«Aye, are, señor», volvió a decir Kerrigan con un acento exageradamente británico, «durante quince años he sido capitán de un buque al servicio de Su Majestad». Y añadió: «Capitán Joseph Dunhill Kerrigan, a sus órdenes.»

El caballero del monóculo cogió por fin la cartera, le dio las gracias y se presentó como el doctor Horace Merivale y acto seguido el hombre más joven hizo lo propio como Reginald Holland, y ambos, casi al unísono, le invitaron a tomar algo en el bar del hotel. Kerrigan aceptó de buen grado y los tres se encaminaron hacia el lugar no sin antes haber advertido a un conserje que si la señora Merivale bajaba le indicaran en qué sitio podría encontrarles. Una vez que se hubieron sentado a una mesa y tuvieron ya sus copas, Reginald Holland se atrevió a preguntarle a Kerrigan si aún estaba en servicio activo, pero antes de que Kerrigan pudiera contestar que ya estaba retirado y que se hallaba en Hong-Kong haciendo turismo -aunque tuvo ocasión de manifestarlo más tarde- el doctor Merivale intervino y, haciendo votos por que la franqueza imperase en todas las relaciones, fueran personales o comerciales, reprendió a Holland por andarse con rodeos y se encaró con Kerrigan directamente. Le explicó sin ambages que necesitaban con urgencia la cooperación de un hombre extremadamente familiarizado con el mar y sus secretos que estuviera dispuesto a adentrarse en el Océano Pacífico sin rumbo determinado y a la búsqueda de islas paradisíacas. Kerrigan, un tanto sorprendido por estos fines, le preguntó que a qué se refería con exactitud al hablar de islas paradisíacas. El doctor Merivale se sonrojó un poco, quizá pensando que Kerrigan lo tomaba por un ingenuo, y le amplió la información: tanto Holland como él eran enormemente ricos -no dijo por qué y Kerrigan supuso que habrían heredado minas o el control de grandes empresas- y tenían la intención de comprar -a instancias de la caprichosa señora Merivale: se excusó- una isla en el Pacífico de clima constantemente cálido y que estuviera deshabitada. Allí podrían construir una gran mansión o, quién lo sabía, tal vez fundar una ciudad de la que ellos serían dueños y a la que podrían bautizar, por ejemplo, con el nombre de Merry Holland -y aquí fue el de menos edad quien enrojeció más, no se sabe si de vergüenza o de placer-. Añadió Merivale que, por supuesto, no había contado tal historia a los marinos chinos o tabernarios por estimar que eran gente de escasa agudeza y de menos escrúpulos que se habrían reído de sus intenciones o habrían tratado de desvalijarlos a la primera oportunidad. En su lugar les habían hecho creer que eran arqueólogos en busca de islas inexploradas; y agregó, con cierta ampulosidad servil, que la cosa cambiaba al tratarse de un marino de la Armada Real Británica de fino espíritu, de un conocedor del mundo y de la complejidad de la vida, de un oficial de honor. Kerrigan, que había escuchado a aquellos dos megalómanos con una indiferencia en verdad británica y marcial, se limitó a responder que aceptaba la oferta, a manifestar que los honorarios que habría de cobrar no eran una cuestión que tuviera importancia para él y que por tanto les rogaba que fueran ellos los que decidieran la cantidad, y a preguntar si disponían ya de una embarcación. Los dos hombres, alborozados por su respuesta afirmativa, contestaron que ya habían adquirido, por un precio razonable si se tenía en cuenta que las excelencias de la embarcación no eran escasas, un pequeño velero que sólo necesitaba de un capitán -con el que ya contaba- y de dos marineros -los cuales, dijeron, esperaban que fueran fáciles de reclutar entre los muchos muertos de hambre que veían por las calles- para lanzarse al océano; y estrecharon la mano de Kerrigan con mucho énfasis y calor.

Éste expresó sus deseos de ver el barco antes de partir y prometió estar listo para zarpar en un plazo de treinta y seis horas y encargarse de contratar a los dos esbirros. El doctor Merivale y el señor Holland rieron de buena gana ante la ocurrencia de Kerrigan, que tan ingeniosamente había apodado a los que habrían de ser poco menos que sus compañeros de viaje, pagaron, y después de haber concertado una cita con él para el día siguiente con el fin de que comprobara el buen estado del velero y si era adecuado para realizar sus extravagantes propósitos, y con el de estudiar con detenimiento y con el consejo del capitán la ruta que habrían de seguir, se retiraron, seguramente decididos a subir de una vez a los aposentos de la señora Merivale.

El Uttaradit, un pesquero cuya descripción es superflua, zarpó setenta y dos horas después de que esta conversación tuviera lugar con las seis personas previstas a bordo; y lo cierto fue que, en contra de lo que en buena lógica cabría haberse esperado a juzgar por el previo comportamiento de sus propietarios, los dos megalómanos y la señora Merivale, una vez que hubieron abandonado el puerto de Hong- Kong y se vieron verdaderamente privados del contacto -tan habitual que se hace indispensable- con inferiores dispuestos a servirles, se desentendieron por completo del rumbo que el velero había tomado y prácticamente se abstuvieron de dirigirle la palabra a Kerrigan. Genuinos representantes de una sociedad que -como la nuestra- sólo concibe la existencia como una travesía del horizonte liberada de obstáculos y colinas, como una travesía realizada con fines eminentemente contemplativos, dejaron en manos de Kerrigan no sólo lo que concernía al gobierno del barco, sino también, de hecho, todo cuanto afectaba a sus ambiciosos proyectos. Ello no representó un motivo de disgusto para Kerrigan, antes al contrario. Puesto que Merivale y Holland andaban a la búsqueda de una isla de clima permanente y cálido, la dirección que el velero estaba obligado a tomar era meridional, pues las islas del Pacífico que se encuentran en el mismo paralelo que Hong-Kong, aparte de ser escasas, no gozan de tan estimables temperaturas. Pero como ya le he dicho, Kerrigan deseaba regresar a su país natal, y después de haber viajado durante unos días con rumbo sur, al comprobar que sus patrones eran tan confiados como ignorantes, viró en ángulo recto y tomó un rumbo que Merivale y Holland, de habérseles ocurrido pensar alguna vez que el sol sale por oriente, habrían identificado con gran facilidad como este. Y los esbirros, claro está, demostraron que lo eran y no osaron rechistar. Kerrigan tomó la decisión de engañar a sus patrones sin antes haber configurado un plan que le permitiera salir indemne de las iras de los excéntricos cuando éstos -tarde o temprano tendrían que advertirlo- se dieran cuenta de que se había aprovechado de su ingenuidad. Pero poco le importaba. Atareados como estaban los dos hombres en tomar el sol, preservar sus estómagos del balanceo y jugar al bridge en sus cabinas, Kerrigan confiaba en que no se darían cuenta del engaño hasta por lo menos alcanzar las islas Brooks, y para entonces confiaba, mejor dicho, estaba seguro de disponer de un buen plan o del valor necesario para acabar con ellos sin pestañear.

La señora Merivale, de nombre Beatrice, era, sin embargo, otra cuestión. Rubia, muy bella, caprichosa y arrogante, parecía desdeñar a la humanidad entera, incluyendo en ella a su marido y al señor Holland. Mucho más joven que aquél, sin duda se había casado por dinero, y, con sus amplios pantalones blancos y sus pañuelos al cuello, los tres primeros botones de la blusa siempre desabrochados y un aire que era mezcla de ausencia y provocación, se paseaba por el velero o permanecía sentada durante largo rato cerca de Kerrigan, distrayéndole con su fragancia. E incluso, muy de cuando en cuando, le distraía con espaciadas preguntas acerca del mar y de los criterios de navegación, formuladas en un tono que más que otra cosa parecía indicar que consideraba a Kerrigan un simple manual que encerraba todas las contestaciones. Esto, y que con frecuencia peinara su largo cabello rubio sobre cubierta, eran dos cosas que exasperaban a Kerrigan, quien se sentía impedido para hacer cualquier tipo de avance o insinuación respecto a ella. No parecía tonta, sino más bien lo contrario, y por eso el capitán, así como tenía la certeza de que ninguno de los dos hombres había advertido el cambio de rumbo, ignoraba si Beatrice Merivale lo había hecho. A veces, mientras su marido y Reginald Holland estaban ocupados con sus naipes, se quedaba mirándole fijamente durante largo rato, como pidiéndole explicaciones por su conducta desobediente, con un gesto de desafío cuyo alcance Kerrigan no llegaba a comprender. Y sobre todo, cuando los dos caballeros, al cabo de diez días de viaje, preguntaron extrañados cómo aún no habían encontrado ninguna isla en su camino y la señora Merivale les tranquilizó diciéndoles, a manera de reproche por su ingenuidad, que el Uttaradit no era uno de aquellos nuevos y tremendos buques de vapor que avanzaban tan rápidamente y en los que ellos estaban acostumbrados a viajar, Kerrigan empezó a sospechar que, tácitamente, Beatrice Merivale se había entregado a su voluntad.