– ¿Cómo se encuentra usted? -le preguntó Tourneur-. Hace días que no sale.

– Bueno, señor Tourneur -contestó Arledge-, usted sabe mejor que nadie que mi presencia no es bien acogida en ninguna parte del Tallahassee.

Los Tourneur estaban de buen humor y Lederer le dio una improcedente palmada en la espalda y repuso:

– No debe usted acobardarse, Arledge. Piense que todavía le queda por pasar en este barco mucho tiempo. Si sigue usted así, no podrá proseguir el viaje.

– Bueno, ya saben ustedes la última noticia acerca de esto, me imagino. Lo más probable es que el Tallahassee no continúe hasta la Antártida. Fordington-Lewthwaite se ha reunido con los demás oficiales y les ha dado un detallado informe de la situación. Estamos en unas condiciones irrisorias para acometer tal empresa. Es descabellado.

– No sabía nada -dijo Tourneur-, y lo que me pregunto es cómo usted, que está tan apartado de la vida social del velero, tiene esa información.

– Como sabe, dos gigantones guardan mi maltrecha puerta. Anoche oí sus comentarios. Creí que la noticia era del dominio público y que yo era el último en enterarme. Verá: el capitán Seebohm, aunque prácticamente restablecido, está muy débil para adentrarse por quién sabe cuántos meses en el Atlántico; Kerrigan… todos sabemos qué ha sido del organizador de esta aventura disparatada; Fordington- Lewthwaite no tiene suficiente experiencia para suplantarles durante tanto tiempo y además no posee el grado de capitán; los poneys de Manchuria han muerto en su mayoría y no creo que en Tánger podamos conseguir ni tan siquiera perros adecuados; los pasajeros están cansados, arrepentidos de haber exigido este crucero previo, y algunos de ellos han manifestado ya sus deseos de cancelar la expedición y desembarcar también en Tánger -o bien poner rumbo a Marsella- para regresar desde allí a sus hogares; y la tripulación, tácitamente, también apoya a este grupo. Sólo los investigadores científicos insisten en llegar hasta el polo sur. Alegan que, de ser suspendida la expedición, ellos no habrán hecho más que perder su valioso tiempo y amenazan con exigir una fuerte indemnización si el Tallahassee se queda en Tánger. Pero, ya sabe, somos nosotros quienes finalmente financiamos el proyecto y supongo que serán nuestros deseos los que prevalecerán. Es casi seguro que todos desembarcaremos en Tánger.

Lederer Tourneur suspiró, se pasó una mano por su larga cabellera rubia, y preguntó:

– ¿Y usted qué opina, Arledge?

– Yo me alegro, señor Tourneur, como podrá usted imaginar. Deseo ardientemente estar de nuevo en mi confortable piso de la rue Buffault o pasar una temporada en el campo. Crea que echo mucho de menos todo eso: la tranquilidad, la vida ordenada, el sosiego. Aunque el capitán Seebohm ha de tomar todavía una decisión -por culpa de los investigadores únicamente-, espero con alegría el momento de llegar a Tánger. Estoy convencido de que mi viaje terminará allí.

– ¿Aunque, por un azar, se decida proseguir hasta la Antártida? -intervino Marjorie Tourneur.

– Aun así -respondió Arledge-. El único interés que este viaje tenía para mí está a punto de ser satisfecho -e, inquieto, se volvió para mirar hacia atrás.

– Sí, comprendo que el crucero no haya resultado muy agradable para usted. Las cosas se han complicado tontamente y usted ha pagado por ello. El comportamiento de Lambert Littlefield y de la señorita Cook, sobre todo, ha sido exasperante.

– Sí -respondió Arledge agradecido por la simpatía de la señora Tourneur-, pero tampoco importa ya. Tal vez mis gestiones habrían tenido el éxito asegurado de antemano de no haber sido por ellos y por la señorita Bonington, pero el resultado de esas gestiones ahora no depende ya de gente como ellos. Por otra parte -añadió-, creo que cometí un error al aceptar el desafío de Meffre y por ello me temo que parte de la culpa de todo ha sido mía.

Tourneur le interrumpió con calor:

– Usted no tuvo más remedio que aceptar, Arledge. No diga tonterías. El duelo fue legal, y si usted es buen tirador nadie tiene la culpa de ello. Todos lamentamos la muerte de Meffre como habríamos lamentado la suya, pero el error lo cometió él al retarle sabiendo que usted tenía todas las de ganar. ¿Qué otra cosa podía usted haber hecho? Todos somos caballeros, ¿no es así?

Arledge no sólo estaba nervioso e intranquilo; también parecía enormemente fatigado. Guardó silencio durante unos segundos y entonces dijo pausadamente:

– Sí, señor Tourneur, todos somos caballeros, incluido el capitán Kerrigan.

Lederer Tourneur y su esposa, algo confundidos por el extraño estado de Arledge y por las alusiones que había hecho a gestiones e intereses cuyo significado y contenido eran desconocidos para ellos, se pusieron en pie y se despidieron cordialmente de él hasta otro rato y se dispusieron a reanudar su paseo por cubierta.

Lo que ahora sigue lo he logrado saber a través de un sobrino de Lederer Tourneur. Su tío, hoy muerto, se lo contaba como una de las escenas más deplorables que jamás había contemplado. Censuraba la conducta de Víctor Arledge y la tachaba de verdadero insulto a la dignidad de la persona. Ojalá que Lederer Tourneur no hubiera sido tan estricto ni tan caballero. Ahora podríamos saber con exactitud cuáles fueron las causas decisivas del retiro y muerte de Arledge y no tendríamos que contentarnos con vagas suposiciones y más o menos acertadas conclusiones.

Cuando el matrimonio Tourneur, como digo, se disponía a reanudar su paseo por la cubierta, Hugh Everett Bayham se presentó en las hamacas de popa, saludó con una ligera y apresurada inclinación de cabeza al cuentista y a su esposa -quienes al verle con el rostro enrojecido, preocupados por lo que pudiera suceder, se detuvieron y permanecieron allí durante unos tres minutos hasta que comprobaron a qué se debía su indignación y, violentos, se retiraron precipitadamente- y se encaró con Victor Arledge. Éste contuvo la respiración como si temiera que Bayham pudiera golpearle y estuviera dispuesto a recibir la agresión sin inmutarse. Pero el pianista se limitó a agitar en el aire la nota que Arledge había entregado al grumete y a preguntar de malos modos:

– ¿Qué significa este mensaje, Arledge?

Arledge, sin duda, se sentía cohibido por la presencia del matrimonio Tourneur, y dudó un instante para inmediatamente después hacer un movimiento con la cabeza que indicaba que había tomado una resolución y contestar:

– Significa lo que dice su texto. Supongo que lo habrá leído. Y creo que no hay motivo para alterarse tanto.

Bayham desdobló el papel y lo leyó en voz alta:

– «Estimado señor Bayham: le ruego que se reúna conmigo en las hamacas de popa tan pronto como le sea posible. Deseo conversar con usted acerca de un tema de gran importancia (al menos para mí la tiene): su reciente estancia en tierras escocesas. Espero que no tenga inconveniente en acceder a mi petición. Créame que no la haría si la cuestión no fuera de vital importancia para mí -se lo repito una vez más-. Atentamente, Victor Arledge.»

El novelista no pudo por menos de sonrojarse y dijo:

– No creo que fuera necesario leer eso en público, señor Bayham, pero, ya que lo ha hecho, me parece que todos estaremos de acuerdo en que la nota es clara aunque el estilo no esté muy cuidado.

– La nota es demasiado clara, señor Arledge, y por eso me choca. Creía que habíamos zanjado este asunto de una vez y para siempre en Alejandría.

– Usted lo zanjó, señor Bayham, no yo. Es una cuestión que me sigue interesando vivamente.

– ¿Pero por qué? -No sabría explicárselo, y aunque supiera creo que no podría hacerlo. Usted no lo entendería. Conformémonos con decir que me sugirió una nueva novela. Tal vez esa respuesta le satisfaga, señor Bayham.

– Desde luego que no lo entiendo. No sabía que la curiosidad estuviera tan arraigada en usted y debo decirle que ello me sorprende desagradablemente.