Durante seis días el Tallahassee navegó rápidamente y tranquilo, siempre junto a las costas del norte de África, sin que surgieran nuevos incidentes a bordo. Aparte del desencanto que había invadido el espíritu de los expedicionarios, sabedores de que el final de la primera etapa se avecinaba, el calor aplastante les restaba fuerzas para imponer sus por entonces vaguísimos deseos en lo que a nuevas escalas y a la administración interna del barco se refería. Las señoras dejaban caer sus abanicos sobre el piso al ser vencidas por el sueño; los hombres se encerraban en sus camarotes o, sin chaqueta y con los botones del chaleco desabrochados, jugaban partidas de naipes o ajedrez; la iracunda tripulación había aplacado sus ánimos y empleaba sus abundantes ratos de ocio en entonar baladas y canciones obscenas que se convertían, al cabo de unas horas, en un murmullo continuo, adormecedor e inofensivo; los investigadores, rechazados por el resto del pasaje desde un principio, se esforzaban por realizar cálculos que dieran algún sentido a su estancia en el velero: enclaustrados en la cabina de Seebohm, el bochorno los desconcertaba; Kerrigan, habiendo dejado sus obligaciones en manos de algún inferior negligente, lamentaba las muertes de tres poneys de Manchuria y, desconsolado y abatido, bebía licores sin parar sentado en un taburete de lo que había dado en llamar pestilente burdel y que no era otra cosa que el bar del salón de fumadores.

Hasta que una noche, mientras el Tallahassee se alejaba de los muelles tunecinos y cuando la mayoría de los que una vez habían deseado ser aventureros estaba reunida en el salón, ya con las luces encendidas, Lederer Tourneur, al mirar los titulares de un periódico que acababa de traerle un camarero y exclamar:

– ¡Qué barbaridad! -consiguió que la animación volviera a reinar en el velero.

– ¿Qué sucede? -preguntó Amanda Cook, la violonchelista, visiblemente alarmada por el comentario rotundo y desaprobatorio del cuentista inglés.

Tourneur no le hizo caso y procedió a leer para sí la noticia, con detenimiento y haciendo aspavientos de incredulidad, mientras ella, inquieta y nerviosa como de costumbre, dirigía su mirada hacia los demás en busca de una respuesta que evidentemente sólo Tourneur podía darle.

– Parece que el señor Tourneur ha descubierto algo -susurró Léonide Meffre al oído de Amanda Cook, pero en voz no lo suficientemente baja como para que los demás no escucharan también su desafortunada e incorrecta observación.

– ¡Es terrible, terrible, sin duda alguna! -murmuraba Tourneur mientras sus ojos recorrían rápidamente las columnas de la primera página-. ¿Dónde van a ir a parar?

– Perdone que interrumpa su lectura, señor Tourneur -dijo entonces Lambert Littlefield, el rico y célebre autor de Louisiana, único americano a bordo aparte de Kerrigan y Marjorie Tourneur-, pero nos gustaría saber qué ha sucedido para que su voz se altere de ese modo.

Tourneur levantó la vista del periódico y miró a la concurrencia expectante. Algunos jugadores, entre ellos Bayham y el señor Bonington, que estaban en una mesa vecina a los sofás que ocupaba el grupo de Littlefield y Tourneur, habían suspendido su partida para acercarse al círculo, atraídos por las exclamaciones de éste, que contestó con gravedad:

– Raisuli, señores, ha secuestrado a otro hombre y a un niño.

– ¿Raisuli? -repitió Florence Bonington-. ¿Quién es Raisuli?

– ¿No leyó usted la prensa de hace un mes? -preguntó Meffre con impaciencia-.

Entonces secuestró a Walter Harris, el corresponsal del London Times. Se estaba tramitando su rescate cuando secuestra a otras dos personas. ¡Es inaudito!

– Nunca leo la prensa -observó Florence-. ¿Quién es Raisuli?

– ¿A quién ha secuestrado esta vez? -preguntó Meffre a su vez, tratando de hacerse notar.

– A un ciudadano norteamericano y a su hijastro -respondió Tourneur-. Atienda, señor Littlefield: se llama Ion Perdicaris. ¿Sabe usted algo acerca de él?

– Es la primera vez que escucho tan extravagante nombre. ¿No da ningún dato el periódico?

– Tan sólo dice que son ciudadanos americanos. Ahora tienen ustedes el mismo problema que nosotros, ¿eh, señor Littlefield?

– Me temo que mi gobierno pedirá al suyo que se encargue de rescatarlos. Si hay alguna representación, digamos semioficial, de Occidente en Marruecos, esa es la británica.

– Ah -intervino Esmond Handl-, lamento recordarle que dentro de unos días habrá una cesión de poderes a Francia por parte de Inglaterra a cambio de total libertad de acción en Egipto. Su gobierno tendrá que pagar, y el suyo, Meffre, será el encargado de llevar a buen término las negociaciones.

– No opino lo mismo -dijo Meffre entonces-. El secuestro se ha efectuado ahora y no dentro de unos días, y es por tanto asunto que incumbe a las autoridades británicas. En Marruecos hace falta mano dura y Francia la empleará. Dentro de unos días, como usted dice, las cosas habrán mejorado notablemente y se habrá puesto un punto final a los desmanes.

– ¿Dónde han sido secuestrados… Perdicarius dijo usted que se llamaban? -inquirió Littlefield. -

– En Tánger y a la luz del día -respondió Tourneur-. Es una vergüenza. Y llevarse a un niño es abominable.

– Por favor -dijo Florence Bonington-, voy enterándome de lo sucedido, pero ¿sería alguno de ustedes tan amable de decirme quién es Raisuli? Lamento ser tan ignorante.

– Tampoco yo lo sé, querida -dijo Marjorie Tourneur poniéndole una mano sobre el brazo cariñosamente.

Víctor Arledge vio que Bayham se disponía a satisfacer el interés de la señorita Bonington y se le anticipó:

– Ahmed Ben Mohammed Raisuli es un jefe local bereber: un caudillo. El pueblo está molesto porque el sultán Abdul Aziz intenta introducir normas europeas en el país. Las tribus bereberes, ante esto, se han rebelado aprovechándose del descontento de la población, que les da ayuda y esconde cuando lo necesitan. Tienen sus campamentos junto a la frontera con Argelia. Raisuli secuestró a Walter Harris y pide por él una suma de dinero elevadísima. Supongo que ahora hará lo mismo con Perdicarius.

– Se olvida usted de algo, señor Arledge -dijo Meffre-. Con ese dinero piensan comprar armas.

– ¿Armas? ¿Acaso piensan en una verdadera revolución? -preguntó Amanda Cook.

– En una insurrección -dijo Littlefield. -

– Pero eso dañaría nuestros intereses, ¿no es cierto?

– En efecto. El momento es crítico. -Una buena medida sería la de evacuar a la población civil europea -apuntó Handl.

– ¿Cree usted que el peligro es tan grande? -preguntó Florence-. ¿Tan inminente?

– Nunca se sabe, señorita Bonington. Si la vida de esos dos hombres y ese niño sólo puede salvarse pagando la suma que piden, es más que posible que los bereberes intenten tornar Melilla con las armas que consigan con ese dinero y eso ya sería un problema de grave solución.

– Que no paguen entonces -dijo Meffre

– Esa es una cuestión muy delicada -intervino Bayham-. Las vidas de tres personas inocentes están en juego. No debería usted hablar tan a la ligera.

– Quisiera saber… -empezó Clara Handl.

– No hablo a la ligera, señor Bayham, téngalo en cuenta. No suelo hacerlo.

– Es una gran verdad -apuntó Arledge.

– Quisiera saber si no correremos ningún peligro.

– Su ironía, señor Arledge, está fuera de lugar.

– No había ironía en mi observación, señor Meffre. Usted nunca habla a la ligera, aunque, tal vez para contradecirme, acabe de hacerlo.

– Arledge, le advierto que no pienso consentir sus impertinencias un minuto más.

– Señor mío, el único que está resultando impertinente es usted. Yo me he limitado a corroborar una afirmación suya. ¿Qué más desea?

– Yo hablaba con el señor Bayham, no con usted. Intervenir en una conversación privada es una impertinencia.

– ¿Una conversación privada con una docena de personas a su alrededor? Voy a empezar a pensar que el señor Bayham tenía razón. No debe usted hablar con ligereza, señor Meffre, pero, sobre todo, creo que debe aprender a hacerlo con propiedad.