Cuando me desperté a la mañana siguiente, más tarde de lo que acostumbro, sin acordarme para nada del señor Branshaw, algo aletargado tal vez por la última copa de oporto, una sirvienta estaba poco menos que aporreando mi puerta y me anunciaba con insistencia que la señorita Bunnage me aguardaba en el salón desde hacía diez minutos. Me pregunté durante unos segundos quién podría ser la señorita Bunnage y acto seguido me levanté, ordené a la criada que preparara desayuno para dos y que le comunicara a la señorita la Bunnage que bajaría en cinco minutos, y me apresuré a lavarme y vestirme sin volver a preguntarme por la posible identidad de aquella dama que, de hecho, ¿por qué no decirlo?, había tenido el descaro de presentarse en mi casa sin previo aviso a las nueve y media de la mañana. De no muy buen talante bajé por fin y, antes de que atravesara la puerta del salón, la damita de la noche anterior salió a recibirme, llena de excitación.

– Perdone mi atrevimiento -dijo-. Iba ya hacia la casa del señor Branshaw y al pasar por aquí pensé que podría recogerlo. Tengo un coche esperando fuera y ya llegamos tarde a la cita. No recordaba a qué hora habíamos quedado con el señor Branshaw y por ello, con escaso éxito de todas formas, sólo me atreví a insinuar la conveniencia de tomar algo antes de encerrarnos en una casa para escuchar una novela de quién sabía qué longitud. Pero la señorita Bunnage era intransigente y no quiso ni oír hablar de ello. Me cogió de un brazo mientras repetía una y otra vez que el coche estaba esperando y me vi obligado a seguirla. Una vez puestos en marcha pareció calmarse y pude observar que llevaba una carpeta llena de hojas en blanco.

– ¿Cree usted que el señor Branshaw me dará algo de comer si se lo pido? -dije.

La señorita Bunnage sonrió y contestó: -No se preocupe, se lo pediré yo. – Y añadió-: ¿Sabe? Esta cita es muy importante para mí. Si todo resulta como yo espero, podré evitar una injusticia.

– Creí que simplemente le interesaba Víctor Arledge -comenté yo.

– Y así es.

– Ah.

Callé, entre divertido y molesto. El señor Branshaw nos acogió con más simpatía de la que había demostrado la noche anterior en mi casa durante aquella velada cuyas consecuencias, por el momento, empezaban a resultarme intolerables. Nos introdujo en una espaciosa biblioteca de estanterías blancas, y mientras preparaba algo de desayuno para mí a instancias del censurable desparpajo de la señorita Bunnage -que en más de una ocasión me haría sonrojar-, pude inspeccionarlas y comprobar que el señor Branshaw sólo leía filosofía y poesía, y muy poca novela Sobre la chimenea, en lugar de la obligada escena de caza de mal gusto o copia de un Constable, había un gran tablero de madera en el que se podía leer, inscrito:

“’Tis to yourself I speak; you cannot know
Him whom I call in speaking Duch a one,
For you beneath the Herat lie buried low,
Which he alone as living walks upon:
You may at times have heard him speak to you,
And often wished perchance that you were he;
And I must ever wish that it were tare,
For then you could hold fellowship with me:
But now you hear us talk as strangers, met
Above the room where in you lie a bed;
A word perhaps loud spoken you may get,
Or hear our feet when heavily they tread;
But he who speaks, or him who’s spoken to,
Must both remain as strangers still to you”

La señorita Bunnage, acomodaba sin duda en el mejor sillón de la habitación, había abierto su carpeta, extraído de ella sus inmaculados folios y, pluma en mano, esperaba con impaciencia a que Branshaw reapareciera con una bandeja y después a que yo, desasosegada y precipitadamente, acabara de tomar mi café y mis tostadas con mermelada de frambuesa. Cuando lo hube hecho Branshaw retiró la bandeja y salió de la biblioteca para reaparecer unos minutos más tarde con el deseado manuscrito encuadernado en azul marino. Agitó el libro levemente y lo puso sobre las rodillas de la señorita Bunnage, que se conformó con mirar la cubierta y me lo dio a mí (La travesía del horizonte, sin el nombre del autor: abrirlo me pareció descortés). Branshaw, entonces, volvió a cogerlo de mis manos, tomó asiento, lo abrió por la primera página y dijo:

– La travesía del horizonte: libro primero. «'Tis to yourself I speak.» -y leyó la cita entera.

– ¿De quién es el poema? -pregunté yo mirando hacia el tablero que colgaba sobre la chimenea.

Branshaw iba a contestar cuando la señorita Bunnage se le anticipó:

– De Jones Very -dijo, y añadió-: Continúe, por favor, y de ahora en adelante les rogaría que guardasen silencio absoluto.

El señor Branshaw volvió a leer la cita de Very con delectación, hizo una breve pausa, nos miró, y por fin dio comienzo a su lectura:

«Acababa de regresar la partida capitaneada por el veterano médico de la Expedición Ballenera de Dundee William Speirs Bruce, y Jean Charcot, desde el Français, enviaba noticias que apasionaban a la alta sociedad parisina cuando Kerrigan concibió la idea de organizar una expedición cuyos componentes fueran hombres y mujeres de letras, es decir, aquellas personas que diariamente devoraban las informaciones procedentes de la península de Palmer y se reunían en los cafés para comentar una y otra vez la audacia de aquellos pioneros y expresar sus fervientes deseos de embarcarse, aunque sólo fuera en calidad de lavaplatos, en alguno de aquellos navíos nórdicos o británicos, en pos de aventuras plagadas de riesgos o e incomodidades, pero también de insospechadas experiencias cuya narración podría hacer las delicias de sus amistades o lectores.

El plan de Kerrigan, hombre encantador pero dominado por una inconsciencia más digna sin duda de un adolescente que de un hombre de su edad, era desde el principio tan descabellado como atractivo, y fue a todas luces esta falta de rigor y la jovialidad que rodeó a todo el asunto lo que hizo que una mañana, mientras el escritor Victor Arledge desayunaba en su terraza y hacía trabajar a su imaginación en busca de alguna excusa tan veraz y extravagante a un mismo tiempo que le permitiera dejar de asistir al estreno de la adaptación teatral de su última obra sin que la expectación del público decayera a falta de su presencia, fue esto y no otra cosa, repito, lo que hizo que la prudencia y la serenidad que por lo general precedían a sus decisiones desaparecieran sin oposición ante los sugerentes argumentos de Kerrigan. Era aquella idea tan insólita, tan ingenua la excitación de Kerrigan, que al principio Arledge no pudo por menos de sonreír; pero a medida que la locuacidad de su amigo le iba proporcionando imágenes llenas de exotismo e inverosimilitud, y sobre todo cuando éste, morosamente, sacó de su cartera un papel con la lista de personas que ya habían aceptado su ofrecimiento y se la mostró no si cierta ostentación, sus ya muy debilitadas defensas se vinieron abajo de manera definitiva y no tuvo el menor reparo en estampar su firma en una tarjeta de embarque que ya llevaba impresos su nombre, dirección y nacionalidad.

Pocos días después la noticia se hizo pública, y los futuros pasajeros del Tallahassee se vieron asediados por periodistas de toda Europa; los preparativos, fines y carácter del viaje fueron objeto de concienzudos análisis e informaciones hasta el punto de que los expedicionarios llegaron a saber, por medio de la prensa, algo que habían ignorado (y quizá habían tratado de ignorar) hasta entonces: cuáles eran sus intenciones. Los titulares de las primeras páginas, por lo general, rezaban así: "Proyecto literario más allá de toda ambición. Un numeroso grupo de ilustres escritores y artistas ingleses y franceses realizará un viaje a la Antártida con el fin de hacer, a su regreso, una obra literaria conjunta y un gran espectáculo musical basados en sus experiencias en el polo".