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– ¿Te duele? -preguntó Emilia avergonzada.

– No -dijo Daniel caminando a buscarla. Bajo la blusa abierta le temblaban los pechos. Daniel metió su mano en el hueco que se abría entre y uno otro. Clareaba cuando juntaron sus cuerpos en busca de una tregua. Uno encima de otro, jugando a quererse como si el futuro no existiera, olvidaron sus cuitas. Deshicieron los juramentos de odio y se firmó la reconciliación. Sin embargo, ninguno se movió de la raya que pisaba al empezar la noche, y aunque se juraron tolerancia, memoria sin fisuras, lealtad, amanecieron sin un acuerdo para la luz que inundaba el día.

– Tanto te gusta ir a buscarla que acabarás encontrándola -le dijo Emilia.

– ¿A quién? -preguntó Daniel.-No me hagas nombrarla -pidió abrazándolo para espantarse el horror a la muerte con que se despidieron.

XX

Daniel regresó a México como lo había previsto desde el momento en que oyó la noticia del golpe militar. Emilia se hizo cargo de vender lo poco que habían acumulado, guardar en cajas todos los libros del doctor Cuenca, pagar la última renta y entregar la llave de la casa. Después emprendió el viaje a Chicago, en busca de la universidad y de un futuro que no pensara en la guerra.

Eran las diez de una mañana oscura cuando llegó a la ciudad aprisionada por su invierno. Nevaba y el aire corría desde el lago hasta los rostros de la gente. Emilia no había imaginado jamás que el frío pudiera lastimar así. Mientras lidiaba con el aprieto de caminar sobre la nieve por primera vez, iba gritándole al cielo gris que se le venía encima. Y fijándose en todo, menos en dónde ponía los pies, tembló sobre el hielo resbaladizo. Cargada con su equipaje y sus furias, intentó no caerse haciendo piruetas durante unos segundos, pero llevaba demasiados bultos y pensaba demasiadas cosas como para conservar el equilibrio. Así que sin meter ni las manos, dio con la cara en la nieve. Toda mojada, helándose, pensó que se lo merecía, por negarse a la evidencia, por huir de su destino, por pretenciosa. ¿Qué hacía ella, nacida para su bien en las tibiezas de un país tropical, rendida sobre un charco de nieve sucia, harta, cansada y sola como nunca pensó que sabría estar? ¿Qué buscaba si bajo las estrellas de su casa, tenía el lugar más tibio y grato del mundo? ¿Ser médico?

Quiso llorar, pero la intimidó la idea de sus lágrimas congelándose. Así que mordió una colección de agravios y se levantó. No estaba ese sitio para entregarse a disquisiciones y nostalgias. Tenía en su bolsa las señas de una casa de huéspedes, se propuso llegar ahí y no volver a salir hasta que las ventiscas se acallaran.

Dos meses después seguía nevando. Sin embargo, ella había aprendido a caminar en el hielo, se había inscrito como oyente en la Universidad de Northwestern y trabajaba en el laboratorio de Hogan, el amigo de su padre, con quien ella se había entendido de maravilla desde el momento en que lo conoció. Hogan tenía un interés por las plantas medicinales sólo comparable al de los Sauri, y acogió a Emilia bajo los frascos de su refugio y el desamparo de su reciente viudez, con un cariño mezcla de voluntad paterna y pasión juvenil. Le ahorró todos los problemas legales que hubiera tenido, como extranjera con pasaporte de turista, para encontrar trabajo en cualquier otra parte. Era un hombre sencillo y sabio. Cerca de él Emilia revolvía dos sentimientos encontrados: extrañaba como nunca el entusiasmo y la música de su padre, pero recuperaba, como en ningún lugar, su fervor. Iba por las mañanas a la universidad y pasaba las tardes ayudando a Hogan cerca de Hyde Park. Se daba trajines desde el amanecer hasta mucho después de que la ciudad se hundía en la oscuridad temprana de su largo invierno. Por dentro, el paisaje de Emilia se parecía al de la ciudad. A ratos intentaba la luz, la certeza de que tenía razón, la ironía como un alivio para su nostalgia y su incertidumbre, pero la mayor parte del tiempo la ensombrecían las noticias que iban llegando de México. Cada catástrofe recibida en la distancia tendía a crecer por las noches. Llenaba de ruidos todo su día, después de la cena entretenía a la dueña de la casa y a los otros huéspedes tocando el chelo con el frenesí de un violinista húngaro, pero cuando llegaba el tiempo de quedarse sola, al apagar la luz de su recámara, lo negro se le agolpaba como un tumor en todo el cuerpo. Extrañaba a los Sauri, a Milagros, a Zavalza y como si no le sobraran aflicciones, tenía siempre en mitad del cuerpo la peor de sus preguntas: ¿Daniel estaría vivo?

No lograba dormir sino en la madrugada, para despertar unas horas después. Entonces, de un brinco salía de la cama aunque fuera domingo, y empezaba algún trajín. Estudiaba de un modo que sorprendía a sus maestros. No sabían bien qué hacer con una alumna sin papeles para comprobar su paso por la carrera de medicina, que entendía y hablaba de algunas enfermedades y síntomas como si fuera una graduada. El doctor Hogan, que hubiera querido ponerle azúcar en las heridas y consolarla por arte de magia de las penas que la veía rumiar, la invitó a las prácticas de hospital que tenía con los alumnos del último grado. Ahí, el modo en que la vio moverse, tocar a los enfermos y, sobre todo, indagar sus emociones para relacionarlas con sus pesares, lo encantó.

Lo que más atraía a Emilia de su nuevo maestro, era su teoría de que los males físicos algo tienen que ver con los mentales, su entonces loca idea de que la locura podía curarse con mezclas medicinales, y la nostalgia preverse con remedios de botica. Emilia sabía por su padre y su experiencia, que había yerbas capaces de alegrar un espíritu desolado. Buscando, buscando, junto con Hogan y una colección interminable de cartas a Diego Sauri, dio en preparar un brebaje que devolvía la sonrisa a los melancólicos y paliaba el dolor de un ánimo trastornado.

Hogan había empezado a usar ese tipo de mezclas, primero sólo en casos sin esperanza, cuando tras haberlo probado todo, el enfermo seguía tan mal que corría el riesgo de morir. Pero después también en casos leves, algunos de los cuales se resolvían como por hechizo. Descubrió en Emilia una cualidad para curar la melancolía que no sólo se relacionaba con sus brebajes, sino con las horas que ella dedicaba a escuchar afligidos. No importaba si su palabrerío era incoherente, reiterativo o necio, no importaba si seguían hablando a la media noche, Emilia jamás les mostraba hartazgo, y tras oír y oír la maraña de un pensamiento desolado, conseguía ayudar a los dueños de la madeja a encontrar una punta con la cual empezarse a tejer un alivio. Hogan la hizo su asistente para todos los casos que acusaban problemas mentales o desórdenes del corazón. Lo demás: la distinta actividad de las neuronas, los ritmos cardiacos y sus despropósitos, qué científico estaba dando con cuál antiséptico, por qué motivos el doctor Alexis Carrel había ganado el Premio Nobel, quién descubrió cómo detectar la difteria o por qué razón convenía que un buen médico fuera lector de Shakespeare y la mitología griega, se lo enseñaba de a poco, mientras hablaba de un caso perdido, de una investigación reciente, de una duda que parecía incurable. A veces, en mitad de una lección expresada con la contundencia sajona del buen Hogan, Emilia lo interrumpía para recordar un aforismo de su primer maestro.

– Decía Cuenca que no hay casos perdidos, sino médicos que no encuentran.

Hogan era un hombre alto, color de rosa y enérgico, al que Emilia podía volver púrpura de la risa, y blando como un panqué de la ternura. Hubiera querido conocer a los Sauri, a Milagros, al poeta Rivadeneira, a Zavalza y por supuesto a Daniel Cuenca. En poco tiempo supo de ellos tantas cosas, que le habría parecido lógico reconocerlos si los encontraba en mitad de una calle. Tan atractivas le parecían algunas de sus costumbres, que instauró en su casa unos domingos parecidos a esos que Emilia describía como el rumbo de su infancia. Hogan era un poeta malogrado, pero entre más se le acentuaba la nostalgia por su mujer, se volvía más prolífico. Así que se dio el encargo de inaugurar las tardes del domingo con la lectura de sus versos. Después, Pauline Atkinson, una vieja amiga de Hogan, gran cocinera y descendiente de inmigrantes griegos, tocaba el piano con sus manos pequeñas y precisas haciendo un dueto con Emilia y su chelo.