LIBRO QUINTO

Las andanzas del capitán Kerrigan no pueden ser resumidas en una sola conversación y por ello lamento no tener la capacidad de concisión que tienen algunos de mis colegas, pero trataré de ajustarme en lo posible a lo que él me contó y procuraré no olvidar -es decir, omitir-, entre tanta acumulación de hechos y tanto pintoresquismo, lo fundamental de su historia y al mismo tiempo ser tan riguroso en los detalles como el tiempo de que disponemos me permita. Como usted quizá ya sepa, Kerrigan ha pasado la mayor parte de su vida yendo de un sitio a otro; puede decirse sin temor a faltar a la verdad que hasta que hace cinco años -en septiembre del 99- se instaló cómodamente en París, no había permanecido en el mismo lugar más de dos o tres meses si exceptuamos, precisamente, la temporada durante la cual transcurrió lo que le voy a relatar. Esto, por supuesto, desde que en 1863, cuando contaba catorce años, abandonó su hogar de Raleigh. Pero espere, creo que no lo estoy contando bien: me temo que estos preámbulos -un tanto incoherentes, además, por no ser intencionados- no hacen sino demorar lo esencial de esta narración y aburrirle, cosa que en ningún caso debería suceder. No diré que el relato haya por fuerza de agradarle o divertirle. No es agradable ni divertido, pero, al menos en principio y en teoría, nunca debería aburrirle. Tal vez se haya usted ya fijado en la fecha que he mencionado, la fecha en que Kerrigan salió de su casa para no volver más: 1863. En efecto, lo hizo para incorporarse a filas a pesar de su extrema juventud y, según me dejó entrever en su abrumadora charla, combatió sin descanso hasta el final de la guerra. Cuando regresó a su casa la encontró en ruinas, quemada y saqueada, y aunque no halló los cadáveres de sus padres y su hermana, no se dedicó, como hacían muchos otros soldados de la época, a buscar su paradero, pues las posibilidades de encontrarlo eran en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias, al parecer, nulas o en todo caso mínimas. Las familias que habían escapado con vida de las matanzas de Sherman y Schofield se refugiaban en los lugares más insospechados y a veces, si les era posible, emprendían largos viajes hacia el oeste sin mirar atrás. Por otra parte, Kerrigan supo que su hermano mayor, Alastair, había perecido de forma horrible en la segunda batalla de Bull Run. A partir de entonces -en realidad ya lo había hecho antes, al dejar su casa para ir al frente- decidió que la única manera de sobrevivir era no preocupándose más que de sí mismo y se propuso seguir solo su camino, cuya única meta clara, desde entonces y a lo largo de toda su vida, fue la de hacerse inmensamente rico. Nunca he tenido que empuñar un arma en un campo de batalla, pero me imagino que hacerlo lleva consigo más de una determinación, entre ellas, sin duda, la de dejar de lado todos los escrúpulos que se puedan tener. Exactamente fue en eso en lo que Kerrigan se convirtió a la edad de dieciséis o diecisiete años: en un hombre sin escrúpulos. No es que con su forzada participación en una guerra a tan temprana edad intentara justificar todos los delitos que ha cometido, pero sí quiso darme a entender que, en su situación de 1865 -después de haber sido derrotado y con tan sólo unos leves conocimientos de francés y cultura general-, no tenía más opción que la de hacerse un hombre duro e incluso cruel, sin miramientos de ninguna clase. La cantidad de fechorías y crímenes que Kerrigan ha cometido a lo largo de su azarosa existencia es incontable y no seré yo quien los divulgue, por dos razones esenciales: la primera es que, si bien no de una manera convencional, Kerrigan y yo hemos llegado a ser buenos amigos y no me parecería elegante ni correcto relatar, aun con su consentimiento, los detalles de sus desmanes, de los que, por otro lado, está completamente arrepentido en la actualidad; la segunda razón es más simple y menos noble: a nadie puede gustarle escuchar sus sanguinarias hazañas, en las que tienen cabida desde el robo a la mutilación, desde la violación a la trata de esclavos, desde la traición al asesinato, desde la tortura a la estafa y al desfalco, desde la calumnia a la delación. Espero que no me lo reproche, pero en verdad me siento incapaz de repetir, palabra por palabra, las confesiones que Kerrigan me hizo hace unos días. Lo que nos atañe, por lo demás, lo que en cierto modo provocó su enclaustramiento con cinco botellas de whisky y más tarde su censurable actuación sobre la cubierta del barco, que puso en peligro, entre otras, la vida de la señorita Bonington, su… ¿prometida? -no conteste, por favor, al fin y al cabo no es asunto de mi incumbencia: es tan sólo, una vez más, mi reprobable, insaciable y nunca escarmentado afán de saberlo todo-, no tiene mucho que ver con la figura de un desalmado. Le diré, no obstante, y para evitar que la opinión que se está usted formando de él -lo adivino en su estupefacta mirada- se asiente definitivamente en su cabeza, que el capitán Kerrigan no es en la actualidad una persona despreciable, miserable, perversa o ruin. El cambio que se ha operado en él con el transcurso de los años es más que notable, y hoy en día nos encontramos ante un típico caso de hombre atormentado por su pasado, casi totalmente arrepentido de él, y relativamente redimido. Por ello le pido que no lo juzgue con demasiada severidad; recuerde que fue el mismo Kerrigan, en definitiva, quien me rogó que les contara esta historia a la señorita Bonington (de cuya ausencia ahora casi me alegro) y a usted, señor Bayham, con el fin de obtener su comprensión -por no decir su perdón-. Lo cual, al parecer -y ello le honra-, tiene una enorme importancia para él. Corría el año 1892 y Kerrigan, con ya cuarenta y tres, se encontraba, arruinado y prematuramente envejecido, en la ciudad portuaria de Amoy, en el estrecho de Formosa. Durante siete largos años había permanecido en los Mares de China traficando -unas veces legalmente, las más sin autorización- en todo tipo de artículos. No era un contrabandista a gran escala; quiero decir que los trayectos que hacía con su pequeña embarcación no eran largos. Los productos que transportaba nunca procedían de América o Europa, y su comercio, por tanto, se reducía al Mar Meridional de la China, al Mar de Java, al Golfo de Bengala y en alguna ocasión excepcional -cuando se trataba de llevar algún artículo de primer orden o una carga cuyo transporte ilegal estuviera especialmente penado- al Mar de Omán. Era, pues, un contrabandista local; aunque las distancias que he mencionado sean ciertamente considerables así son llamados los traficantes que se limitan a hacer ese recorrido. A pesar de que los focos más importantes de comercio en esa zona están situados en Hong-Kong, Macao, Shanghai, Singapur y Batavia, Kerrigan, modesto en sus ambiciones y previendo que en esta ciudad la competencia sería prácticamente nula, se había instalado en Amoy, un puerto de segunda o tercera categoría, con escaso control por parte de la policía y mayor facilidad para encontrar buenas ofertas por productos de mediocre calidad, como eran los que él introducía en el país. Su negocio, como podrá usted suponer, no era ni demasiado espectacular ni demasiado rentable, pero siete años son mucho tiempo y poco a poco Kerrigan se fue haciendo rico hasta lograr montar con la ayuda de un socio, casi dos años antes de su quiebra, nada menos que una compañía de navegación. Aunque ésta era de corto alcance -tenía una docena de embarcaciones que hacían recorridos entre Amoy y Malaca, entre Singapur y Bintulu, entre Fu-Cheu y Luzón- empezó a dar frutos al poco tiempo, y Kerrigan y su socio, un alemán llamado Lutz, con el que también compartía sus negocios de contrabando, comenzaron a nadar en la abundancia y se convirtieron en una especie de caciques de la ciudad de Amoy. Al tener dinero se hicieron prestamistas y, con la impunidad que les proporcionaba su condición de occidentales, se dedicaron a explotar a la población. Los intereses que cobraban a los confiados nativos por sus préstamos eran desorbitados, y cuando alguno de ellos no podía pagar dentro del plazo establecido, Lutz, un rubicundo de fuerte complexión y aún mayor crueldad que la del capitán Kerrigan, lo buscaba por toda la ciudad hasta encontrarlo y lo apaleaba sin compasión hasta la muerte. Este caballero era en verdad temible, insolente y despótico. Gordo más que corpulento, de cara redonda coronada por una estropajosa mata de cabellos rubios y ondulados, no rebasaría los cuarenta. Todo él era sonrosado y cuando se excitaba o enfurecía su rostro se hinchaba alarmantemente y una gruesa vena aparecía en su frente o en su cuello, según la estación del año. Vestía siempre con la misma ropa: un traje blanco y arrugado cuyos pantalones le quedaban demasiado anchos, unos botines negros que -quizá porque contrastaban con su desaliño general- relucían mucho, camisas de color crudo o azul claro y una corbata granate tan ancha que cuando se desabrochaba los botones del chaleco cubría por completo su voluminoso estómago. A estas prendas añadía, de vez en cuando, un desgastado sombrero panamá y un bastón descomunal. Sus ojos eran diminutos y por ello de color indescifrable, su mentón inexistente y su nariz indudablemente alemana. De estatura mediana, la grasa hacía de él un hombre bajo y desproporcionado; y a pesar de que llevaba el cinturón muy alto, sus piernas resultaban cortas. Solía pasear todas las mañanas por el puerto observando con mirada displicente las maniobras de los marinos y los estibadores; con su bastón en la mano, adoptaba los ademanes de un estricto general pasando revista a sus tropas, y aunque los nativos se mofaban de él a sus espaldas, su presencia en cualquier lugar de la ciudad imponía respeto y temor. Kerrigan era, seguramente, tan despiadado como él, pero sus ambiciones eran más abstractas y por tanto mayores que las de Lutz y por ello dejaba que el alemán se ocupara como era su deseo de las cuestiones públicas -por llamar de alguna manera a sus obligaciones: tratar con los subordinados, cobrar las deudas, sobornar a las autoridades y en definitiva ser la cabeza visible de Kerrigan amp; Lutz / Compañía de préstamos y navegación-, haciéndose él cargo de la administración. Por ello era Lutz quien despertaba el miedo entre los habitantes de la ciudad y quien recibía todas las peticiones y ruegos, pues aquéllos, acostumbrados a tratar con él y a sufrir sus frecuentes arrebatos de ira, le consideraban el dueño y señor de la sociedad, cuando en realidad Lutz, en muchas ocasiones, se limitaba a cumplir las órdenes que en forma de sugerencias Kerrigan le daba. Huelga decir que éste era el verdadero cerebro y organizador de Kerrigan amp; Lutz, no sólo porque era más inteligente y astuto sino también porque nuestro capitán, antes de instalarse en Amoy, había ejercido numerosas profesiones, entre las que se contaban más de una de índole semejante a la que desempeñaba en aquel puerto chino. La aportación de Lutz al negocio había sido principalmente monetaria. Había conocido a Kerrigan diez años antes en África, cuando ambos se dedicaban al negocio de trata de esclavos; Kerrigan, tal vez pensando que aquello era demasiado innoble -como creo que ya le dije, su arrepentimiento fue a regañadientes y gradual-, lo había abandonado rápidamente, pero Lutz había seguido con ello cuatro años más, durante los cuales se había enriquecido. Y, enriquecido, había huido del continente africano perseguido por la justicia de varios países y se había establecido en Batavia sin ningún fin determinado. Allí empezó a dilapidar la fortuna que principalmente había acumulado en el Sudán hasta que Kerrigan, en uno de sus viajes a esa capital, se lo encontró y le propuso la fundación de la compañía. Lutz era, pues, un hombre poco inteligente, menos previsor y un tanto tosco que vivía sin planes y perdía el dinero con la misma rapidez con que lo ganaba. Para él no había más futuro que el inmediato y si accedió a tener una participación en el proyecto de Kerrigan fue porque cuando éste se lo sugirió no tenía nada que hacer ni ninguna fechoría en perspectiva y no porque, como Kerrigan, pensara que ya iba teniendo edad para retirarse y que establecerse en algún lugar concreto con algún negocio concreto fuera la única forma de hacerlo con tranquilidad y de asegurarse el porvenir -pues el capitán Kerrigan, ya desde entonces (al fin y al cabo sólo siete años antes de instalarse en París), pensaba seriamente en la posibilidad de poner un punto final a sus continuos traslados-. Así pues, Kerrigan dejaba hacer a Lutz, a quien deseaba tener contento, y con ello, además, lo mantenía apartado de los asuntos que no le incumbían, tales como la contaduría y los contratos de la sociedad. No quiero decir con ello que Kerrigan engañara a su socio; conociéndolo como lo conocía eso nunca se le hubiera ocurrido. Lutz, aunque no inteligente, era listo -no en balde había actuado al margen de la ley durante toda su vida sin haber sido apresado más que una vez- y procuraba inspeccionar mensualmente las cuentas de Kerrigan y comprobar los números con gran minuciosidad. Aun siendo copropietario prefería cobrar un sueldo semanal de manos de Kerrigan a tener que hacer balances, presupuestos, deducciones de gastos y demás para luego extraer la cifra que le correspondía de las ganancias netas. Permitía -y en realidad también agradecía- que Kerrigan se ocupara de ello y él se limitaba a revisar las operaciones del americano y a cuidarse de no ser estafado. Él escogía, en definitiva, las actividades más ruines. Pero el método de cobro que Lutz había ideado para sí no era perfecto ni mucho menos y, sobre todo, tenía un gran defecto: las cantidades que Lutz percibía cada semana eran, obviamente, algo reducidas. Y el alemán, como siempre había hecho durante toda su agitada existencia cuando había dispuesto de dinero, se lo gastaba. Mientras Kerrigan, que sacaba su parte de la caja mensualmente, guardaba casi el total de sus ganancias particulares o lo invertía, Lutz, en algunas ocasiones, hasta; se veía obligado a pedirle que adelantara en veinticuatro o cuarenta y ocho horas la fecha -sábado- señalada para cobrar, a tal velocidad consumía sus honorarios. Y esto sucedía eminentemente porque Lutz no tenía capacidad de organización. Kerrigan había hecho su hogar de tres habitaciones desocupadas del edificio -de madera y de una sola planta- que hacía las veces de oficina de Kerrigan amp; Lutz, mientras que éste vivía en el único hotel europeo de la ciudad; Kerrigan vivía con más que holgura pero sin alardes mientras que Lutz despilfarraba el dinero sin el menor reparo; Kerrigan, en definitiva, llevaba una existencia sobria mientras que Lutz la llevaba desenfrenada. Por culpa de todo ello y de las muchas horas que pasaba en los fumaderos de opio de la ciudad, el alemán, en realidad, era más pobre que cuando llegó a Amoy, y si bien no se dio cuenta de ello durante los seis primeros meses de su asociación con Kerrigan, sí lo notó a partir de entonces y sobre todo cuando, al año de su alianza, el capitán le propuso comprarle su parte del negocio. Se habían reunido en la casa de éste para celebrar con una cena el primer aniversario de Kerrigan amp; Lutz. El festejo fue alegre y brillante, y ya estaban en los postres cuando Lutz, que en contra de lo que se podría suponer a juzgar por su descripción era abstemio, decidió hacer una excepción para poder brindar por la continuidad y la creciente prosperidad de la firma, como él llamaba a la compañía. Kerrigan, como bien sabemos, no es abstemio, y aquella noche había bebido algo más de la cuenta. Creyó que el brindis de Lutz era sarcástico y sintió descubiertas sus intenciones; y torpe y atolondradamente, sin haber podido preparar su discurso ni la manera de decirlo, le hizo su oferta. Lutz no pudo disimular su sorpresa y se quedó paralizado en su silla. Pero Kerrigan no lo advirtió, borracho como estaba, y siguió esbozando argumentos para justificar sus propósitos de adquisición sin que el alemán pudiera sentirse ofendido. Éste, por una vez más astuto que su socio, calló y le dejó exponer sus ideas, y cuando Kerrigan hubo terminado Lutz levantó su copa en alto, repitió el brindis y se la bebió de un trago. Kerrigan hizo otro tanto y se quedó a la expectativa de lo que el otro pudiera decir o hacer. Lutz, entonces, se puso en pie, cogió su sombrero y su bastón y ya en la puerta se despidió de él hasta el día siguiente y dijo: