Todos miraron en la dirección que Florence Bonington había indicado y escrutaron durante unos segundos al hombre en cuestión.

– No, no es él -dijo Bayham-. Littlefield es más alto y más elegante.

– Es muy rico, ¿verdad?

– En efecto: millonario. Por eso escribe tanto. No tiene que hacer absolutamente nada para ganar las ingentes cantidades de dinero que diariamente se embolsa. Eso le deja libre todo el tiempo que necesite para escribir sus novelas.

– ¿Ha leído alguno de ustedes su obra Louisiana?

– No -contestaron los cuatro hombres a coro.

– Es buena, pero demasiado truculenta. Da la sensación de que Nueva Orleáns sólo está poblada por especuladores despiadados.

Arledge no pudo resistir la tentación de intervenir, a pesar de que, mientras hacía su observación, se daba cuenta de que su método resultaba torpe e inadecuado.

– Tal vez Nueva Orleáns sea aún más peligrosa que Londres o Alejandría.

– Es muy posible -dijo Meffre-. Un amigo mío estuvo allí tres meses y le atacaron cuatro veces.

– ¿A usted le atacaron en Londres, señor Bayham? -dijo Arledge rápidamente.

– No -respondió Bayham.

– ¿Qué le sucedió entonces? -volvió a insistir el novelista inglés. Se dio cuenta, de nuevo, de que su interés era demasiado evidente. No acababa de comprender a qué se debía su impaciencia y su falta de tacto, y por su cabeza cruzó, fugazmente, la idea insólita -e inmediatamente desechada- de que tal vez no deseaba llegar a saber nunca los pormenores de aquel argumento, de que quizá lo que en verdad quería era no llegar a desentrañar nunca aquel misterio y poder observarlo siempre en su primer e insatisfactorio estado. Iba a añadir, sin embargo, algo a su pregunta con el objeto de hacerla más casual cuando el doctor Bonington habló.

– Yo fui atacado una vez en Leyden.

Arledge, nervioso y exasperado, se irguió en su silla, dispuesto a no permitir que el hilo de la conversación se perdiera de nuevo. Tal vez se había precipitado al interrogar tan directa e insistentemente a Bayham cuando apenas si le conocía, pero seguramente, pensó, había actuado de forma tan insensata al comprobar con desilusión que el doctor Bonington no respondía en absoluto a las características del caballero del coche. Ello le habría irritado y ahora no iba a dejar que aquél echara a perder definitivamente sus impulsivos avances. Pero no pudo evitarlo. El doctor Bonington empezó a contar, con tono evocador, anécdotas de su vida estudiantil en Leyden que versaban sobre gran cantidad de temas, todos igualmente insípidos: una cantante de cabaret, un misterioso estudiante algo mayor que él cuya familia había ido desapareciendo de forma inquietante (cada miembro había sido visto por última vez el 6 de abril de cuatro años consecutivos), un profesor que había sido acusado de asesinato, un relojero que coleccionaba manos, un amor adolescente y otras mentiras. Arledge pensaba que nunca tendría la oportunidad de sonsacar a Bayham con calma y discreción y, mudo, observaba con rencor al doctor Bonington, que le aburría lo indecible con aquel relato acerca de las estúpidas andanzas de un frívolo y vulgar estudiante de medicina y que no parecía dispuesto a terminar nunca. Al parecer tampoco a Léonide Meffre le divertían las historias del padre de Florence, porque -como casi siempre: incorrecto- le interrumpió para pedir más cerveza a un camarero, si bien se disculpó al instante y le rogó que continuara.

Pero el doctor Bonington parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría.

– No se preocupe, querido Meffre. Mi charla no es agradable ni delicada y debo de estarles aburriendo. Además, si queremos almorzar en el barco hemos de emprender el regreso ahora mismo. Se ha hecho muy tarde; será mejor que anule la cerveza.

Meffre así lo hizo, y Bayham, a pesar de las protestas de Arledge y Bonington, pagó; y todos, de no muy buen humor, por cierto, se encaminaron hacia el muelle. Meffre se puso junto a Florence y su padre, que iban delante, y Arledge se emparejó con Bayham. Caminaban en silencio, algo incomodados y sin saber qué decir; Arledge se repetía una y otra vez que aquella era la ocasión propicia para interrogarle sin testigos acerca de lo sucedido en Escocia, pero los fallidos avances que había hecho durante la conversación en el café retenían involuntariamente sus palabras. Por fin, casi sin darse cuenta de que lo hacía, dijo:

– No acabó usted de contarme su aventura, señor Bayham. ¿Sería demasiado pedir que lo hiciera ahora?

Bayham se paró en seco. -¿Por qué tiene tanto interés, señor Arledge? Dígame.

– Simple curiosidad.

– ¿Simple curiosidad? Me parece que es algo más. Ha insistido sobre este punto durante todo el rato que hemos estado ahí sentados. Creí que se habría dado cuenta de que no me gusta hablar de ese asunto. Confiaba más en su perspicacia.

Aquella contestación tan directa desconcertó a Arledge, que no supo qué decir.

– Me he dado cuenta -dijo al cabo de unos segundos- de que ni el doctor Bonington ni su hija querían hablar de ello, no de que usted no quisiera hacerlo. Cada vez que usted iba a empezar a contar lo que sucedido, ellos le cortaban.

– Estimado señor Arledge, si ellos me cortaban es porque saben que no me gusta hablar de ello. Lo hicieron con el fin de evitarme lo que usted, con cierta falta de tacto, debo decirlo, me está obligando a hacer ahora: darle una negativa clara y rotunda. No deseo hablar de aquel episodio, si a usted no le molesta.

Arledge pareció abochornado y su rostro se tornó púrpura; miró hacia otro y echó a andar. Bayham también lo hizo. Este, por su parte, pensaba si sus palabras no habrían sido demasiado duras.

– ¿Cómo se enteró de mi aventura? -preguntó ya en otro tono, más afable-¿Por la prensa? La noticia que dieron los periódicos carecía de interés.

– Lo supe por Handl -respondió Arledge.

– ¿Por Handl? Entonces no veo el porqué de tanta curiosidad. Handl fue la primera persona que escuchó mi relato; la única que lo escuchó de mis propios labios, junto con su esposa y… Debe de saberlo usted todo.

– Supongo que sí -admitió Arledge muy avergonzado-. Me temo que todo esto haya sido innecesario, sobre todo cuando ha hecho que nuestras relaciones sean, desde tan pronto, frágiles y difíciles. Creo que le debo una explicación. Le ruego que acepte mis disculpas.

– Por favor, señor Arledge, no se lo tome usted así. Una vez aclaradas las cosas, el asunto no tiene ninguna importancia. Quizá yo debería haber sido más claro y tajante en el café. Así nos habríamos ahorrado esta ridícula escena. Comprendo que exagero un poco, pero no me gusta hablar de aquello. Me trae a la memoria discusiones de mal gusto que deseo olvidar para siempre.

– Por favor, no es necesario que justifique su postura. Lamento haberme comportado de manera tan estúpida. Le aseguro que no volveré a tocar el tema y le ruego que acepte mis más sinceras excusas y que crea en mi total arrepentimiento.

– Yo también lamento haber estado tan brusco, sobre todo tratándose de usted, una persona a la que admiro profundamente. Hasta cierto punto, señor Arledge, me halaga que se preocupe por algo relacionado conmigo. Mirándolo desde otro punto de vista, es todo un detalle por su parte.

– Gracias, señor Bayham. Le agradezco a mucho esas palabras. Es usted todo un caballero.

– De ello me precio.

Apretaron el paso y alcanzaron, ya junto al puerto, a los Bonington y a Léonide Meffre. Seguían hablando de Leyden o de Louisiana. Las sensaciones de Arledge eran muy confusas.

La última noche de Alejandría fue lúgubre. Los pasajeros, conscientes de que habían terminado las vacaciones -por llamarlo de alguna manera aproximada- que la dilatada estancia en la ciudad egipcia había supuesto y de que, precisamente por haberse producido por causas ajenas a su voluntad, no hallarían continuación, se agruparon taciturnos y cabizbajos en el salón. Los únicos que conservaban cierta alegría cansina eran aquellos pasajeros para los que el final del viaje no estaba demasiado lejos: en Tánger; pero el resto de los expedicionarios, entre los que se encontraban Bayham, los Handl, Florence y el doctor Bonington, Kerrigan, Meffre y Victor Arledge, empezaron a advertir lo efímero de sus propósitos, condenados al fracaso desde mucho tiempo antes, y a desear veladamente que el Tallahassee sufriera una avería de tal calibre que la realización de la ambiciosa empresa resultara imposible. Es más que probable que si los descontentos y las dudas hubieran sido expresados aquella noche por uno solo de los pasajeros la totalidad de ellos habría exigido un inmediato cambio de rumbo hacia Marsella; pero todos, inseguros acerca de los sentimientos de los demás, acallaron sus quejas, y al día siguiente el velero zarpó de nuevo dejando tras de sí no sólo el lugar que aquellos hombres y mujeres, en aquellas circunstancias, habían llegado a adorar, sino también los únicos alicientes que el crucero le había ofrecido a Victor Arledge: la muerte del contramaestre Collins y la posibilidad de averiguar algún día el verdadero significado de las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham. El coche, los secuestradores, la música, la casa junto al mar, el encierro y los celos y rencores de las tres hermanas no tendrían ya explicación.