Pasaron los días y Kerrigan, avisado de que los dos hombres ofrecían el peligro de ser tan impacientes como inocentes, cambió de actitud y decidió alterar sus planes. Aminoró la forzada marcha que habían llevado hasta entonces y una mañana reunió a los tres pasajeros del velero y les anunció que se estaban aproximando a un archipiélago. La noticia fue acogida con enorme alborozo por parte del doctor Merivale y Reginald Holland y con una expresión de extrañeza por parte de la señora, que no hizo sino fortalecer las suposiciones del capitán. Este no sólo había decidido detenerse en la isla Marcus -cuyos islotes adyacentes eran incontables, no figuraban en los mapas y, por decirlo de alguna manera, estaban por descubrir- para contentar a sus patrones, sino que también lo había hecho porque empezaban a estar necesitados de provisiones y porque juzgó que el Uttaradit, inadecuado para el tan largo recorrido que se proponía hacer, debería ser inspeccionado en un puerto, o incluso cambiado -quiero decir sustituido- por otra embarcación de mayor envergadura. Los millonarios, sin embargo, estaban tan encantados ante la perspectiva de visitar de una vez algunas islas, que a pesar de que Kerrigan inventó una pequeña avería que aconsejaba dirigirse en primer lugar a la isla principal -ya habitada- para repararla, insistieron en que si ello era factible deseaban echar un vistazo a sus posibles posesiones con anterioridad; y Kerrigan, a quien no interesaba indisponerse con ellos, no tuvo más remedio que acceder a sus peticiones. Enfiló el velero hacia los islotes (que se encuentran situados un centenar de millas al sur de la isla Marcus) aturdido por los infantiles vítores de Merivale y Holland. Pasaron el resto de la mañana en un islote feo, diminuto y carente de atractivos que hizo disminuir el entusiasmo de aquéllos. Por fin, cansados y un tanto decepcionados, pusieron rumbo a la isla principal. La isla Marcus, o Minamitorijima para los japoneses, es un atolón elevado -veinte metros sobre el nivel del mar- de forma triangular y rodeado en su perímetro por arrecifes de coral. El puerto, según Kerrigan, era de ínfima categoría y las embarcaciones ancladas en él se podían contar con los dedos de una sola mano. No había ninguna que superara al Uttaradit en potencia y velocidad y Kerrigan se vio obligado a desechar la idea de abandonarlo. Había, un pueblo pesquero de una veintena de habitantes con un solo establecimiento que hacía las veces de cantina y almacén. En él pudieron comprar víveres y algún objeto -sombreros, chales o abalorios- que a los Merivale y a Holland se les antojaron exóticos. Kerrigan propuso pasar la noche allí y aguardar a que los esbirros y un técnico austriaco que encontraron en el pueblo dejaran en buen estado el maltrecho velero para al día siguiente, muy de mañana, reemprender la búsqueda de islas paradisíacas. Mientras el Uttaradit era inspeccionado al anochecer, el capitán y los pasajeros esperaron en la cantina y pidieron vino al empleado que la custodiaba. Se acomodaron en la única mesa que había allí y, de no haber sido por la intervención del austriaco, que en un momento dado apareció para comunicarles que el barco no tenía ninguna avería y sin ser invitado se sentó con ellos, Kerrigan habría emborrachado al doctor y a su amigo y habría partido aquella misma noche con la señora Merivale como única pasajera. Pero aquel técnico perdido en aquel lugar quién sabe por qué razones ocultas echó a perder sus planes. Era un hombre tosco y locuaz, de barriga prominente, grandes mostachos azulados, pésimo acento inglés y grotesco apellido: Flock. Mostró excesivo asombro por que el capitán Kerrigan hubiera proclamado que el pequeño velero chino tenía una avería, bebió demasiado impidiendo con ello que lo hicieran Merivale y Holland e interrogó también en exceso y con avidez a la señora. Kerrigan estaba molesto por todo ello y no dijo ni una palabra durante el tiempo que permanecieron en aquel establecimiento ruinoso. Pero hubo un momento en el que sintió casi irresistibles impulsos de propinar un puñetazo a Flock y tuvo que morderse los labios para no hacerlo: Beatrice apenas si contestaba con monosílabos a las improcedentes preguntas que le hacía el austriaco, pero los megalómanos, en parte para evitar que Flock siguiera dirigiéndose a ella, en parte porque habían recobrado su optimismo y buen humor con el vino que habían ingerido, empezaron a hablar más de la cuenta y acabaron por confesar al técnico cuáles eran los motivos que les habían llevado a aquel paraje. Entonces Flock que probablemente era un buen hombre y no tenía malas intenciones, exclamó sorprendido:

«¡Ah, pero para eso tienen que ir más al sur! Aquí no encontrarán nada que sea de su agrado.»

«¿Más al sur?», preguntó entonces Holland, y añadió: «¿En qué paralelo nos encontramos?»

Fue entonces cuando Kerrigan estuvo a punto de derribar a Flock, pero tuvo que reprimirse y éste respondió:

«Estamos un poco más al norte, casi lindando con el Trópico de Cáncer.»

Merivale, entonces, se encaró con Kerrigan y le preguntó que cómo explicaba aquello. El capitán, algo nervioso, respondió que había tomado aquella dirección sin consultarles por su propio bien: él conocía la zona a la perfección y sabía de la existencia de numerosas islas que cumplían todos los requisitos necesarios para satisfacerles, pero los había visto tan empeñados en ir hacia el sur que no se había atrevido a comunicarles que se había desviado por temor a que se hubiesen enfadado y le hubieran obligado a alterar el rumbo antes de llegar a aquella zona. Había supuesto que, al constatar la belleza de sus islas, le habían de agradecer su iniciativa. Pero entonces Flock, respaldado por los millonarios -que súbitamente recordaron su desilusión de la mañana cuando habían recorrido el primer islote-, le dijo que debía de estar equivocado. Él, manifestó, conocía muy bien aquella zona y tenía la certeza de que las islas que se podían encontrar por allí no tenían comparación con las que había más al sur, en las Carolinas, y les aconsejó que tomaran aquella dirección. Kerrigan, tenaz, desautorizó las palabras del austriaco y dijo con tono ofendido que él sabía muy bien lo que se traía entre manos y les aseguraba que no habría virado si no estuviera convencido de que los islotes Marcus eran los más hermosos de todo el Océano Pacífico. Flock soltó una carcajada y se enzarzó en una discusión sin fin. Él repetía una y otra vez que no encontrarían nada que fuera de su agrado en aquel lugar y Kerrigan, cada vez más excitado, sostenía lo contrario. Los millonarios se limitaban a decir que desde luego lo que habían visto por la mañana no era digno de los elogios de Kerrigan y más bien parecía demostrar que era Flock quien llevaba la razón. Así continuaron durante más de media hora hasta que de repente Beatrice Merivale dio, golpe en la mesa y dijo:

«Basta, caballeros. ¿A quién vamos a creer ¿A un miserable técnico que, como es obvio», y miró a Flock con infinito desprecio de arriba a abajo, «nunca ha llegado a nada o a un marino de Su Majestad que ha demostrado conocer su oficio a la perfección, que goza de una posición digna y seguramente de un brillante historial que la modestia le impide confesar, y que ha tenido la generosidad de aceptar nuestro insólito ofrecimiento cuando estábamos desesperados y sus planes eran muy distintos? Parece mentira, señores, que todavía puedan dudar sobre quién está diciendo la verdad.»

Merivale y Holland callaron y se miraron entre sí, abochornados. Hubo unos segundos de silencio y Kerrigan aprovechó la ocasión para intervenir:

«Gracias, señora Merivale», dijo; «le agradezco lo que ha hecho por mí. Caballeros, si ustedes así lo desean, nos dirigiremos mañana hacia las Carolinas. No les reprocho que duden de mí por haberles traído hasta aquí sin su permiso. Pero, créanme, lo hice impulsado por los motivos que ya he mencionado y creo que, de una u otra forma, ya que estamos aquí, no perderán ustedes nada por que mañana al amanecer visitemos las islas cercanas. Que nos haya defraudado el islote que hoy hemos visto no significa nada en absoluto. ¿Acaso pensaban ustedes adquirir la primera isla que encontraran? De ser así, no habrían necesitado de mis servicios. Les pido que confíen en mí y les prometo que si mañana no han hallado lo que desean, partiremos inmediatamente hacia las Carolinas.»