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El fotógrafo, envuelto en un guardapolvo, estaba sentado junto a su máquina y a un botijo. Cerca de él, en una especie de perchero, colgaban unos encima de otros varios telones pintados para servir de fondo a las fotografías. El fotógrafo se estaba abanicando con un paypay y de cuando en cuando con aquel abanico espantaba a los chiquillos que se acercaban demasiado a mirarle. Al ver a los Corsi y a Martín se animó mucho.

– ¿Una foto, señores?

– Sí -dijo Anita.

– ¿Cómo quieren retratarse? Miren, miren los telones. Aquí en primer lugar están los jardines de la Alhambra como telón de fondo. Voy a sacarlo… Aquí tienen ahora dos parejas de baturros bailando la jota con un agujero en las caras para que ustedes saquen las cabezas por ahí si quieren. Claro que ustedes sólo son tres… Aquí tienen esta playa preciosa con sus olas y su barca y aquí la Giralda y una callecita con rejas sevillanas.

– A mí me gustaría retratarme sentada sobre ese caballo de cartón que tiene usted. Los tres sentados sobre el caballo de cartón.

– Es muy pequeño el caballo, señorita. Lo tengo más bien para los niños. Su peso aún lo resistiría, pero el de estos dos caballeros, que son dos hombres como dos castillos, no sé.

– Yo creo -dijo Martín- que no hace falta ningún fondo. Nos puede retratar usted con el fondo de verdad de la plaza.

– Ah, no, Martín, qué estúpido. Encima de que no me puedo montar en el caballo… Ponga usted el fondo de la Giralda. Es lo que más me gusta.

Así por capricho de Anita se colocaron los tres con la Giralda al fondo. Anita en medio de los chicos, cogida del brazo de Martín y del brazo de Carlos.

Estaban muy serios, muy bien colocados, pero cuando el fotógrafo se metió debajo del paño negro que colgaba de su máquina y sacó una mano dispuesta a apretar el dispositivo, a los tres les entró tanta risa que el fotógrafo salió otra vez de debajo de su tela para reñirles.

– Señores, señores, un poco de formalidad. Ya ven ustedes que he cobrado ya mi trabajo, no tengo miedo de que me rechacen las fotografías. Pero es por amor a mi arte. Yo soy un artista, señores, y no quiero hacerles un mal retrato. Quietos. Así, quietos.

Alrededor del fotógrafo había aumentado el grupo de los niños del pueblo. También un viejo vendedor de quisquillas se paró a mirarlos con su cesta al brazo cubierta con un paño blanco.

Al fin la fotografía se hizo. El fotógrafo les explicó que en cinco minutos tendrían las copias reveladas y ellos se quedaron por allí curioseando las manipulaciones del fotógrafo y luego los negativos que metía en un cacharro lleno de un líquido que parecía agua.

– Un momento, señores, sólo un momento… Han tenido ustedes mucha suerte en llegar tan pronto. Ahora empezarán a venir los artilleros y las mozas bonitas de la población con sus novios. A veces hay una fila larguísima esperando para fotografiarse.

– Nunca le hemos visto a usted en el pueblo.

– Vengo de cuando en cuando. Los sábados y los domingos son los días buenos para las fotos. No es por decirlo, pero mis fotos son verdaderas obras de arte… Pueden ustedes verlas. Aquí, en mi mano, sin tocarlas, que están mojadas. Opinen ustedes.

Anita arrugó la nariz con desconsuelo.

– Uf, yo estoy muy mal.

– No, señorita. Mire qué talle tan fino le ha salido. Usted ha salido con el gesto que puso. Si usted frunció el ceño y al mismo tiempo empezó a reírse, yo no tengo la culpa. Y mire, mire a su novio, tan rubio y tan alto como un inglés. Y su hermano, tan morenito con esos dientes blancos que parece un gitano. Y la Giralda parece de verdad.

Los chicos se reían.

– Usted serviría para adivino, amigo -dijo Carlos.

El fotógrafo no le hizo caso porque estaba atendiendo ya a una nueva cliente, una mamá joven y gordita con su bebé. Como los chicos tenían que esperar a que secasen sus fotografías quedaron de espectadores, entre otros curiosos y vieron cómo se hacía la foto la mamá con el niño en brazos. Después vieron cómo la mamá desnudaba completamente al niño, y cómo una abuelilla vieja iba recogiendo las prendas de ropa al mismo tiempo que lanzaba piropos al bebé. El fotógrafo extendió una pielecilla blanca de cordero sobre la silla donde antes estaba él sentado y la mamá colocó allí al niño, agachándose ella después detrás de la silla para sujetarle procurando que se la viera lo menos posible. Así se hizo aquella fotografía de desnudo infantil coreada por los «¡extraordinario!, ¡extraordinario!» de Anita y Carlos. Cuando terminó todo dijo Anita:

– Hubiera dado una fortuna porque a mi familia se le hubiese ocurrido esa idea conmigo cuando aún estaban a tiempo de hacerlo.

El fotógrafo, algo amoscado, recogió las dos copias ya secas y las entregó a los chicos.

– Una es para mí, ¿verdad?

– Lo siento, Martín. Una es para nosotros y otra para Frufrú. A Frufrú le encantan las fotografías y ésta le consolará un poco de todos los ataques nerviosos que está pasando. Además que tardaremos un poco en llegar a casa, ¿no os parece? Después Frufrú nos cogerá por su cuenta y no nos dejará apartarnos de ella.

– Anita tuvo que dormir anoche en el cuarto de Frufrú.

– Desde luego. Y no corrimos otra vez la cómoda porque nosotras solas no teníamos fuerza. Ya verás, ya, cómo está Frufrú cuando lleguemos a casa. Es un manojo de nervios.

Cuando los Corsi empleaban cualquier expresión manida como por ejemplo aquella de «manojo de nervios» o también la comparación «nervioso como un flan» u otra cualquiera de las más usadas, ellos le daban, según le parecía a Martín, un sentido nuevo, una honda broma que al muchacho le hacía reír siempre. Lo mismo sucedía las muchas veces que Carlos llamaba «hermanita» a su hermana y a veces también cuando le decía algún piropo. Aquella broma especial de las palabras, a Martín le embobaba y a veces la imitaba, aunque estaba seguro de que no con la misma gracia.

La melancolía que había sentido un rato antes cuando se habló de despedidas, el miedo a don Clemente también, se le olvidaron a Martín por completo mientras reía y hablaba con sus amigos y más tarde con Frufrú, que les comunicó a todos con aire de parte secreto la noticia de que Damián había pasado el día en casa de los guardas, pero que Carmen había decidido por su cuenta que durmiese en el cuarto de la torre.

– No te preocupes, Frufrú querida. Ya sabes que duermo a tu lado y que la ventana tiene rejas.

– Ah, demoña, burlona. Tú no te das cuenta de nada.

Martin sólo se dio cuenta de que el secreto de Damián le abrumaba, al volver a su casa; delante de la mirada confiada de Eugenio y de la desconfiada y dormilona de Adela. Estaba deseando encontrarse solo en su cuarto, con la luz de la luna en la azotea y el canto de los grillos.

– Coge tu muda limpia del cuartito pequeño. Mañana te daré tu traje nuevo que está colgado en mi armario.

La muda limpia y el traje nuevo indicaban que al día siguiente era domingo. El terrible domingo. Mucho más terrible esta semana que ninguna otra semana para Martín. Y no por la muda limpia y el fregado de las orejas, ni por el fijador en el pelo, ni por el traje nuevo y los zapatos de lona blanca. Por nada de eso. Tampoco le molestaba pensar en la misa junto a Mari Tere, que inclinaba su cabeza con una expresión dulce y devota que a Martín le recordaba a su abuela. No. No era por ninguna de aquellas cosas por lo que Martín se sentía tan molesto.

Al día siguiente, durante la misa, Martín rezó. Pidió a Dios con fervor que don Clemente no apareciese por el café y que no se lo tropezase nunca durante el tiempo que le quedaba por pasar en Beniteca.

Pero don Clemente estaba en el café acompañado de su hijo y se reunió en seguida con la tertulia de los oficiales en las mesas del fondo. Martín huyó hacia la ventana que daba a la plaza. Y la mamá de Mari Tere le llamó para que se sentase con su hija en una mesita cerca de las mesas de las señoras.