lo zarandeaba hasta que éste se volvía a zafar: incluso lloriqueó. Sin duda Lederer Tourneur, un caballero tan sobrio y contenido, se sintió afectado por aquella escena y la reprobó desde el principio hasta el final. No quiso ver más y, cogiendo del brazo a su esposa, se retiró silenciosamente. Mientras se alejaban aún pudo oír la voz de Hugh Everett Bayham que -seguramente al ver a Arledge en aquel estado de desesperación y más que otra cosa por temor a que hiciera alguna locura- accedía a contarle lo que realmente había sucedido en Escocia: algo que para Lederer Tourneur no tenía el menor significado ni, por supuesto, el menor interés.

Nadie ha logrado averiguar hasta la fecha qué le sucedió realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia, pero lo que es indudable es que, fuera lo que fuese, defraudó a Victor Arledge. Si todo era una mentira y no sólo fue el coche lo que nunca existió, si todo fue un invento de Bayham para justificar una ausencia injustificable, si se trató de una simple artimaña para despertar los celos de su esposa Margaret Holloway y provocar la separación, o si sólo fue el coche lo que no existió pero la historia acababa allí donde Esmond Handl en su carta le había puesto punto final, es algo que nunca sabremos o que por lo menos yo he sido incapaz de averiguar. Pero a veces pienso que poco importa y que en verdad, fuera lo que fuese, no merecería ser contado.

A la mañana siguiente Victor Arledge salió de su camarote a hora muy temprana. Su aspecto era más saludable que durante los días anteriores y su semblante rezumaba serenidad.

Se dirigió hacia los comedores y desayunó en compañía de los demás pasajeros, que si bien no se mostraron cordiales con él, sí le saludaron con cortesía -tal vez permitida gracias a la alegría que les invadió durante aquellos últimos días de crucero-. Pasó el día dedicado a las ocupaciones que hasta la muerte de Léonide Meffre habían sido las habituales en él y sólo cruzó algunas palabras con Esmond y Clara Handl; pero no se esforzó, como había venido haciendo hasta entonces, por evitar las miradas de reproche y los cuchicheos de los demás expedicionarios a su alrededor. Su conducta ya no volvió a experimentar ningún cambio durante el resto de la travesía: se mostró tímidamente amable y parece ser que intentó reconciliarse con algunos pasajeros, en especial con la señorita Cook, con el señor Lambert Littlefield y con el señor Beauvais. E incluso, en un verdadero acto de renuncia, pidió al señor Bayham y al doctor Bonington que le enseñaran a jugar a las cartas y pasó toda una velada en su compañía aprendiendo a distinguir los distintos valores de los naipes.

El capitán Eustace Seebohm se recuperó definitivamente de su herida y se encontró con las fuerzas suficientes para volver a hacerse cargo del barco, y aunque ello reavivó el recuerdo del capitán Joseph Dunhill Kerrigan y del mal que había hecho, los pasajeros del Tallahassee, demasiado contentos para sentir de nuevo irritación, no se ensañaron en sus acometidas contra Victor Arledge y simplemente procuraron no sacar aquellos temas de conversación que no eran gratos y no permanecer excesivos minutos en compañía del novelista. Fordington-Lewthwaite retornó a su puesto de oficial sin recibir las felicitaciones de su superior, quien consideró que su subordinado se había inmiscuido en demasía en los asuntos privados de los pasajeros; con su afán por esclarecerlo todo, sólo había conseguido erigirse en causante de disgustos y lograr que el temor y el desasosiego reinaran a bordo del velero.

El destino del Tallahassee fue, evidentemente, Tánger, y el capitán Seebohm ni siquiera se vio obligado a tomar una decisión al respecto: los mismos acontecimientos la tomaron. Bordeaba el Tallahassee la costa marroquí aún próxima a la que lindaba con Argelia cuando sonaron tiros procedentes de la orilla. Los viajeros y la tripulación, alarmados, se echaron al suelo, pero el fuego siguió arreciando. Las maderas de la embarcación empezaron a saltar hechas añicos y los botes, que, bien visibles, pendían de gruesas cuerdas, fueron agujereados por las balas. El capitán Seebohm, con sus prismáticos, no pudo discernir las indumentarias de los atacantes, que, pensó, se hallaban refugiados tras unas dunas. Durante unos minutos, mientras algunos valientes marinos cumplían sus órdenes de trepar hasta la punta del palo mayor y desde allí tratar de averiguar la identidad de los que disparaban contra el velero, dudó entre dirigirse hacia la orilla y hacerles frente al mando de su inexperta -en cuestiones de lucha y abordaje- tripulación o adentrarse en el mar hasta encontrarse fuera del alcance de las balas. Los marinos descendieron con la información de que desde las alturas no se veía ningún hombre y menos aún ningún hombre que estuviera disparando con un rifle de repetición, como parecían ser las armas de los atacantes a juzgar por la cantidad de balas que llegaban hasta el Tallahassee. El pánico empezó a cundir entre los pasajeros -muchos de los cuales se encontraban sobre cubierta en el momento de producirse la agresión y no habían tenido tiempo de esconderse dentro de los camarotes- y Seebohm desechó la idea de enfrentarse al enemigo invisible. Dio las órdenes pertinentes y el barco se alejó de la orilla. Pero cuando dejó de oírse el tiroteo y el peligro pareció haber pasado, y los expedicionarios se levantaron del suelo y, preguntándose extrañados por la misteriosa personalidad de los que habían abierto fuego contra ellos, empezaron a sacudir el polvo de sus trajes y vestidos y a tantear si tenían algún hueso roto, todos pudieron comprobar que los desperfectos que había ocasionado aquel aluvión de proyectiles en el casco del Tallahassee eran tan graves que bien podrían darse por satisfechos si conseguían llegar hasta Tánger sin demasiados contratiempos.