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Encontraron la tabernilla ocupada por hombres que bebían y algunas mujeres de mal aspecto que bebían con ellos. Efectivamente, un ciego tocaba la guitarra allí y una de las mujeres empezó a cantar y a bailar luego jaleada por sus amigos. Frufrú seguía contentísima. Sólo quería agua fresca para beber y aquello no se podía servir allí. Martín y Carlos pidieron vino y rajas de salchichón para tener derecho a que Frufrú tuviese su agua. Y al fin Frufrú, después de tomar un sorbo de agua, bebió vino también.

Martín empezó a animarse, a divertirse sin hacer nada más que estar allí, con Frufrú y con Carlos sentado junto a una mesa y mirando la animación de los demás. También estaba bebiendo vino y comiendo aquel salchichón tan malo, aquellos pedacitos de pan negro y áspero, aquellas aceitunas y unos arenques luego. Desde la llegada al pueblo, cuando quería recordar aquella noche, todo lo que había hecho y había visto se le aparecía ahora en una confusión de colores y ruidos con algunas imágenes sueltas que se le escapaban a veces.

– Es una pena que no haya venido Benigna -dijo sin saber lo que decía-. Es muy simpática Benigna.

– Muy buena -contestó Frufrú-, muy buena ñiña aunque algo tonta.

– Es bonita Benigna, atractiva…

– ¿Qué te ha dado, idiota? -dijo Carlos-. Benigna es una cateta de pueblo. Todo menos atractiva.

– ¡Es atractiva!

– Anda, vamos, tú… ¿Con ese buche?

– ¿Ese buche? -dijo Martín con los ojos brillantes volviendo a servirse vino del jarro-, ese buche es atractivo, caray.

– ¡Para ti será! ¡Qué tío éste, Frufrú! Le gusta Benigna… Para ti será atractivo ese pechazo. A mí me gustan sólo las mujeres finas y elegantes, chico. Esa carnaza me da asco. Yo, sobre una Benigna, no pondría una mano.

– Ñiños, ñiños… Es hora de marcharnos. Sí, es hora de marcharnos. Estamos algo booorrachitos todos. Todos… No nos vayamos a matar con la moto.

Frufrú les dominaba aún. Uno de los grupos animados de aquella aberna empezó a gritar, batiendo palmas cuando se puso en pie Frufrú. «¡Que baile la vieja, que baile la vieja!»

Pero Frufrú no hizo caso. Tenía la cabeza perfectamente clara para pagar la cuenta y salieron los tres de la taberna para encontrarse con la maravillosa noche encima, llena de luz y de estallidos de cohetes aún. Fue muy difícil encontrar al guardián que les había aparcado la moto. La cabeza se les fue despejando a los tres mientras caminaban por las calles y luego en la búsqueda de aquel hombre. Al fin recuperaron su vehículo. Algunas de las sillas del paseo central estaban vacías ya. Martín veía a personas que le parecían distintas a las de antes. Parejas que ahora se arrastraban con más cansancio o por el contrario parecían más animadas a aquella hora. Carlos puso en marcha su moto y emprendieron una marcha fantástica por la carretera.

– A mí -dijo Martín-, no me dejes en la esquina de mi casa. Tendré que saltar el muro.

Cuando se detuvo la moto en la explanada, delante de la casa de los Corsi, Frufrú estaba contenta y cansada también.

– Ha sido divertido, ¿verdad, ñiños? Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto. Buenas noches, ñiños.

Martín no tenía sueño ahora, estaba despejado. Carlos también y acompañó a Martín entre el pinar hasta el muro.

– ¿Qué? ¿Se te ha pasado el entusiasmo por Benigna, chico?

Martín no recordaba haber manifestado tal entusiasmo y se sintió azarado. Carlos le dio unas cuantas sacudidas cariñosas por los hombros.

Martín trepó al muro y se dejó caer lo más silenciosamente posible al otro lado. El perro empezó a ladrar cuando él cayó más allá de los geráneos y la sombra de Eugenio se levantó de la mecedora de Adela. Parecía la sombra de un gigante, pero tomó cuerpo y volumen cuando Eugenio bajó los escalones del porche hasta el jardín.

– Ven aquí, condenado sinvergüenza.

– Papá. He ido a la verbena con Carlos y con Frufrú.

– ¡Ven aquí te he dicho!

Martín se acercó a la noche brillante donde las plantas y los senderos, y hasta el brocal del pozo, se distinguían perfectamente, casi como en pleno día.

Eugenio llevaba en la mano una correa de cinturón y con esa correa cruzó las espaldas de su hijo pegando fuerte.

– Así -jadeó-, así. ¿Crees que podías engañarme? He sido cocinero antes que fraile. Me gusta que no llores, eso está bien. Cuando yo prohibo salir no se sale, ¿entiendes? Como vuelvas a escaparte de noche no te pego, te pongo en la camioneta de Juan y te mando a pasar las vacaciones con los abuelos. Y digo que no te pego otra vez, condenado, porque si te toco otra vez creo que me embalo y te mato… Y ahora sube a tu cuarto por el mismo sitio donde has bajado. A ver si eres capaz. ¡Vamos! ¡Sube por el palo de la luz! ¡Sube te digo, coño!

Martín trepó por el palo de la luz. Al llegar a la azotea se sentó en el suelo, derrengado, y se volvió a levantar rápidamente porque le escocían los correazos de Eugenio. Respiró el aire limpio y callado de la noche haciendo profundas inspiraciones y aspiraciones y luego se fue a la cama.

En aquel momento no guardaba ningún rencor a Eugenio. Y estaba seguro, sin saber por qué, de que tampoco Eugenio estaba muy enfadado. Tumbado sobre la cama, en calzoncillos, pensó que salir con Frufrú a una verbena no era cosa como para exponerse a que le devolvieran a sus abuelos. No tenía ganas de volver a la fiesta con Frufrú, aunque sabía que quedaban dos noches de fiesta aún.

XXI

TRES SEMANAS PASARON como un día. Una tarde de julio, después de merendar, estaban sentados en el balancín de Frufrú Martín y Carlos, cuando oyeron rodar un coche por la avenida. Después de hacer sonar el claxon apareció un automóvil grande color crema y quedó aparcado junto a la fuente seca de la explanada, Martin sintió un sobresalto terrible.

Tres semanas habían pasado como un día. Tres semanas llenas de aventuras para los dos muchachos que eran aventuras imposibles de concebir en compañía de Anita, y la llegada de aquel coche anunciaba la presencia de Anita.

Se habían dedicado Carlos y Martin a lo que ellos llamaban -guiñándose un ojo por detrás de Frufrú- la caza del lagarto. Por las mañanas, en vez de salir a las dunas descalzos, sin más ropa que su pantalón de baño, durante la primera de aquellas semanas se habían vestido lo mejor posible sobre el bañador -Martín había terminado por dejar siempre el suyo en la finca del inglés- y después de remolonear un rato por la finca seguidos por la mirada suspicaz de los brillantes ojitos de Frufrú decían aquello de los lagartos y se iban.

La cosa empezó por el afán de lucir la moto que tenía Carlos. Carlos sin darle explicaciones obligó a Martín a vestirse un día y lo llevó detrás de él, con gran ruido, carretera adelante hasta Beniteca y luego por una bajada entre las calles del pueblo hasta aparcar la moto junto a la playa en el lugar donde estaban las barcas de los pescadores y al lado de ellas, bajo grandes sombrajos de hojas de palma, las señoras que hacían crochet vigilando el baño de los jóvenes y de los niños.

La espectacular llegada fue advertida inmediatamente. Martín notó dentro de él una timidez terrible, pero Carlos, con la mayor desenvoltura, le condujo a la sombra de una gran barca, donde se despidieron. Después Martin vio con terror que Carlos se dirigía con las ropas en la mano hacia el dominio de las señoras, hacia los sombrajos. Le siguió cuatro pasos atrás y vio cómo su amigo, después de echar una ojeada a toda aquella gente se acercó a una de las damas, la saludó con desenvoltura y le rogó por favor que guardase sus ropas y su reloj de oro. Todas las señoras del sombrajo y hasta las de los sombrajos vecinos miraban a Carlos. Él, seguro de su cuerpo adolescente, sonreía con la mayor dulzura y al parecer sin darse cuenta de la expectación de los demás.

– ¿Eres tú el que ha venido en la moto?