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La mamá de Adela -reflexionando con Adela sobre el asunto- llegó a pensar que a lo mejor Eugenio se alegraba de no tener más varones para que el niño aquel fuese el único. Adela estaba herida, muy herida en todo su ser. Y su encono se reavivaba en los momentos en que tenía a Martín delante. Las horas de las comidas eran las peores.

No podía remediar aquel aborrecimiento aunque todas sus amistades le aconsejaban paciencia. Hasta doña María, la mujer del médico, que la apreciaba tanto y que comprendía que aquel chico no era simpático, le aconsejaba paciencia con Martín.

Sólo su mamá la comprendía y aquel año Eugenio, con aquello del sobresaliente del chico, se había empeñado en que la mamá de Adela, que estaba con ellos desde enero, se marchase a su casa para dejar campo libre al muchacho. Casi la había despedido. La mamá, el último día, le habló a Adela de que en su pueblo, cuando algún miembro de la familia se hacía odioso, sobre todo si eran niños que tenían que heredar un mayorazgo, se les sabía quitar la voluntad con ciertas hierbas. «Ningún crimen, hija, sólo quitarles la voluntad para incapacitar a los que no valen.» Pero, claro, lo había contado no como remedio en aquel caso, sino como anécdota. Aunque Martín estorbara cada día más a la felicidad de Adela, ella tenía que tener paciencia.

Adela hasta le atribuía a Martín la gafancia de tener hembras cuando ella quería varones. Siempre había tenido que soportar la mirada de aquel chico durante un periodo de su embarazo. La prueba que tenía algo que ver se la había dado a Adela una hoja del cuaderno de dibujos de Martín, olvidada el primer año, en el que ella misma se había visto torpemente representada con un vientre que en aquella época no tenía ella. Esta vez se había protegido con un amuleto proporcionado por Ramona para quitar aquel mal de ojo de Martín.

Eugenio no sabía nada de estas cosas, como era natural. Ramona había urdido un plan para ayudar a su señora, pero era un plan muy complicado y difícil. Consistía en procurar que don Eugenio tuviera celos del hijo a causa de Adela. Cosa casi imposible. El chico no paraba en casa ni se fijaba en Adela. Ni Adela -¡Dios la librase!- quería usar ninguna clase de coqueterías y artimañas para atraerle. Aunque aquella atracción le pareciera a Ramona perfectamente natural en la edad de Martín, Adela no tenía la menor esperanza en el plan.

Pero ahora, en este momento del mediodía, Adela estaba presenciando lo excitado y nervioso que estaba Eugenio por aquella tontería de que su hijo y el vecino hubiesen paseado por la verbena con las manos cogidas. Eugenio, a quien nunca enfadaba nada de lo que hiciese Martín, estaba enfadado. Había algo que Eugenio no perdonaría jamás en su hijo. Adela lo intuyó con un relámpago en los ojos que se apagó en seguida. Aquello que no perdonaría Eugenio en Martín, no existía. Por mucho que Adela aborreciese al chico y por muchas ganas que tuviese de encontrarle un gesto afeminado tenía que reconocer que no tenía ninguno. Martín era además un torpe y un ingenuo. Adela intuía esto también. Martín era la bestia negra suya y lo sería toda su vida. Era el que se comía el pan de las hijas de Adela y el cariño del varón que iba a venir. No lograría Adela nunca quitárselo de encima para siempre. Pero, al menos, Eugenio le reñía ahora y le negaba dinero para la verbena de San Juan.

– Papá -Martín miró hacia Adela con el ceño fruncido-, hay gentes que dicen cosas que no son ciertas.

Eugenio dio un puñetazo sobre la mesa y su vaso de vino cayó sobre el hule derramando su contenido. Después vio la cara de su hijo y le pareció impertinente en su serenidad. Le dio una bofetada que Martin aguantó sin moverse de su sitio aunque le habían zumbado los oídos. La pequeña Adelita empezó a llorar a gritos y el bebé del cochecillo, contagiado, comenzó a llorar también.

– ¡Coño! Que se lleven a estas niñas del demonio mientras estamos comiendo. Ramona, llévese a mis hijas.

Con la salida de las niñas y de Ramona la habitación quedó en calma. En la cara de Martín habían quedado señalados en blanco los dedos de Eugenio. Ahora aquellas señales enrojecían. El muchacho estaba serio, aguantando las ganas de llorar. Eugenio, más calmado, resoplaba.

– No ha sido ninguna chismosa la que me ha dicho que te vieron hacer el ridículo con tu amigo. Ha sido un caballero de este pueblo, un hombre decentísimo y que no tiene ningún motivo para quererte mal. Cuando él ha dicho esto es que realmente has llamado la atención, de manera que ten cuidado con lo que haces. Ha sido don Clemente, ¿entiendes? Nada menos que don Clemente se ha fijado en tu actitud… Y esta noche, desde luego, no sales. Ni te doy dinero ni te dejo ir a la verbena. Te quiero en casa temprano, antes de la retreta, ¿entiendes?

Martín notaba dolorida la garganta y un molesto escozor en los ojos en el fuerte sol de la tarde, cuando entro en la finca del inglés por el portillo trasero de las dunas.

Carlos le esperaba en el pinar, cerca de la casa del guarda y en cuanto le vio lanzó un silbido para avisarle. Martín se decidió a contar a su amigo la escena que acababa de tener con Eugenio y la prohibición de su padre de que fuese aquella noche a la verbena del pueblo.

– Bueno, y qué. Tú te escapas, chico. Vamos a contárselo todo a Frufrú. Tendremos que llevar a Frufrú esta noche, ¿sabes? Nuestra preciosa Frufrú se ha vuelto algo latosa este año. Ayer estuvo lloriqueando porque fuimos a dar una vuelta por el pueblo sin acordarnos de ella y hoy le he prometido que nos vamos los tres después de cenar y nos quedaremos allí hasta el alba si es preciso.

La idea de ir a la verbena con Frufrú provocó, dentro de su angustia, la risa de Martín. Y se sintió aliviado.

– A Frufrú no le digas lo de las manos cogidas. Eso es una cosa que me está escociendo a mí. Tú y yo no nos cogimos las manos, ¿verdad?

– ¿Y yo qué sé, imbécil? Pero, ¿qué demonios importa, hombre?

– No es costumbre en España, ¿sabes? Hay cosas que le dan a uno casi vergüenza si no es costumbre hacerlas.

– Bueno, pues a Frufrú le parecerá lo más natural del mundo. Ella no es española, ni sudamericana siquiera, aunque lo único que sabe hablar de manera que se la entienda es el español. Ella era hija de un artista de circo y nació, figúrate, en Grecia, aunque el padre era rumano y la madre alemana.

Martín se reía.

Frufrú cuando Carlos le contó lo que pasaba miró rápidamente a los chicos con sus ojitos brillantes como gotas negras.

– ¿Qué le habéis hecho a don Clemente, demoños, para que os tenga tanta rabia?

Los chicos no contestaron. Frufrú continuó pensativa.

– Quizá sea Anita. Ah, conozco a Anita. Esa demoña no se meterá en líos fácilmente, pero nos hará andar de cabeza a la familia con sus coqueterías. Bueno, ñiños, no os preocupéis por nada. Aquí está la vieja Frufrú. Sí, Martín, escápate esta noche. Te esperaremos para salir en la moto. No es que yo tenga mucho dinero, pero os invitaré a los dos, ñiños, y nos divertiremos.

Y aquella noche Martin se escapó.

Bajó por el palo de la luz apenas quedó a oscuras la cocina de su casa. Eugenio y Adela seguían charlando en la terraza del porche y Martín se dirigió a la verja trasera acariciando al perro, un pachón, que había empezado a ladrar. Trepó por la verja aunque resultaba difícil de escalar y salió.

Llegó a la explanada de la casa del inglés, cuando Frufrú bostezaba ya de aburrimiento y de sueño, vestida con sus mejores galas: un traje de lentejuelas brillantes de color rojo, collar de bolas doradas y una capita blanca que parecía una imitación de armiño. Esa capita motivó el que Carlos tratase de convencer a Frufrú para que no la llevase. La noche estaba demasiado calurosa para eso. Y Frufrú parecía darle la razón, pues a pesar del escote y la ausencia de mangas de su traje de gala reconocía que tenía calor.

– Toma, ñiño, toma una tacita de café antes de salir. Carlos y yo hemos tomado ya.