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Martín, al mirar a Damián, se fijó otra vez en el tremendo parecido entre este hombre y el «Torcío», el loco pacífico del pueblo. El parecido no tenía nada de particular, pues el «Torcío» era primo de Damián. Pero lo que llamaba la atención a Martín era algo más importante que la semejanza de las facciones. Era un parecido en la fijeza de los ojos, en algo impalpable y fuera de toda razón.

Anita se sentó en la silla que había libre junto a Damián, cruzando descuidadamente las piernas y Damián miró hacia aquellas piernas con una sonrisa parada. Luego, Martín oyó su voz.

– Ya vienen a acompañarme, ya vienen a acompañarme.

Esta repetición de la frase, que luego Martín se dio cuenta de que era habitual en aquel hombre, le causó una impresión grande al chico. Sobre todo dicha con la voz cavernosa de Damián.

– Cuéntanos cosas, Damián -dijo Anita-, anda, que tú sabes contar cosas muy interesantes. Cuenta que te oigan Martín y Carlos lo que dijiste ayer en tu casa delante de tu suegro. Lo de aquella cueva donde dormías y te caían gotas de agua desde el techo. Era en el monte, ¿verdad?

– No estaba en el monte. Nunca estuve en el monte.

– Bueno, ¿pues dónde estabas, Damián?

Martín, junto a Carlos, tenía ganas de preguntar por qué Anita tuteaba a Damián cuando a Carmen la llamaba de usted y a Paco también. Pero no se atrevía a hacer pregunta alguna. Sólo recogía, en algunos momentos, las miradas de reojo de Carlos y su sonrisa.

– No digo nada, yo no digo nada.

Damián había dejado de mirar a Anita y miraba ahora como alucinado hacia adelante. Después sonrió con aquella sonrisa que tanto horrorizaba a Martín. Produjo el mismo chasquido de lengua que el primer día y volvió a hacer el ademán de que le cortaban el cuello.

– No seas tonto, Damián. Nadie te va a hacer daño. Mi padre, el señor Corsi, ¿sabes?, te ayudará a escapar si se lo pedimos.

– Los ricos no ayudan.

– Uf, qué idea. Papá sí. Te ayudará a escapar. Porque tú no querrás quedarte aquí toda la vida, ¿verdad?. Tu suegro dijo a Frufrú que querían conseguirte un pasaporte, pero luego se ha vuelto tan misterioso que no hay manera de sacarle una palabra más. ¿Quieres marcharte?

– Yo quiero vivir como todo el mundo. Yo no necesito nada para vivir. Un poco de pescado, unos tomates. No quiero más. Yo quiero vivir como todo el mundo.

– Pues entonces sal de esta habitación y ponte a vivir con Carmen. Si tú no has hecho nada no te harán nada tampoco.

Martín vio con horror que las manos de Damián, anchas, pálidas, con las uñas negras y rotas, empezaban a temblar. Tenía el hombre una mano apretada sobre cada una de sus rodillas. Y las rodillas, bajo el pantalón desteñido y remendado, empezaban a temblar también.

– Ellos no saben si yo he hecho o no he hecho. Yo tengo mis ideas, eso es lo que saben. Todos prendíamos fuego. Todos, todos. Yo no he hecho nada malo. Yo no he hecho nada malo.

Martín tenía ganas de marcharse de allí. Habla algo alucinante en las grandes sombras que se formaban en el techo y en los rincones de los muebles, en la cara grisácea de Damián con sus cejas espesas y canosas y sus cabellos revueltos que la sombra de la pared convertía en un bosque. Había un ambiente alrededor de aquel pobre hombre que a Martín le ponía enfermo. Pero no se atrevía a moverse. Carlos examinaba uno de los barquitos más pequeños tallados por Damián. Los palos que sostenían las velas de papel estaban hechos con palillos de dientes.

Anita inclinó su cara atrevida y sonriente hacia Damián. Tocó una de aquellas manos temblonas con la punta de sus dedos y luego frunció el ceño.

– Tú sí has hecho algo malo. Has envenenado a los perros. ¿Te parece bonito? Eso no se hace. Los perros no te hacían daño alguno.

Al contacto ligero y momentáneo de los dedos de Anita el temblor de Damián se acentuó.

– Yo no he hecho nada. Yo no he hecho nada. No quiero que me maten.

Ahora casi gritaba, siempre en la misma postura. Las manos apretadas contra las rodillas temblorosas, los ojos fijos.

– Señoritos.

Carmen en la puerta. Toda envuelta en sombra, con sus ojos dolorosos y caídos.

– Señoritos, por Dios, dejen ahora a mi Damián tranquilo.

– Yo no hice nada, yo no hice nada.

La voz de Damián tenía un ritmo monótono. Seguía sin moverse, con una fijeza en la vista parecida a la de su primo cuando marchaba en zigzag por las calles del pueblo.

– Vamos, Ana -dijo Carlos-. Sal tú primero.

Siempre lo hacían así. Carlos, que era muchas veces un chico mal criado, nunca olvidaba esta cortesía con su hermana.

A los tres les entró alegría al encontrarse con el aire templado del pinar. Anita se acostó en el suelo, boca arriba, con los brazos cruzados bajo la cabeza y los chicos se sentaron cerca de ella.

– Se ven unas estrellas muy pálidas entre las ramas. Se las está comiendo ya el resplandor de la luna… No tengo ganas de marcharme de Beniteca. ¿Y tú, Carlos?

– No, yo tampoco. Pero no te preocupes. Cuando papá pone un telegrama diciendo que llega cualquier día es que va a tardar muchísimo. Si hubiera querido venir en seguida se habría presentado sin avisar.

– ¡Vamos a la playa a ver salir la luna!

Lo propuso Anita, sentándose, sacudiendo la pinocha pegada a su vestido.

A Carlos estas ideas de su hermana le entusiasmaban. Martín les siguió corriendo, camino del portillo de las dunas. Carlos tuvo que descorrer el pesado cerrojo de aquella puerta que siempre cerraba Paco. En aquel momento Martín dijo que los días eran ahora tan cortos que casi no habían comenzado cuando se terminaban. Fue una exclamación llena de melancolía, pero sus amigos no le escucharon.

Los días eran cortos efectivamente. Al menos más cortos que a principios de verano. Pero hubo cuatro o cinco días tan hermosos que valían por todos los vividos. El baño de mar en el solarium, con más oleaje que en otros meses y el agua más caliente que en julio, era una hermosura.

Una de aquellas mañanas, Martín estaba tendido en la arena del solarium, cara al mar según la costumbre de Anita, y junto a sus amigos. El sol enjugaba las gotas de agua que se deslizaban por su cara y sus hombros. Anita estaba arrodillada a su lado, y Carlos, tendido junto a él, le miró sonriente. Martín dijo con voz ahogada:

– ¿Vosotros os dais cuenta de que sois felices? Yo me doy cuenta de la felicidad estos días. Cada minuto, cada segundo de estos días.

Carlos le miró. A Martín le pareció que Carlos iba a decirle algo muy importante. Carlos tenía las pupilas muy negras, achicándosele al sol como a los gatos. Mirando hacia aquellas pupilas Martín esperó.

Anita lo estropeó todo. Dio un leve tirón a los cabellos de Martín y lo llamó tonto.

– Eres un poco atrasado, martín pescador. Eres como un niño. Esas cosas las pensaba yo cuando era muy pequeña.

Carlos no dijo nada.

Y una tarde en que volvían de una visita a las gentes del faro, se acabó el verano de pronto. Se acabó el verano aunque la tarde era cálida y roja en el crepúsculo, aunque el jazmín olía con su olor de estío.

En la explanada, junto a la fuente seca de la casa del inglés, encontraron el taxi que el señor Corsi alquilaba en Murcia para toda su familia. Un coche enorme y polvoriento.

Anita y Carlos se precipitaron al interior de la casa llamando a su padre a gritos y Martín quedó solo en la explanada, y vio cómo cambiaban los colores del crepúsculo. Sin saber qué hacer se acercó al balancín de Frufrú. Se sentó allí y esperó a que le llamasen mientras una verde oscuridad sustituía al rojo inflamado del cielo.

Vio que se iluminaba el comedor de la casa a través de las rejas de la ventana. Vio una sombra de mujer que pasaba por allí sosteniendo una pila de ropa en las manos. Poco a poco se acostumbró a aquella mancha amarilla de luz del comedor. Estaba balanceándose suavemente, en el banco, entre la sombra. Cuando se encendió el farol que daba luz a la explanada el corazón empezó a latirle ásperamente. Pero no salió de la casa el señor Corsi, sino Carmen con una mesa plegable y un mantel, seguida de Frufrú que llevaba una bandeja llena de cristalería.