«Ya no tienes nada, Kerrigan, sólo esas malditas oficinas. Abandónalas si no quieres perderlas también, y con ellas la vida. He quemado las embarcaciones, pero todavía queda el dinero. Si nos entregas todo lo que tienes, nos iremos.»

Kerrigan volvió a disparar contra los matorrales, pero aún escuchó la risa de Lutz cuando dejó de hacer fuego. No veía nada y empezó a perder el control de sus nervios. Le pareció oír un ruido en la puerta trasera; corrió hasta allí y vació un cargador sobre ella. Creyó también oír un quejido y, curioso, abrió la puerta para echar un vistazo. Recibió una lluvia de balas y una de ellas le alcanzó en una pierna. Era, por supuesto, Kolldehoff. Cerró apresuradamente, se sentó en el suelo, comprobó que la herida no era grave y que el proyectil no había roto ningún hueso y podía andar, y trató de calmarse. Mientras, seguía oyendo la voz de Lutz, que se burlaba de él y le amenazaba. De pronto se le ocurrió una idea. Elevó la voz y llamó a Kolldehoff. Éste no respondió, pero Kerrigan continuó:

«No sé quién eres ni me importa, Kolldehoff, pero sé que eres un miserable y que no tienes dinero ni para comprar la compañía ni para volver de aquí a Singapur. ¿Cuánto te paga Lutz por hacer esto? Sea lo que sea yo te pagaré el triple si te pones de mi lado. Acabemos con él, ¿eh, Kolldehoff ¿Estás de acuerdo?»

Hubo un rato de silencio y entonces la parca contestación del holandés se oyó clara y nítida:

«¡No!.», gritó.

Y acto seguido Lutz volvió a hablar con triunfalismo. Lanzó varia carcajadas y repitió una y otra vez que Kerrigan estaba perdido sin remisión. El capitán corrió de nuevo hasta la puerta delantera y disparó una vez más contra los matorrales, sin ningún éxito. Entonces hubo unos minutos de silencio hasta que, procedente de la parte trasera de la casa, se oyó el ruido de una ráfaga de aire. Kerrigan fue hasta allí y vio que Kolldehoff había lanzado una antorcha que había entrado a través de los cristales rotos por las balas del holandés y que había prendido las cortinas de lo que era su dormitorio. Las arrancó y sofocó el fuego, pero mientras acababa de extinguirlo dos teas más penetraron por la ventana rota y oyó cómo Lutz, por el otro lado, estaba a su vez lanzando antorchas encendidas. Notó que una de ellas caía sobre el tejado, de paja, y las llamas empezaron a extenderse por toda la casa. Recordó entonces que tenía pólvora almacenada y corrió al cuarto en que estaba guardada. Abrió una ventana y echó fuera tres o cuatro cajas; no le dio tiempo a más porque el humo le atosigaba y hacía llorar a sus ojos y además oyó que uno de los dos estaba intentando echar abajo la puerta delantera. Se trasladó hasta allí, algo renqueante ya a causa de la mucha sangre que había perdido, y aguardó, escondido detrás de un enorme archivador de madera muy gruesa, a que la entrada cediera, con una pistola en cada mano. Cuando la puerta se abrió de golpe Kerrigan no pudo ver a nadie hasta que de repente Lutz entró, disparando hacia todos los puntos de la habitación. Kerrigan esperó un poco más, y cuando vio que el humo empezaba a irritar los ojos de Lutz y a cegarle, salió de su escondite y abrió fuego contra él. Lutz soltó la escopeta que llevaba entre las manos y se desplomó. En realidad cayó al suelo aparatosamente y en pocos segundos su cabello rubio estropajoso y su traje blanco se tiñeron de rojo. Kerrigan vio borrarse sus facciones y aprovechó el momento para salir de la casa, próxima a explotar, con tanta rapidez como su pierna herida le permitía, pero mientras corría hacia los matorrales sintió el impacto de una bala en el hombro izquierdo. Tuvo tiempo de volverse y de ver a Kolldehoff, que sin duda había entrado por la puerta que hasta entonces había asediado, en el umbral. Un segundo después lo que quedaba de Kerrigan amp; Lutz voló por los aires. Kerrigan no sabe a ciencia cierta si Kolldehoff murió, pues así como se encontraron los pies y parte del tórax de Lutz, nada se pudo hallar que demostrara que el holandés silencioso había sido partido en pedazos en aquel lugar; ni tampoco, nunca, se volvió a saber de él.

Como le dije muy al principio de esta narración, Kerrigan, en el año 1892, se encontraba en la ciudad de Amoy arruinado y prematuramente envejecido, rabioso y desolado. Había cifrado sus esperanzas de regenerarse y llevar una vida apacible en la compañía de navegación, que le había costado cinco años poner en marcha. La destrucción de todo lo que poseía, incluido el dinero, que guardaba en las oficinas, fue un duro golpe para él y lo hizo aún más amargado y rencoroso. Decidió que nada valía la pena y comprendió que jamás llegaría a convertirse en un caballero digno y respetable y que la única manera de vivir era por y para el presente y sin tener ningún tipo de consideración hacia los demás. Usted se preguntará que cómo puedo decir que fue entonces cuando tomó estas decisiones, pero le diré que Kerrigan siempre tuvo el deseo recóndito de abandonar su vida aventurera y llegar a ser lo que por ejemplo fue su padre: un terrateniente querido y admirado por su familia y por sus vecinos. Si Kerrigan se endureció y fue un hombre cruel y despiadado fue principalmente por culpa de las aciagas circunstancias que siempre lo rodearon. Fue entonces, como digo, en 1892, cuando tomó aquellas decisiones, y precisamente que fuera entonces cuando lo hizo, hace sólo doce años, hace aún más admirable su figura actual, que poco tiene que ver con la de aquella época. No crea usted que es fácil que un hombre tan desengañado como Kerrigan cambie después de haber rebasado los cuarenta; y él lo hizo, créame, a pesar de que hace unos días tirara por la borda a Amanda Cook y apuñalara al capitán Seebohm. También yo disparé contra Léonide Meffre hace unos días y no por ello me considero un desalmado aun en contra de la opinión de la señorita Bonington. Bien, reanudaré mi relato: el capitán Kerrigan consiguió llegar hasta Hong-Kong y allí permaneció, vagando por los muelles y viviendo de pequeñas chapuzas que le ofrecían, hasta que se hubo restablecido plenamente de sus heridas. Entonces trató de enrolarse en la tripulación de algún barco con destino a América, pero aquello no era fácil: era la época de las grandes emigraciones al nuevo continente y los asiáticos que aspiraban a lo mismo que Kerrigan se contaban por millares. Ni su experiencia ni su condición de americano le sirvieron de nada y -esto es muy confidencial- su grado de capitán es tan sólo imaginario. Salir de China se convirtió en una verdadera obsesión para él hasta el punto de que llegó a asesinar a dos marinos, uno americano y otro francés, con el fin de apoderarse de su documentación y sus uniformes y suplantarlos. Pero en ambas ocasiones -en una porque la víctima era el hijo del comandante del navío y en otra porque sus conocimientos de francés eran muy leves- fue descubierto y se vio obligado a huir precipitadamente y a permanecer escondido hasta que las embarcaciones de los marinos hubieran zarpado. Su situación era tan desesperada que incluso trató de ahorcarse, pero fue salvado en última instancia, aunque no recuerdo ahora por quién. Llevó esta miserable existencia plagada de reveses, infortunios y traspiés durante casi un año, hasta que por fin, y de forma un tanto casual, encontró la oportunidad de abandonar Hong-Kong. Kerrigan, entre otros muchos oficios, había aprendido el de carterista, y durante la temporada que siguió a la desaparición de Kerrigan amp; Lutz se vio obligado a desempeñarlo con mucha asiduidad. Por ello frecuentaba los vestíbulos de los grandes hoteles. Aún conservaba uno de los elegantes trajes de director de una compañía de navegación y sus relucientes botas altas, y con esta indumentaria y un sombrero que robó con este fin, su presencia en los lugares más finos de la ciudad no desentonaba ni era rechazada por porteros, gerentes, ordenanzas y demás ralea. Sus hurtos no eran espectaculares y las más de las veces no eran denunciados hasta que él ya se había alejado del lugar del delito, por lo que su rostro no era conocido ni sus pasos seguidos por los detectives del hotel. Por otra parte, los que pagaban siempre en tales circunstancias eran los botones y porteadores nativos, con lo que Kerrigan, en sus fechorías, gozaba poco menos que de total impunidad. Un día estaba en el vestíbulo del hotel Empire, tal vez el segundo mejor de la ciudad, sentado en uno de los sofás de espera y al lado de un caballero cincuentón y de aspecto severo, elegantemente trajeado y que llamaba la atención por su cuidadísimo bigote y por su monumental monóculo y que, según se deducía de su actitud impaciente, aguardaba la bajada de alguna dama que se habría entretenido en el tocador más tiempo del calculado. Kerrigan leía un periódico y con poco disimulo -su destreza le hacía confiado- iba acercando su mano al bolsillo derecho de la chaqueta del caballero; justo en el momento en que la introducía y, tras tantear y sentir el familiar contacto, sacaba lentamente con los dedos índice y corazón una cartera de cuero, el caballero se incorporó levemente para dar la bienvenida a otro hombre, más joven que él, pero igualmente bien vestido. Kerrigan tuvo tiempo de guardarse la cartera sin ser visto, e inmediatamente después de que lo hubiera hecho, el caballero se volvió hacia él y le rogó que se corriera un poco para hacer sitio a su amigo. Kerrigan obedeció atentamente y entonces los dos hombres mantuvieron una breve conversación. El de más edad estaba de pésimo humor por dos motivos: su esposa -Kerrigan no había fallado en sus suposiciones- se retrasaba insolentemente, y sus gestiones para contratar a un experto marino habían constituido un rotundo fracaso. El joven -en realidad tendría muy pocos años menos que el mismo Kerrigan, por entonces ya un cuarentón- contestó que tampoco él había tenido éxito y propuso como explicación al hecho de que los marinos se negaran a acompañarles que todos deseaban cobrar por adelantado. A esto el caballero del monóculo respondió con violencia y malos modos que no se trataba de eso sino de que los tiempos habían cambiado y ya no había gente amiga del riesgo. Según él, todos aquellos marinos eran un hatajo de cobardes que no se movían de sus casas si no sabían antes de partir hacia dónde se dirigían y cuánto tiempo duraría el viaje. Reconocía que ellos eran unos excéntricos, pero encontraba desmesuradas las prevenciones de aquellos individuos. Como podrá usted imaginar, Kerrigan no lo dudó un instante. La conversación de los dos caballeros no le había dado ningún detalle acerca del tipo de travesía que se traían entre manos, pero poco le importaba un sitio u otro con tal de abandonar aquel país en el que la mala suerte se había ensañado con él. Así que aprovechando que el caballero del monóculo le daba la espalda al estar vuelto hacia su compañero, sacó de su bolsillo la cartera que le había robado, le tocó suavemente en un hombro y, ofreciéndosela, le advirtió que se le había caído al suelo. El caballero, que debía de estar de muy mal talante, ni siquiera se llevó la mano a la chaqueta para comprobarlo y, mirándola con desconfianza, le preguntó si estaba seguro de que aquella era su cartera. Kerrigan, entonces, contestó que sí utilizando la fórmula que emplean los marinos de la armada inglesa para ello (aye, are, señor) y dijo que la había visto deslizarse de su bolsillo cuando el caballero había hecho un movimiento brusco con el brazo. Como usted sabe, esta peculiar forma de decir sí que tienen nuestros marinos es universalmente conocida y además, en aquella ocasión, los dos caballeros eran ingleses que residían en la India, de modo que al escuchar la contestación de Kerrigan sus rostros se iluminaron y el de más edad, sin siquiera recoger de sus manos la cartera perdida, le preguntó si era marino.