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Frufrú había preparado tres tazas sobre la mesa de mármol de la enorme cocina, había preparado un plato con galletas y también pan hecho en casa y mermelada de naranja.

Martín y Carlos no hacían más que reírse. Frufrú, sin saber de qué se reían, reía también cloqueando.

Por las rejas de la ventana se veían las ramas del jazminero que empezaba a dar su olor en la tarde. Desde algún lugar de la finca llegó un canto de jipíos, un canto cascado, de viejo.

– ¿Vuelve a cantar Paco su flamenco?

Martín tenía la cara maravillada. Casi resultaba atractivo con aquellos ojos oscuros tan brillantes y aquel filo de los dientes blancos al sonreír.

– Come. Ñiño, come. Tienes cara de lobo hambriento.

Martín echó una ojeada a la gran cocina y a la ventana y respiró el olor que llegaba desde fuera.

– Es exactamente igual que siempre. No falta nada en el verano.

Carlos, que daba un mordisco poderoso a un trozo de pan, frunció el ceño.

– Sí falta. Falta Anita. Yo echo de menos a esa idiota a pesar de que no debería acordarme de ella. Está ahora más presumida que una mona. Sí, no te rías, Martín. Y tú, Frufrú, no muevas la cabeza; un día de tanto moverla se te va a caer. Estoy deseando que venga a Beniteca mi hermana a ver si entre tú y yo, Martín, le quitamos toda esta cursilería que tiene ahora con enamorados y cosas de ésas.

– Bah, bah, ñiño, ñiño… No le quitarás a Anita su manera de ser. Ella es coqueta. Y ¿qué? Hay muchas mujeres que lo son. Empezó a coquetear ya con Corsi el día que nació, cuando yo se la enseñé a tu padre por primera vez… Qué vamos a hacerle. Además, una mujer de dieciocho años es ya una mujer mayor. Vosotros, ñiños, tenéis que jugar por vuestra cuenta. Y tú, Carlos, si quieres que te estime algo no le hagas caso. Es un consejo que te doy… Vaya -Frufrú miró hacia las caras de los chicos-, ya nos hemos puesto serios. Ahora a reír otra vez como antes. ¡Vamos, vamos!

Frufrú acompañó sus últimas palabras con unas palmaditas alegres.

A Martín no hacía falta llamarle a la alegría. No sentía la menor preocupación por la ausencia de Anita. Carlos le bastaba para notar aquella sensación de arrebato fuera del mundo conocido y cercano que había notado por primera vez cuando aparecieron los dos Corsi sobre el muro del jardín. Aquel esplendor interno en el que Martín no pensaba, sino que llamaba simplemente «el verano».

No volvió a su casa aquella noche hasta el toque de retreta, hasta las diez de la noche, recién terminado el día en aquella época en que los días eran más largos.

Adela, asomada a la ventana del comedor, le vio saltar el muro del jardín y llamó a gritos a su marido. Cuando Martín entró en el comedor Eugenio le dijo:

– Oye, ¿no te parece que tienes demasiado cuerpo ya, para andar saltando tapias? Vas a destrozar los geráneos, coño.

– A mí me da lo mismo -dijo Adela-, el año que viene, si Dios quiere, no estaremos aquí. Lo siento por el pueblo donde tengo muy buenas amistades, pero me alegro por dejar esta casa dichosa que me parece un destierro.

Eugenio movía el cochecillo donde Adelita solía estar siempre el verano anterior y Martín se acercó con cierta aprensión.

– Esta niña es exacta que la otra el año pasado.

– Se parece mucho, sí -dijo Eugenio con complacencia-. La llamamos Mariquita porque doña María, la mujer de don Clemente, ha sido su madrina… Y ahora la sorpresa, Martín. Al año que viene tendrás otro hermano. Adela está empeñada en que sea varón. A mí me da lo mismo, coño. Ya tengo un varón en casa. Adela no se convence por más que se lo digo. Se toma unos disgustos, coño, que no sé cómo quiere tener leche luego para criar a las hijas.

Adela metida en su bata y con cara de pocos amigos miró a Martín con asco. Pero Martín no se daba cuenta. Pensaba en sus cosas, sentado en el extremo de la mesa donde le habían puesto su cubierto.

– ¿Sabes, papá? Carlos tiene un par de guantes de boxeo y un saco de cuero. De cuero, ¿sabes? Lleno de arena para practicar.

Se abrió la puerta y apareció una mujer con la cara muy curtida, como si trabajase en faenas de campo. Bajo su traje de color marrón se adivinaban unas formas opulentas: era la criada de Adela. La pequeña Adelita cogía las faldas de la mujer y trataba de andar a su compás. La sirvienta dejó la sopera de gazpacho sobre la mesa y se quedó mirando a Martin con cazurrería y curiosidad.

– ¿Qué le parece mi hijo, Ramona? Buena altura tiene ya el mozo. Me pasa un palmo a mí.

– ¡Jesús! Es un hombre ya. ¡Jesús María! -la mujer hacía aspavientos de admiración y después se volvió con descaro a Eugenio-. No sé cómo se atreve a tener este hombre en casa cuando hay una mujer tan joven y tan guapa aquí, don Eugenio.

– Coño, no diga usted barbaridades, Ramona. Coño, en mi vida oí cosa igual.

La pequeña Adelita intentaba trepar por las piernas de Eugenio, que seguía diciendo palabras cada vez más fuertes a la mujer que huía hacia la cocina. Al fin se dio cuenta de la niña, la cogió y la sentó encima de el. Martín dijo:

– Fíjate, papá, tenemos la moto y los guantes de boxeo.

Pero Eugenio y Adela estaban ahora hablando y discutiendo en una discusión que había derivado acerca de la niña mayor, que no quería acostarse hasta que la criada se acostase a su vez. Adelita dormía con Ramona en el cuarto de junto a la escalera.

Las hormigas con alas y las mariposas volaban alrededor de la lámpara. Llegó del jardín un olor a tierra reseca y, a ráfagas, el olor del lejano jazminero. Martín miraba hacia el mantel mientras comía y sonreía a la vez como un bendito.

XX

El día de San Juan, Martín fue a misa con su padre y Adela. No fueron en el coche militar como los años anteriores, sino en la tartana de Perico, que vino a buscarles.

Mientras el viejo caballo iba a paso cansino por la carretera junto al mar, Martín se fijó en Adela. Y a pesar de su distracción pensó que había cambiado mucho desde el día en que la conoció en casa de sus abuelos.

Con el traje negro de seda que la ceñía se notaba muy bien la deformación del cuerpo de la mujer. La cara, hinchada, resultaba muy rara, Y la mirada de sus ojos, tan hermosos y adormilados en otro tiempo, era una mirada hosca, como llena de rencores. No es que el chico pensara esto de los rencores, sólo se daba cuenta de la transformación de su madrastra vagamente mientras escuchaba a Eugenio que estaba explicando la procesión del pueblo aquel día. La procesión ya no la alcanzarían a ver, pero según Eugenio resultaba muy pintoresca, casi como las de Semana Santa, en que todos los hombres de Beniteca se vestían de nazarenos o de figuras bíblicas o de la historia de la antigüedad. Algo muy curioso. Todos los hombres bebían lo suyo en aquellas procesiones y las mujeres se encerraban en sus casas. El día de San Juan no pasaba esto, pero Eugenio lamentaba que Martín no hubiese visto la procesión.

Al salir de misa vio Martín que Carlos le estaba esperando frente a la iglesia apoyado en su moto. Carlos se acercó a saludar a Eugenio y Adela.

– Me llevo a Martín, si no les importa.

– Bien -dijo Eugenio-, por mí… Este año Martín sin Mari Tere… Aquella rubia tan mona, ¿eh Martín?, la hija del capitán que había antes. Sin Mari Tere se va a aburrir en el café.

Los chicos dieron la vuelta por la plaza montados en la moto. La plaza estaba animada por los barracones de tiro al blanco y despacho de bebidas y por los hilos de bombillas de colores que cruzaban por encima de la pista de baile para la iluminación nocturna. Algunos puestos estaban cerrados en aquel momento.

Desde el café, don Clemente vio pasar a los chicos y se permitió algunas observaciones cáusticas acerca de ellos y del ruido de la moto y del peligro de que un chico tan joven la llevase por el pueblo con riesgo de atropellar a alguien.