El duelo no tuvo historia: al ser Arledge el ofendido tuvo el derecho a hacer el primer disparo. No hubo más. Su bala se incrustó en la frente de Meffre. Éste se desplomó sin un quejido y seguramente sin tiempo para darse cuenta de que había sido alcanzado. Sus padrinos (el horrorizado señor Littlefield y el señor Beauvais), graves y compungidos, recogieron su cuerpo del suelo y sin decir ni una palabra se retiraron con el cadáver. El disparo seco, por suerte, no había despertado a nadie: probablemente los vigías se habían dejado vencer por el sueño con la llegada del alba. Lederer Tourneur, disgustado pero convencido de que se había hecho justicia, les siguió un minuto después, y Arledge y Bayham, entre indiferentes y afectados, se encaminaron hacia el camarote de Fordington-Lewthwaite con el fin de informarle acerca de lo que había ocurrido.

Léonide Meffre no era una persona agradable, como es bien sabido, ni tampoco un personaje interesante. Sin embargo, el odio y el desprecio que Arledge le profesaba no eran exactamente compartidos por el resto de los viajeros, que veían en él a un hombre mediocre con ínfulas de gran señor y de mayor poeta: aburrido, falto de buen gusto y de imaginación, charlatán, indiscreto y a menudo agobiante, pero, por lo demás, totalmente inofensivo. Por ello el impacto que produjo su muerte entre los pasajeros del Tallahassee no fue muy hondo en ningún sentido y puede decirse que -ya cansados, imperturbables e incapaces de experimentar sorpresa o dolor con anterioridad- adoptaron la postura no sólo más cómoda sino también más lógica de cuantas se les ofrecían: esto es, ignorar -que no olvidar- los hechos acaecidos. Tal vez tachar de inocente a la señorita Bonington por esperar si no arrepentimiento sí al menos condolencia por parte de Arledge tras la muerte de su adversario pecaría de injusto, pues ella, huelga decirlo, nunca supo del verdadero carácter del novelista, y menos aún de sus maquinaciones o de la premeditación que acompañaba a todos sus actos a bordo de aquel velero. Pero, inocente o no, lo cierto es que lo esperó, primero con confianza y luego con indignación, siempre en vano. De no haber sido por esto la muerte de Léonide Meffre no habría tenido ninguna resonancia y se habría limitado a desempeñar la función que Arledge le había encomendado; pero al entrar en juego cierto tipo de sentimientos imprevistos, con los que Arledge apenas si había especulado y ante los cuales, más que nada por inexperiencia, se sentía indefenso y desarmado, sus aspiraciones, una vez más, se vieron amenazadas por el fracaso y la consecución de sus propósitos demorada. La indiferencia con que los navegantes del Tallahassee acogieron la noticia del duelo y sus resultados, lejos de aplacar la violenta reacción de la señorita Bonington, le dio una dimensión mayor. Si el descontento hubiera sido general y la existencia de Arledge unánimemente condenada, los arrebatos de la joven habrían pasado inadvertidos y sus acusaciones habrían carecido de toda relevancia, pero, aislados y portadores de un furor poco menos que adolescente, sus consecuencias fueron nefastas para los planes del novelista. La señorita Bonington, quizá tan afectada después de la muerte de Meffre precisamente por no haber tratado de evitarla cuando ello había estado en su mano, reprendió en primer lugar a Hugh Everett Bayham por su participación en lo que ella consideraba un verdadero asesinato. El pianista, en vez de defender -como hasta entonces había hecho- los planteamientos generales del duelo, se limitó a justificar su presencia en cubierta a las seis de la mañana alegando en su descargo que un caballero nunca podía negarse a apadrinar a un amigo en tales circunstancias, sobre todo cuando éste se lo había pedido directamente. Interesante sería saber -y me temo que Victor Arledge llegó a averiguarlo- cuáles eran con exactitud los términos de la relación entre Bayham y la señorita Bonington, pero por lo que yo he logrado desentrañar hasta el momento imagino que respondía a esa clase de situaciones, sumamente penosas de contemplar y que por lo general llevan a la despersonalización de una de las dos partes, que tanto se dan entre las jóvenes parejas próximas a contraer matrimonio: el más absoluto servilismo (o buen conformar) por un lado -el del enamorado verdadero; en este caso, sin duda alguna, el de Hugh Everett Bayham- y el capricho inconsecuente y doblemente pernicioso por el hecho de saberse de antemano complacido por otro -el del que simplemente se deja querer: en la mayoría de los casos, en contra de lo que podría suponerse, el menos inteligente-. O al menos este esquema -sencillo y un tanto rudo, he de reconocerlo- correspondería perfectamente con los motivos que -caso de preguntárnoslos- debieron de impulsar a Hugh Everett Bayham a tomar la decisión, al día siguiente de la muerte de Léonide Meffre, de no volver a poner los pies sobre la popa del velero, y de -tal vez no como producto de una reflexión pero sí de un razonamiento intuitivo- retirar el saludo a Victor Arledge. Como digo, la resolución del pianista fue apresurada en exceso y es muy probable que ni siquiera la palabra razonamiento sea aplicable al caso; tal vez se trató de instinto y de una torpe asociación de ideas, léase unir el descontento de su amada con la figura del novelista inglés, que muy remotamente lo había provocado, pero que, para su infortunio, desde luego sufrió las consecuencias.

Hay un momento en los intereses de personas, cuando el recorrido para la consecución de aquellos es arduo y difícil, o cuando son duraderos y por tanto su progresión o disminución es gradual, en que a la persona en cuestión se le plantea una alternativa trascendental. Víctor Arledge, tal vez, creyó que lo que se le presentó al abandonar Alejandría era esa alternativa y en aquel momento tomó una decisión que más tarde pospondría en favor de la opción contraria, animado por lo que él -frívolamente- consideró un avance de tal magnitud en sus relaciones con Hugh Everett Bayham que poco importaba dar un vuelco a sus prevenciones. Pero ello, evidentemente, indicaba que sus intereses aún no habían tenido tiempo suficiente para hacerse acreedores de la necesidad de escoger la alternativa mencionada, y por ello -por haber ya gozado en una ocasión del privilegio de decidir, por haber atravesado ya esa experiencia-, cuando la verdadera necesidad apareció podría decirse que le pilló desprevenido, y se sintió confuso, aturdido y dubitativo. Victor Arledge, para entonces, se había visto obligado ya en dos ocasiones a vencer prejuicios, a desoír reparos y a actuar según los dictados de su imaginación, haciendo caso omiso de las reglas y principios que habían hecho de él un hombre lúcido y conservador; y a cada una de estas ocasiones o decisiones había seguido la absoluta certeza de que, una vez ejecutados sus planes, conseguiría llevar a cabo sus propósitos finales. Pero sus propósitos, que habían empezado por consistir en descubrir qué le había sucedido con exactitud a Hugh Everett Bayham en Escocia, así como las causas de su secuestro, con el transcurrir del tiempo habían cambiado: sus propósitos -lo que deseaba hacer y no lograba, lo que constituía su interés duradero de arduo y difícil recorrido- entonces, concretamente antes y después de la muerte violenta de Léonide Meffre, eran otros; sus propósitos consistían en lograr hablar, en conseguir mantener una larga conversación con Hugh Everett Bayham. Y las obsesiones, obcecaciones y ofuscaciones a las que antes hice referencia tenían como punto de partida esa demanda insatisfecha y no, en consecuencia, sus iniciales deseos provocados por la curiosidad. Por todo ello la postura que señorita Bonington adoptó después de los últimos sucesos, así como las derivaciones de su enconado reproche, representaron para Arledge un duro golpe cuyo impacto ni siquiera trató de atenuar mediante infundados optimismos que aconsejan no darse nunca por vencido. Ante aquel nuevo revés tuvo que reaccionar con paciencia, y fue entonces cuando verdaderamente hubo de tomar una decisión ante el dilema que se le presentaba: la suerte no le favorecía y a pesar de sus muchas y hábiles estratagemas no lograba alcanzar sus propósitos. Volvió a la realidad y por unos instantes divisó la costa y vislumbró el rumbo que llevaba el Tallahassee. Acodado sobre la barandilla, al anochecer, observando las costas de Argelia, llegó incluso a preguntarse si todos aquellos esfuerzos valían la pena. Por su mente desfilaron imágenes de hechos y lugares que había olvidado hacía tiempo: su piso de la roe Buffault, el teatro Antoine, Mme D'Almeida, la visita de Kerrigan, la carta de Handl, el apartamento de su hermana, la reciente muerte de su amigo Francis Linnell, el trayecto en tren que tuvo que hacer para despedirse de sus padres, el coronel McLiam, el puerto de Marsella y algunos versos de Jones Very. Encendió un cigarrillo y, sin darse cuenta, dejó que la cerilla se consumiese entre sus dedos. La tiró al agua y se frotó la mano contra su elegante chaqueta beige. Con un gesto de fatiga aspiró la brisa de la noche recién llegada y, apoyándose en el bastoncillo con empuñadura de oro y marfil que en algunas ocasiones llevaba -las más de las veces a manera de adorno-, se encaminó hacia la asfixia de su camarote.