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Martín tomó golosamente el café, que estaba preparado ya en la mesita junto al balancín. Frufrú se lamentó de que Martín no hubiese podido ponerse su traje nuevo tan elegante de por la mañana y Carlos la llamó burguesa.

– No, Carlos, ñiño. A mí no me importa nada. Es para que este pescador se sintiese más contento… Oh. Carlos, vámonos en seguida. Estoy oyendo cohetes y cohetes desde hace horas. Los he visto en el cielo hacia Beniteca como flores de fuego. Me gusta muchísimo. La vieja Frufrú está hoy muy contenta, ñiños.

Carlos guiaba la moto. Frufrú iba detrás en el sillín y Martín detrás de Frufrú en el hierro. Frufrú olía a esencia de jazmín, una esencia que a Martín le parecía muy buena. Después se dio cuenta de que Frufrú se había hecho un peinado de fiesta mezclando jazmines en su pelo, y estos jazmines daban aquel olor. Frufrú llevaba puesta al fin su capita de armiño falsificado.

– ¿No tendré frío luego, Carlos, ñiño querido?

A Frufrú se le ocurrió esto cuando iba a subir a la moto. Carlos le colocó la capita cubriéndole con ella los hombros sin mucha suavidad. El mismo Carlos se la ató bajo la barbilla con una cinta de gruesa seda que tenia la capita. Con esto y con un bolso de lentejuelas que colgaba de su brazo, Frufrú se sentía elegante y feliz. Carlos dejó la moto a la entrada de la calle principal del pueblo que era también la carretera. También estaba adornada, los bares estaban abiertos y había sillas en las aceras para que se sentasen las personas de edad a ver el paseo y el baile de los jóvenes. La música la repetía, desde una radio o gramófono, un gran altavoz.

Carlos dejó la moto y fue en busca del guardián municipal que andaba ordenando la cuestión de las sillas y su cobro. Le enseñó con arte un billete pequeño mientras le hablaba pidiéndole ayuda.

La cuestión del aparcamiento quedó resuelta sin peligro al robo de gasolina, de alguna pieza de la moto o del vehículo entero, como podía temerse en una noche como aquélla. La moto fue introducida en el corral de una casa de la que eran dueños unos parientes del municipal. Frufrú sacó más dinero del bolso para agradecer esta atención.

– Después me buscan ustedes, que yo de por aquí no me muevo hasta la madrugada.

Frufrú causaba sensación mientras tanto. Entre la música y la gente y los pitos de feria, ella causaba sensación.

Martín oyó una voz guasona:

– ¡Ahí va la máscara!

Por calles casi vacías se dirigieron a la plaza los tres. Frufrú se cogía del brazo de cada uno de los chicos y Carlos con cierto mal humor llevaba la capa de Frufrú bajo el otro brazo suyo, ya que Frufrú había dicho que se ahogaba de calor. Martín no se había sentido suficientemente heroico para coger aquella capa. Y no a causa de la molestia que le suponía a Carlos el hecho material de llevarla, sino porque le angustiaba que alguien le contara a su padre que le habían visto con una capa de armiño bajo el brazo. Y también por la gente que les miraba, aunque no conociese a aquella gente. En tres veranos de vivir en el pueblo, Martín se dio cuenta de que apenas conocía a nadie. Algunas caras le resultaban vagamente familiares. Nada más.

Frufrú manifestó entusiasmo con las luces de colores de la plaza y el barullo de gente y los altavoces. Empezó a tararear una musiquilla de circo. Esto ya antes de que los chicos la condujesen a una de las barracas donde se servían bebidas. Fruirá pidió anís y los chicos pidieron anís también. Después fueron a tirar al blanco y la risa cloqueante de Frufrú llamó mucho la atención entre los que se apiñaban junto a la barraca de tiro.

En un momento determinado Martín vio cómo Carlos levantaba en el aire a un chiquillo que iba a cuatro patas entre el gentío dispuesto a pellizcar a Frufrú en las piernas. Carlos lo levantó por los pantalones y al dejarlo en el suelo le dio una patada que no le hizo gran cosa. El chico salió corriendo y ya nadie más se volvió a meter con Frufrú. Frufrú ni se enteró siquiera, tan entusiasmada estaba con su juego. Pero excepto alguna risa, miradas y comentarios, nadie se metió con ella aquella noche. Carlos y Martín probaron suerte también con el tiro al blanco, después fueron a beber de nuevo otras copitas y en seguida pidió Frufrú a Carlos que la sacara a bailar entre las parejas de la plaza.

Martín quedó en un rincón, junto al tiovivo, avergonzado con aquella capita de piel que tenía que sostener en las manos. Pero aún fue peor cuando Carlos y Frufrú volvieron terminado el baile y Frufrú, animada, incansable, sacó a bailar a Martín.

Era terrible bailar con Frufrú. Aunque Frufrú, con gran sorpresa del chico, bailaba bien, y se dejaba llevar por la música y por la pareja, era terrible, Martín fue un muchachillo sofocado por el calor, la vergüenza, los apretones en la pista cargadísima y las ocurrencias que le lanzaban gentes desconocidas a los oídos: «Hijo mío, ¿qué vas a hacer con esa momia, sacarla al sol?» o «¿Has sacado a la abuela del manicomio, chico?» Cosas de ésas al paso, que a Martín no le hacían gracia, sino que le causaban angustia y fastidio.

– ¡Ahora quiero un refresquito, ahora quiero un refresquito!

Frufrú batía palmas animadísima, al terminar el baile. Carlos, sentado en la barandilla que rodeaba el tiovivo, sonreía.

– Frufrú, mira quién está aquí.

Junto a Carlos un grupo de jóvenes del pueblo. Tres o cuatro jovencillas muy arregladas, pintadas y compuestas y dos muchachos algo torpes, uno de los cuales llevaba un palillo de dientes en la boca como si fuera un adorno. Se quitó el palillo para saludar con un «buenas, doña Frufrú», algo fastidiado. Era el hermano de Benigna, la sirvienta de los Corsi, y Benigna estaba en el grupo de las muchachas con su melena rizosa, suelta, y sus grandes pendientes. Estaba muy ruborizada. Martín la miró. La chica llevaba un adorno de flores en el escote y un traje muy apretado que ceñía su busto grande como el de una paloma buchada. Había algo en Benigna, quizá su juventud -Benigna a pesar de su aspecto de mujer no tenía más edad que Martín-, su lozanía o su susto al encontrarse con Frufrú inopinadamente, que a Martín le gustó. No hacía más que mirar para ella. La chica se dio cuenta y bajó los ojos apretándose luego contra sus amigas,

– Vamos, ñiños, vamos todos a tomar un refresquito al café. Invita doña Frufrú. Todos, todos, el hermano también, el novio también. ¿No es novio? Todos, todos, las lindas muchachitas también.

El grupo aquel no sabía cómo negarse. Al fin las chicas y los dos mozos que las acompañaban se decidieron a seguir a Carlos, Martín y Frufrú. Martín notaba un calor enorme dentro de él y unas ganas instintivas, absurdas, de colocarse junto a Benigna, mientras se abrían paso entre la gente, hacia el café del casino.

Una de las mesas de fuera quedaba vacía en aquel momento y Frufrú se adelantó a tomarla cogiendo una de las sillas. Carlos cogió otra colocando allí la capita de Frufrú y animó al grupo entero a sentarse.

– ¡Camarero!… Sillas para estos señores.

En algunas mesas cercanas la gente se volvía con curiosidad. El camarero lanzó una mirada a Frufrú, miró a las muchachas que se apretaban unas contra otras, a los dos hombres del pueblo, a Carlos y a Martín. Se dirigió a Carlos.

– Perdone, señor, no pueden sentarse aquí. Hay que ser socio. Lo siento, ya ven ustedes. Reservado el derecho de admisión. Aquí hay otros señores que esperan la mesa.

– Oh, qué fastidio -dijo Frufrú.

– Nosotros nos vamos, doña Frufrú, muy buenas…

Y otra vez, casi sin darse cuenta, quedaron solos los tres entre tanta gente. Martín estaba furioso y avergonzado. Sabía muy bien que no había necesidad de ser socio del casino para sentarse en el café.

– Tenemos que buscar otro lugar, ñiños, no hay más remedio. Estoy cansada.

– Podíamos irnos a casa ya -apuntó Martín.

Carlos le miró enfadado.

– No, no, qué estupidez. Habrá otro café, otro bar, digo yo… Ah, Martín, ¿te acuerdas de la taberna que vimos anoche, donde tocaban la guitarra? Está en una de estas calles. A Frufrú le gustará. Habrá mucha gente también. Creo que a estas fiestas viene gente desde no sé cuántos kilómetros a la redonda. Todo está lleno.