– Por favor, Hugh, basta de preámbulos -dijo Margaret.

Hugh la miró con frialdad y contestó: -Ya has visto otras veces, querida, a lo que nos ha llevado tu mal carácter. Déjame seguir como yo lo juzgue conveniente -y, como si el incidente no hubiera existido, prosiguió:

'No es sencillo hacer una exposición clara y completa de lo sucedido durante estos cuatro días puesto que ni yo mismo lo sé con certeza; sin embargo, con las oportunas reservas (que no atañen a la historia en sí, sino al vocabulario empleado por uno de los comparsas y a algunos pasajes que me veré obligado a suavizar en atención a las señoras), lo intentaré.

Todo empezó cuando aún no había dado quinientos pasos desde la puerta de mi casa y el aire aún no había tenido tiempo de disipar, el olor a tabaco de mi traje. Yo no me había dado cuenta de que un coche tirado por dos caballos me seguía a unos metros por la calzada hasta que, al pararme para mirar un escaparate, oí que se detenía a mi lado, que una portezuela se abría y una voz dijo: -¿El señor Hugh Everett Bayham, por favor?

No es del todo infrecuente que algún entusiasta de la música me reconozca por la calle y me salude, por lo que me volví en absoluto sorprendido, esperando encontrarme con uno de ellos o bien con algún conocido, pero la pésima iluminación de la calle y el color oscuro de la tapicería del carruaje sólo me permitieron adivinar un elegante traje de caballero y unos rasgos finos y correctos.

– En efecto -respondí-. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

– Señor Bayham -contestó el caballero-, como tal vez habrá notado, vengo siguiéndole desde hace un rato sin atreverme a abordarle, tan…

– Vamos, vamos -le interrumpí-. No había advertido nada. ¿Qué se le ofrece?

– Verá, señor Bayham, no son éstos momentos ni lugar para presentaciones. La urgencia y la gravedad del asunto que me obliga a dirigirme a usted de manera tan poco ortodoxa lo impiden. Le ruego, no obstante, que suba a mi coche sin perder un segundo, donde estaremos más cómodos y más dispuestos a entablar conversación. Por favor.

En menos de quince segundos todo un proceso de comparación pasó por mi mente; si subía al coche corría el riesgo de arrepentirme más tarde; si no lo hacía, tal riesgo no existía: me arrepentiría sin duda. Me dispuse a entrar. El caballero me ofreció su mano como apoyo, y al tocarla, a pesar del guante que la cubría, tuve la impresión de estrujar algo blando y frío que se dispersaba entre mis dedos como gelatina. El contacto de las manos fue breve y anecdótico y no le di mayor importancia. Me acomodé junto al caballero, cuyo rostro ahora podía discernir con claridad (el pelo canoso, la frente despejada, los ojos grises, las cejas arqueadas, la nariz recta) y dije:

– ¿Y bien?

Pero no obtuve respuesta. En aquel momento el caballero dio una rápida orden al cochero, éste se la transmitió a los caballos por medio del látigo, y las dos bestias se pusieron en marcha, a galope tendido. Entonces me fijé en que no eran animales de tiro ni los percherones que estamos acostumbrados a ver por la ciudad, sino verdaderos caballos de carreras. Iban a gran velocidad por las calles ya desiertas, y el traqueteo me arrojaba una y otra vez contra el caballero, asimismo zarandeado por el movimiento, y contra las paredes del carruaje, impidiéndome proferir queja o protesta alguna, tan ocupado estaba en no perder definitivamente el equilibrio. La carrera duró unos diez minutos y por fin noté que los caballos aminoraban su marcha y pude ver que nos acercábamos a Victoria Station. El coche se detuvo y entonces, sin que tuviera tiempo para reponerme del ajetreado viaje ni para mostrar mi indignación ante tales procedimientos, dos hombres me sacaron de él y me llevaron prácticamente en volandas hasta un andén. Un tren estaba ya en marcha. Corrieron junto a él y me empujaron a su interior; pude ver cómo el caballero corría detrás de nosotros y subía también, con grandes dificultades. Me arrastraron con idéntica precipitación hasta un compartimento vacío que cerraron con pestillo y me arrojaron de mala manera contra uno de los asientos. El caballero (quizá ya no deba llamarle así) se sentó frente a mí y los dos hombres me flanquearon. Uno de ellos, entonces, empezó a insultarme con un cerrado acento escocés que difícilmente me permitía comprender sus palabras, y a acusarme de oportunista. Su lenguaje era intolerable y su voz, que más tarde me perseguiría como una pesadilla que se repite durante varias noches seguidas, chillona y graznadora. Pareció calmarse al cabo de cuatro o cinco minutos y calló. Por primera vez el silencio reinó en el compartimento y yo, dicha sea toda la verdad, no me atreví a aprovecharlo. No me habían amenazado con armas ni me habían coaccionado con palabras, pero el eficaz salvajismo con que el secuestro (creo que puedo llamarlo así, a pesar de todo) se había llevado a cabo, la gran seguridad de no equivocarse y de tener razón en sus afirmaciones de la que todos hacían gala y la evidente violencia de sus actitudes me aterraban hasta límites insospechados. Sólo cuando hubieron transcurrido más de diez minutos, y en vista de que ninguno de los tres hombres parecía dispuesto a darme una explicación, o por lo menos a darme instrucciones, me atreví a hablar, tímidamente:

– ¿Qué significa esto, señores? Debe de haber algún error…

– ¡Silencio! -gritó el caballero, al mismo, tiempo que el hombre que me había insultado me golpeaba en un costado con un objeto duro y punzante que no pude ver.

– Pero díganme al menos por qué -volví a intentarlo.

Esta vez fue el caballero quien me dio una bofetada. Como podrán imaginar, dado que conocen de sobra mi carácter indolente, amigo de la sutileza, cualquier tipo de violencia me causa pavor, y más aún el daño físico. Ello hizo que mi muy teórico y quebrantado valor acabara de esfumarse a la vista de tal incidente. Opté, pues, por no volver a hablar a menos que se me preguntara y por esperar al desarrollo de los acontecimientos. El haber tomado una decisión proporcionó cierto desahogo a mi maltratado cuerpo y algún descanso, ya que no lucidez, a mi confundida mente. Quizá les parezca extraño que el sueño pudiera vencerme en una situación tan apurada como la mía en aquellos momentos, pero así fue; tengan en cuenta que sólo dos horas antes había estado interpretando a Brahms y que el cansancio, a veces, está más allá de los temores y las tensiones. No pensé, siquiera, en la posibilidad de salvación que suponía un cobrador o un inspector que tarde o temprano tendría que aparecer. Y tampoco medité sobre las diversas clases de secuestros conocidas. Mis asaltantes habían bajado la cortina de la ventanilla y no tenía ni el consuelo de distraerme mirando el paisaje nocturno. Cuando mis ojos se cerraron ya había aceptado los hechos; no los comprendía ni los aprobaba, pero sí los aceptaba, e incluso me atrevería a decir que aún no me arrepentía de haber subido al coche. Creo que ahora tampoco me arrepiento. Todas estas ideas eran muy vagas y fugaces: desfilaban por mi cabeza sin hacer alto y yo tampoco hacía esfuerzos por retenerlas.

Cuando me desperté ya era de mañana y había un fuerte olor a brezos. Miré por la ventanilla, descubierta, y vi un paisaje rural, verde y gris, puede que escocés. Recobré, dentro de lo que cabe, mi sentido del humor, y dije a mis acompañantes:

– Buenos días, caballeros.

Ninguno de ellos, que ya estaban -o quizá todavía seguían- despiertos, me contestó, así que me dediqué a observarlos con detenimiento: el caballero, cuyo rostro ya había podido escrutar levemente antes del engaño, parecía un hombre educado, y su mirada, aunque muy fría y un poco repugnante, era inteligente. Los otros dos, que llevaban gorras caladas y gabardinas blancas, eran tan vulgares que lo más probable es que no los reconociera si los volviera a ver.

Transcurrió más de una hora sin que el tren hiciera paradas y empecé a temer que aquel viaje resultase interminable. La fila de vagones bordeaba una costa desconocida para mí cuando de repente se detuvo ante una estación de pueblo, modesta y anodina, carente de letreros que indicaran en qué lugar nos encontrábamos. La parada duró unos minutos y cuando el tren se puso de nuevo en marcha los tres hombres se levantaron, me cogieron por los brazos y apresuradamente -cómo no-descendimos de un salto. Mientras el tren ya se alejaba atravesamos aquella destartalada estación con la misma rapidez que habíamos empleado en Victoria Station y nos instalamos en una desvencijada diligencia que nos aguardaba fuera (el caballero, el hombre que me había insultado y yo en el interior; el otro en el pescante, junto al cochero). Fue entonces cuando me pusieron una venda negra sobre los ojos, a pesar de mis reiteradas protestas, ya que si algo valía la pena de aquella aventura, ello era el paisaje, muy hermoso en verdad. Noté que pasábamos por una aldea muy breve para luego seguir por caminos pedregosos y estrechos; más tarde, las ruedas de la diligencia se deslizaron por arena de playa, y el mar, sin duda, estaba muy cerca, tan cerca que el barro sustituyó a la arena y la marcha se hizo dificultosa. Aquí terminó mi viaje. Me hicieron descender y, siempre empujado por los dos esbirros del caballero, entré en una casa precedida por dos escalones y un porche. Dentro había un exquisito olor a perfume floral y yo pisaba sobre alfombra. Aquellas fueron mis dos últimas sensaciones claras y totalmente reales. De pronto sentí que me golpeaban en la nuca y supongo que perdí el conocimiento. Y aquí, querida Margaret, queridos amigos, comienza una parte del relato cuyo contenido, prácticamente, ignoro por completo. No puedo dar detalles acerca de lo que sigue, pues desde el instante en que desperté perdí todo sentido del tiempo y no lo he vuelto a recobrar hasta que, hace una hora, compré un periódico y comprobé que sólo habían transcurrido cuatro días desde que acepté la invitación del caballero del coche. Los tres últimos han sido excesivamente confusos como para dar una explicación coherente y cronológicamente ordenada de lo que sucedió. Sólo puedo hablarles de las sensaciones que me invadieron, de las escenas que se repetían y de la mujer que me sedujo.