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– Sabes, martín pescador granuja -dijo Carlos, después de quitarse las gafas-, cuando conseguí que mi padre me comprara este cacharro tuve en seguida ganas de enseñártelo. No lo creerás, pero es así. Por eso cuando me dejaron tirado como una colilla mi padre y Anita me di tanta prisa a venir a Beniteca.

Estaban solos cerca de la puerta de la tienda, junto a la cuneta de la carretera.

– Oye, Carlos, ¿sigue en la finca el hombre?… Ya sabes.

– Chico, creí que te lo habíamos escrito. Damián ya no está en la finca. Este invierno se marchó, pero lo cogieron antes de embarcar. Me parece que quería irse a Marruecos. Está en la cárcel. Me ha dicho Paco que las cosas van bien y que cree que lo soltarán pronto, pero está en la cárcel. Carmen se ha ido a servir de criada a un sitio que no me acuerdo como se llama cerca de donde está su marido encerrado. Un caso de amor matrimonial, ¿no crees? El pobre Paco está solo, cuidando de las gallinas y cuidando de la finca, y ha conseguido una criada para Frufrú. Una hija del «Torcío», ¿sabes? Es joven y bastante bonita al estilo de pueblo. Con un pecho así de grande, muchacho. Está todo el día en casa, pero por la noche el «Torcío» viene a buscarla, y si no es el «Torcío» viene alguno de sus hermanos a llevársela a dormir a casa de ellos. ¿Y a que no sabes por qué? Te vas a mondar de risa.

– No sé.

Pero sólo de ver la expresión de Carlos, Martín ya se estaba riendo.

– Pues por mí… Tienen miedo de que yo me enamore de la chica, al parecer, o de que intente violarla como un sátiro. Y eso parece que sucede más frecuentemente de noche que de día, por lo menos en este país. Te digo que Frufrú y yo nos hemos reído hasta que nos saltaron las lágrimas de risa… Se llama Benigna la muchacha.

Ahora se reían los dos amigos hasta saltárseles las lágrimas de risa a los dos.

– Oye, Carlos, ¿quieres que te invite a un refresco en la tienda? Me quedan unas pesetas de las que me dieron mis abuelos para el viaje. Me ha dicho Juan que ahora está esto convertido en una especie de bar o ventorrillo o lo que sea.

– Vamos. No sólo despachan vino en esta tienda, sino que creo que es el lugar de perdición de Beniteca y hay juerguecitas de los señores decentes de la población cuando ya tienen la puerta cerrada. Una noche vendremos a husmear lo que hay por aquí. Imagínate que encontremos a don Clemente.

– No lo creo -dijo Martín riendo-. No lo creo.

Le parecía a Martín que su risa le iba a durar siempre, todo el verano de Beniteca. Carlos se reía también. Tomando el vaso de vino que pidieron se reían tanto que a Carlos le salió el vino por la nariz. La mujer que les servía detrás del mostrador de zinc, sonreía también como a la fuerza, con cierta desconfianza.

Llegó la camioneta de Juan y también se rieron Carlos y Martín, porque cuando la camioneta se acercaba Carlos iba describiéndola.

– Parece una camioneta tuerta, con un faro más alto que otro. El motor va atado con alambres y con ligas de señora, que le he visto arreglarlo a Juan. Los lados de la camioneta van temblando. A cada momento se le caen los guardabarros y Juan los pega con saliva… Chico, yo no sé cómo te has atrevido a venir en ese cacharro.

Cuando Martín tuvo en su poder la maleta, comprendieron los dos que era necesario que el chico se acercase a su casa.

– ¿Se enfadará mucho tu preciosa mamá si te acompaño? ¿Estás seguro de que no me echarán el perro nuevo que tienen, para que me muerda las pantorrillas?

– Caramba, Carlos. Claro que no se enfada nadie, ni en broma.

Carlos arrastró la moto lentamente por la callecita, mientras Martín cargaba con su maleta, calle adelante, hasta el chalet del fondo. Por entre la verja vio Martín la terracita del porche, vacía y llena de sol a aquella hora. Mientras Carlos acomodaba la moto junto a la pared empujó aquella verja, y al sonido de la campanilla, casi en seguida, salió Eugenio a la terraza.

Estaba más grueso que el año anterior, llevaba una camisa desabrochada y sus pantalones viejos de casa. Al brazo llevaba a la niña mayor, ya muy crecida y peinada a flequillo. La dejó en el suelo al ver a Martín y abrió los brazos estrechando al hijo contra su corpachón.

Adela se asomó en seguida a la puerta. No iba en quimono como los otros años, pero llevaba una bata larga hasta los pies de color rojo oscuro y muy parecida al quimono. También se le veían al andar los bajos del camisón. Estaba más gruesa que el año anterior. De manera diferente a Eugenio, estaba más gruesa que él.

– ¿Qué te dije, Adela? Tenemos un hombre aquí. Mírale. Un hombre con toda la barba, coño.

Adela puso una sonrisa torcida al saludar a Carlos y a Martín. A Carlos lo miraba mucho Adela, de arriba abajo. Martín trató de acariciar a su hermanita, pero la niña echó a correr hacia su madre, hundiendo la carita contra la bata de Adela.

– ¡Es que estás tan sucio, Martín!… Apestas. ¿Cómo quieres hacerle gracia a la niña?

– ¿Qué te parece un baño de mar, Martín? -dijo Carlos-. Hace un calor de miedo. Yo tengo ganas de tirarme al agua.

– Me gustaría.

Eugenio se impacientó.

– Pues ve al mar, coño. ¿Qué me miras a mí? Traerás calzones de baño, ¿no?

– Sí, la abuela no se olvida.

Martín arrastró la maleta hacia el interior de la casa y Eugenio le siguió con la mirada.

– Ya estás embobado con tu hijo. ¡Jesús, qué ridículo eres, hombre! Te creerás que es el único varón sobre la tierra. ¡Y es más feo que un saltamontes el condenado chico! Ya ves, Adelita le tiene miedo… En cambio, él, ni ha preguntado por la otra nena. Lo único que le importa es marcharse al mar.

Adela recordó de pronto que Carlos seguía esperando en el jardín, allí, muy cerca de ellos, a que Martín volviese con su traje de baño. Cambió de tono y de expresión instantáneamente.

– ¿No quiere pasar dentro? Aquí se asa uno por las tardes, pase, pase.

El tono de Adela al darse cuenta de la larga y curiosa mirada de Carlos se había hecho meloso, y Carlos tuvo el honor de entrar en el recibidor sombrío que, según le pareció, olía vagamente a leche agria.

– Chico -dijo unos minutos más tarde a su amigo-, qué peste de familia tienes.

Pero Martín no le oyó, porque el ruido de la moto al entrar por la puerta principal de la finca y al subir la avenida por entre los pinos, era un ruido terrible.

Martín saludó a Frufrú, que le acogió con la misma tranquilidad que si le hubiese visto la tarde anterior. Frufrú no variaba como Carlos y Martín de un año para otro. Hasta los vestidos eran los mismos de siempre, o eso le parecía a Martín. Sólo cambiaba el color de su cabello, que este año era rojo como una llama.

– Bueno, ñiños, a disfrutar, a bañaros.

– Ya no somos niños, Frufrú.

– Ah, ¡qué martín pescador! Para mí, ñiños siempre.

Descalzos, con el pantalón de baño, corrieron por la finca hasta el portillo trasero de las dunas, hasta el mar luego. Martín se restregó el cuello y las piernas con agua de mar y arena antes de meterse. Le parecía que quedaría más limpio así. Carlos le empujó. Se persiguieron uno a otro nadando. Aparecían y desaparecían debajo del agua uno al lado del otro. Se reían. La tarde fue palideciendo por el lado del mar y al salir del baño casi tenían frío. Corrieron otra vez a la finca para vestirse. Martín había cogido ropa limpia de su maleta. Un traje viejo arrugado, pero aún con el olor a los armarios de su abuela. Se vistieron los chicos en el cuarto de baño del inglés, de espaldas uno al otro mientras se vestían, y hablando y bromeando sin parar.

– Adivino una cosa. Adivino que Frufrú ha preparado té, en la cocina, con galletas de las mejores que trajimos y pan con mermelada de naranja.

La adivinanza era de Carlos. Martín corrió a ver sí acertaba. Le pareció que aquel verano iba a ser el mejor verano. Estaban apenas a veintidós de junio. Tenían más días que nunca por delante.