LIBRO SEXTO

Todo empeoró aún más cuando se supo que el capitán Joseph Dunhill Kerrigan había matado al contramaestre Eugene Collins. Fordington-Lewthwaite, un hombre que tenía el ambicioso proyecto de escalar los peldaños que fueran necesarios para llegar a ser capitán propietario, no había quedado muy satisfecho, desde su posición de mero oficial, con la explicación que se había dado de la muerte de Collins y que más o menos todo el mundo había aceptado como cierta -incluido el coronel McLiam del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría-, y una vez que tuvo en su poder el gobierno del barco, creyó que averiguar lo que realmente había sucedido le valdría una recompensa. Guiándose únicamente por su intuición, decidió que un hombre tan violento como Kerrigan -quien, de no haber lanzado por la borda a Amanda Cook, se habría quedado en simple borracho- tenía por fuerza que haber intervenido en la desaparición del contramaestre. Sobre todo cuando éste, pendenciero y provocador, se llevaba muy mal con el segundo oficial del Tallahassee. Fordington-Lewthwaite se amparó en el hecho de que el capitán Kerrigan estaba ya absolutamente desprestigiado entre los pasajeros del velero -y que por tanto éstos, a cuya más servil disposición estaba Fordington-Lewthwaite, no pondrían objeciones a que se le declarara culpable de la muerte de Collins- y una semana después de que Léonide Meffre fuera arrojado a las aguas del Mediterráneo reclutó a dos voluntarios y se encerró con ellos y Kerrigan en el camarote de este último. Víctor Arledge y Lederer Tourneur los vieron entrar con paso decidido, y, extrañados, aguardaron, paseando por los alrededores, a que salieran. Fordington-Lewthwaite y sus subordinados tardaron una hora en hacerlo y durante este tiempo los dos escritores oyeron golpes y gritos que procedían del camarote de Kerrigan y empezaron a alarmarse, pero no se atrevieron a irrumpir en la habitación. Cuando Fordington-Lewthwaite salió estaba sudando, en mangas de camisa y muy satisfecho a juzgar por la expresión de su rostro. Arledge y Tourneur salieron a su encuentro y le interrogaron con la mirada; y entonces aquel oficial pomposo y academicista les dio la noticia: Kerrigan había confesado ser el asesino de Collins.

Al parecer, la intuición de Fordington- Lewthwaite no se había equivocado y, aunque en un principio obró arbitrariamente y desde luego sus métodos no eran recomendables, había acertado en sus suposiciones. Kerrigan y Collins, una noche, se habían enzarzado en una discusión acerca del trato que éste daba a la marinería y habían acabado por llegar a las manos. Collins había sacado un puñal y Kerrigan, en defensa propia según todos los indicios -si bien Fordington-Lewthwaite se guardó bien de decirlo-, le había cortado el cuello con una de las gruesas cuerdas que, enrolladas en espiral, abundaban sobre la cubierta del Tallahassee. Y después -y en ello se basaba principalmente Fordington-Lewthwaite para acusarle de asesinato- lo había rematado pegándole un tiro en el occipucio -a quemarropa, por lo que nadie había oído la detonación- y había deslizado el cadáver por la borda lenta y cuidadosamente para que nadie pudiera tampoco escuchar el ruido que habría hecho al entrar en contacto con el agua, colocado en una postura verdaderamente grotesca sobre uno de los rollos de cuerda con la ayuda de unas poleas. Aunque Arledge se sintió ofendido porque Kerrigan no hubiera incluido este episodio -tal vez demasiado reciente para ser revelado- en sus confidencias, no pudo creer al principio aquella versión de los detalles del crimen. Sin embargo se vio obligado a hacerlo cuando dos días después Fordington-Lewthwaite presentó pruebas irrefutables: el arma con que Kerrigan había disparado contra la cabeza de Collins, una confesión en toda regla hecha por escrito y al parecer voluntaria, y algunos objetos personales del contramaestre que se habían encontrado en uno de los cajones de la cómoda del camarote del capitán y que demostraban que Kerrigan no sólo era un asesino irascible sino también un ladrón. Y aunque Arledge, asimismo, podría haber pensado que las pruebas eran falsas y que habían sido preparadas por el mismo Fordington-Lewthwaite, sabía que éste, a pesar de ser un bárbaro ambicioso, por nada del mundo habría pisado el terreno de la ilegalidad -aparte de carecer de la imaginación necesaria para urdir tales pormenores.

Aquella mala nueva sirvió para desentumecer un poco y hacer salir de su ensimismamiento a los expedicionarios, que consideraron la revelación de Fordington-Lewthwaite como algo que ya no se podía consentir. Hastiados y todavía afectados por el comportamiento de Kerrigan en cubierta, no habían sabido reaccionar con indignación -si olvidamos a la señorita Bonington- cuando Arledge, con mucha sangre fría, mató a Meffre. Pero cuando supieron que Kerrigan había asesinado a Eugene Collins -del cual la mayor parte de ellos ni se acordaba- montaron en cólera y, espoleados por la ira liberada, sacaron a relucir la muerte del poeta francés como uno más de los peldaños que la violencia y la impunidad habían escalado a bordo de aquel navío endemoniado, y Arledge sufrió las consecuencias. La señorita Cook, el señor Littlefield y el señor Beauvais le retiraron el saludo repentinamente; Florence Bonington, con la satisfacción que otorga el acatamiento final de proposiciones una vez desoídas, llegó a insultarle durante el transcurso de un almuerzo; los Handl, inéditos durante toda la travesía, mantuvieron su postura y no salieron en su defensa; Hugh Everett Bayham se mostró con él aún más seco de lo que lo había hecho hasta entonces; y sólo Lederer Tourneur -un caballero que acabó por resultar cargante pero que sin duda era ecuánime- no cambió de actitud con respecto a él, si bien tampoco osó enfrentarse a sus compañeros y se limitó a permanecer en una posición digna pero pasiva. Es evidente que aquel rencor que se desató de manera general en contra de Victor Arledge no se debía principalmente al hecho de que se hubiera batido con Léonide Meffre y hubiera salido airoso del lance, sino más bien a que de todos era bien sabido que Arledge era el único, amigo de Kerrigan, y al estar encerrado y lejos de su alcance el verdadero causante de todos sus males, los viajeros tomaron como blanco de sus pullas y redentor de sus sufrimientos al novelista inglés afincado en Francia, el más cercano al capitán Kerrigan. Arledge trató de reaccionar ante aquel trato que se le dispensaba con tanta altanería como pudo y procuró dejarse ver lo menos posible; ya no volvió a meditar sentado en las hamacas de popa, sus paseos se hicieron infrecuentes, ordenó que le llevaran el almuerzo a su camarote y sólo salía para cenar en el último turno, cuando sólo algunos trasnochadores y tahúres improvisados ocupaban los comedores. Incluso pasó días enteros encerrado en su cabina, garabateando frases inconexas que por desgracia no están ahora en mi poder. Pero el desdén de sus compañeros de viaje no fue lo que acabó de trastornar a Victor Arledge. Sus deseos de averiguar en qué habían consistido las peripecias de Hugh Everett Bayham en Escocia, de saber quiénes eran las hermanas que habitaban el piso inferior de la casa en que había sido recluido, de desvelar el misterio que había tras de la joven que lo sedujo, seguían atormentándole; y se dio cuenta de que a medida que el tiempo iba pasando, por unas u otras causas sus posibilidades de llegar algún día a desenterrar todo aquello disminuían a pasos agigantados. Sus relaciones con aquel caballero, que habían empezado por ser tirantes, más tarde se habían enmendado levemente y después se habían hecho frías, habían terminado por no existir. Las pocas veces que se cruzaban en un pasillo o en la cubierta del velero Hugh Everett Bayham daba por salvada su buena educación con una simple inclinación de cabeza y tanto él como los demás pasajeros se retiraban con poco disimulo cuando él aparecía en alguna habitación en la que los otros estuvieran reunidos. Lo más probable es que Victor Arledge, de haberse inclinado por la otra alternativa después de la muerte de Léonide Meffre -aquella noche de su triste cavilar-, habría obligado a Fordington-Lewthwaite a hacer una escala en Orán o Mostaganem y habría abandonado el Tallahassee para siempre. Pero su curiosidad -en verdad cargada de optimismo- y la pérdida total del sentido de la proporción -entre muchos otros- se lo impidieron. Y le impelieron a soportar aquel crucero hasta el final.