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A casi ningún compañero le interesa otra cosa que tener un porvenir seguro. No saben qué porvenir. Lo que digan los padres. Hay chicos a los que los rojos les mataron sus padres, y hay chicos que tienen a sus padres en la cárcel o que quedaron huérfanos después de la victoria de los nacionales. A Martín esto no le importa mucho. No le importa nada. Tampoco le importa mucho su propio padre, que casi nunca manda dinero en vista de que la abuela vendió el solar. El abuelo comenta a gritos que está manteniendo al nieto. Lo dice con sus voces de sordo en el café del sol y en la escalera de la casa. La voz sale por las ventanas del patío. La abuela calla, como siempre, sin hacerle caso. Martín pregunta un día a la abuela si cree ella que las mujeres deben estudiar como los hombres y si sirven para eso. La abuela le dice que ella cree que las mujeres sólo deben servir para llevar su casa y cuidar a su marido y a sus hijos. Si no tienen hijos ni marido la cosa es distinta. De todas maneras la abuela siente desconfianza por las mujeres que estudian. El abuelo hizo estudiar a la madre de Martín en una época en que las mujeres no estudiaban. La madre de Martín guardó los diplomas en un cajón. A los treinta años de edad y sin que los estudios le hubiesen servido de nada se casó con un militar de cuchara mucho más joven que ella. De ínfima graduación. El abuelo aún habla de la mala boda de su desgraciada hija. Se le presentó la tuberculosis y no podía besarte, Martín, ésta fue su mayor pena, dice la abuela.

En mayo llegan noticias de Beniteca, Adela tuvo otra niña en el mes de febrero pasado. Jozú, Jozú, dice el abuelo, esa mujer tan joven y no tiene más que hembras. Jozú, Jozú, quisiera ver la cara de tu padre. ¿Hay algún medio de tener varones en vez de hembras?, pregunta Martín. A la abuela no le gustan estas preguntas. Y esta otra de pronto. ¿Por qué valen los varones más que las mujeres? Todo consiste en una pequeña diferencia, dice un compañero de clase. Y le cuenta el chiste de la pequeña diferencia y muchos otros chistes de Otto y Fritz. La chica con la que salió Martín de paseo durante la semana más aburrida del mundo se llama Mari Tere y pasea ahora con otro muchacho y Martín sabe que ha dicho que él es el chico más aburrido de los que conoce. Se empeñaba siempre en hablarle de pintura y decirle versos raros y además, dice ella, Martín no vale nada como hombre. Martín sufre la tentación de acompañar a otra chica, pero la resiste por miedo a aquel mortal aburrimiento. A Martín le parece que todos los compañeros de clase se aburren con las novias y que están más a gusto jugando al guá y a la rana o charlando de cosas de hombres. El abuelo dice a Martín que cuando él tenía su edad, en Sevilla, a todas las chicas las llamaba novias y a todos los chicos les llamaba amigos. Estas cosas son como una lluvia que va calando y calando. Aunque nunca llueve en realidad, excepto algunos días. Pocos días.

Cuando llega la época de los exámenes, resulta que Martín no tiene miedo a los exámenes. Pasó la mala época en que estudiar le costaba trabajo. Ahora no le cuesta, pero la abuela hace que don Narciso, el médico vecino que ya no tiene hijo, le ponga una tanda de inyecciones reconstituyentes. El pecho de Martín se está ensanchando un poco. Pero la abuela tiene miedo. No le darán por inútil en el servicio militar, dice el abuelo. Ahora tampoco le darían, dice don Narciso el médico. Jozú cuando le tallen, dice el abuelo, no le van a dar inútil por poca talla, no. Siempre dije que sería alto, dice la abuela con aquel poco de color rosado en las mejillas. Martín siente que no puede ser malo con la abuela. No le inspira ahora rebeldía alguna. Los días son muy cálidos. Martín sigue estudiando. Aunque este año no tiene miedo, deja la escuela de arte en la época de los exámenes. A primeros de junio Martín envía un telegrama a Beniteca diciendo que ha obtenido sobresaliente en este curso.

XIX

Enfrentaron Beniteca en una revuelta de la carretera. Apareció toda blanca, envuelta en el calor de las cinco de la tarde.

Martín iba sentado junto al chófer de la camioneta, que era el mismo Juan el recadero: un hombre delgado y jovial con la cara picada de viruelas y los ojos protegidos por gafas con montura de acero. Al otro lado de Martín iba un hombre gordo y melancólico que dormitó todo el camino. Martín estaba empapado de sudor y asentía a lo que Juan le iba diciendo de que aquel verano era peor que el pasado y que se achicharraba uno vivo.

– Nos detendremos un momento para los encargos pequeños que espera la gente, aquí en Beniteca. Luego seguimos hasta tu casa, Martín. Ahora hago parada en la tienda que hace esquina a tu calle. Ha prosperado mucho esa gente, ya le dije a tu padre que no tiene que mandar al asistente este año para buscarte y llevarte la maleta. Y a la vuelta lo mismo. Todos los viernes a las cinco de la mañana me tienes allí en la esquina de la tienda por si te quieres volver. Pero parece que tú le tienes cariño a mi tierra y que no te gusta marcharte, ¿eh?

Desfilaban las casas de Beniteca, aquellas azoteas, aquellos muros blancos, rosas o azules, las ventanas iluminadas por el sol. Martín tenía ganas de bajar un momento para respirar el aire limpio y libre del pueblo. Cuando se detuvo la camioneta miró con curiosidad hacia el grupo de mujeres que esperaban la llegada de los paquetes y en seguida, cuando el hombre grueso salió de la camioneta, bajó detrás de él por el extremo contrario al de las mujeres vociferantes.

Sin esperarlo, sin creerlo casi, apenas puso los pies en el suelo, se encontró delante de Carlos. Carlos le puso una mano en el hombro apartándolo un poco para mirarle mejor.

– Estás negro como la pez, Martín, ¿no se dice así?… Es esa barbaza que tienes. Necesitas afeitarte, ¿eh? Vaya barba. Nunca lo esperé de ti.

Se reían. Martín se fijó en que Carlos seguía siendo más alto que él, un poco más alto. Vio también que se había convertido en un joven elegante. Llevaba el cabello largo y no cortado a cepillo como otros años, pero en verdad su barba no se notaba. Al sol era un poco de vello rubio como el año anterior. Y Martín, más pequeño, más estrecho y unos meses más joven, se afeitaba ya cada dos o tres días como mínimo.

– Pareces un gitano, tan negro, tan sucio, con esos dientes tan blancos.

– Me parece que no es la primera vez que me lo dicen. No esperaba encontraros aquí. He venido este año antes que nunca.

– No nos encuentras… Me encuentras. Anita, la muy fresca, se ha ido a hacer un viaje con mi padre y con un amigo de mi padre y con un perrito pequinés que le han regalado. En vista de esa injusticia yo convencí a Frufrú de que viniéramos. La pobre Frufrú es un encanto y me la traje aunque ella había jurado no volver por aquí. Pero ya ves, aquí estamos desde hace ocho días.

Martín miraba a Carlos ansiosamente.

– ¿Estabas hoy por casualidad en el pueblo?

Carlos sonrió y le dio una cariñosa palmada en el hombro.

– Juan el recadero me guardó el secreto, ¿eh?. Él fue quien me dijo que te iba a traer en este viaje. Le pedí que no te fuera con el cuento de que yo estaba aquí.

Juan se acercó a los chicos.

– Qué, Carlos, ¿vienes también en la camioneta? Dentro de diez minutos sigo hasta la esquina de la finca.

– No, éste y yo nos vamos en la moto. Tú lleva la maleta de Martín, te esperaremos allí.

Martín ponía la cara de asombro que Carlos había imaginado que pondría.

– ¿Tienes una moto?

– Ya lo creo. Una «Ariel» de 5 HP. No sé cuánto tiempo tendré gasolina para usarla este verano. Pero mientras tenga vales le vamos a dar un buen tute, ya verás.

La moto estaba a la vuelta de la esquina, grande, poderosa. Martín la tocaba sin acabar de creer en aquella riqueza de su amigo hasta que Carlos le hizo sentarse detrás de él y emprendieron la marcha con un ruido enorme, carretera adelante. Carlos llevaba gafas de motorista. Martín, aunque se protegía con la espalda de su amigo, tenía que guiñar los ojos por el polvo y el sol. Cuando se detuvieron en aquella esquina de la calle de Martín, donde el tenducho de los años anteriores había prosperado tanto, volvieron a mirarse y a reír los dos