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Casi cuatro semanas después, sin haber logrado consolar ni a sus padres ni a Milagros, Emilia llegó a San Antonio. Cargaba una valija de gobelino, un maletín lleno de frascos, una bolsa con dineros de toda la familia, el chelo que un día le regaló el doctor Cuenca y la certeza de que el médico había muerto para obligarla a encontrarse con su hijo.

Saltó del vagón al andén invadido por un olor a galletas con mantequilla. Recién salida del caos que había tomado su país, y apenas hecho el recorrido por estaciones que cuando no olían a pólvora apestaban a muerto, Emilia se dejó consentir por aquel aroma y extendió el ansia de sus ojos en busca de Daniel. Lo descubrió en la distancia y esperó, sin llamarlo, a que él se acercara. Quiso grabarse su figura buscándola entre la gente. Quiso sentir que aún podía volver. Quiso darse un último respiro antes de aceptar que otra vez abandonaba el territorio de la cordura. Luego alzó una mano y la movió de un lado a otro mientras llamaba a Daniel diciendo su nombre. En cuanto lo tuvo cerca, se aferró al cuerpo de animal sitiado que le extendía los brazos.

Lloraron juntos toda una tarde y parte de la noche. Por ellos y por todos, por el sueño que acuñó el viejo Cuenca, por su mundo perdido y su mundo sin límites, por los asesinados y los asesinos, por la guerra que los separaba y la paz que no sabían buscarse. Después, la índole de sus cuerpos los hizo revivir. Amanecieron dormidos uno sobre el otro y estuvieron repitiendo esa ecuación hasta entrado el mediodía.

– No tengo remedio -dijo Emilia recorriendo con sus dedos el camino de huesos que abría en dos el pecho de Daniel.

El cielo de los siguientes días los miró caminar en las mañanas a lo largo del río hasta donde la ciudad terminaba y empezaban los campos bien sembrados y el sabor de la yerba creciendo sobre la tierra. Emilia conoció a Howard Gardner y lo volvió su cómplice y el testigo más fiel de sus dichas y ambiciones. Aprendió dónde comprar la mejor mantequilla y las verduras más tiernas, perdió el miedo a perderse y se acostó todas las noches bajo la oscuridad agujereada por luceros que cubría el desierto.

– Como para besar -decía Gardner levantando los ojos al despedirse de Daniel.

Emilia fue llenando la casa de plantas y convirtió las dos habitaciones de la pequeña vivienda cercana al río, en un rincón salpicado de cajas y cosas, dentro del que Daniel llegó a reconocer hasta el olor que imperaba en la Casa de la Estrella. Volver ahí todas las tardes lo confundía, desnudar a Emilia a cualquier hora era recuperarlo todo de golpe para perderlo en cuanto ponía los pies en la calle. Muy pronto, el consuelo de haberla recobrado se convirtió en nostalgia de todo lo demás.

– Traes a cuestas tu mundo -le dijo una tarde al volver del periódico.

– En cambio tú lo andas dejando en todas partes -contestó Emilia sin levantar los ojos del libro en que los tenía perdidos.

Daniel se inclinó para besarla y le quitó de las manos el tratado de anatomía que ella se había propuesto memorizar.

Cada tarde Daniel volvía del periódico acompañado por Howard y una noticia de México picándole la lengua. Primero un motín en Tlaxcala, después la erupción de un volcán en Colima, luego el principal puerto de Yucatán devastado por un incendio, y un anochecer frío, llevado por un telégrafo tartamudo pero exacto, el estallido, dentro del ejército, de una conspiración contra Madero, presidida por los más asiduos representantes de la vieja dictadura.

Como un ventarrón, levantando cosas para luego azotarlas contra el suelo, Daniel empezó a contar los detalles del cuartelazo contra Madero. Iba hablando de presos liberados por los militares rebeldes, de bombardeos contra civiles, de actos de pánico y barbarie, mientras metía ropa en una maleta y le participaba a Emilia que a la mañana siguiente volverían a México.

– No podemos quedarnos dichosos y quietos, cuando esto sucede -concluyó. Si él había acompañado a quienes se levantaron contra Madero por incipiente, lucharía contra quienes lo traicionaban por reformador.

Con una mirada impávida, Emilia dejó que Daniel hablara y maldijera un buen rato, hiciera planes e imaginara guerras, acordara con Howard la cantidad de envíos semanales que le haría, los lugares por los que iría en busca de historias, la gente a la que entrevistaría y los varios periódicos a los cuales Howard se encargaría de vender sus artículos. Luego, con la misma indiferencia con que Daniel había estado decidiendo sin pedirle su opinión, le participó que ella no cruzaría la frontera. Aún no acababa de llegar, aún le dolía la memoria de su viaje en tren a través de un país en destrucción, aún no tenía valor para intentar recuperarlo. Además, alegó, qué caso tendría que Daniel fuera a morirse en una guerra que ya no se sabía ni para dónde iba ni a quién defendía. Dijo que su madre tenía razón, que la política saca lo peor de los hombres y que las guerras vuelven poderosos a los peores hombres. Estaba segura de que Daniel se iría de todos modos, pero que no contara con arrastrarla de regreso. Le había prometido subir con ella hasta Chicago para conocer al doctor Arnold Hogan, famoso boticario y médico, con quien Diego Sauri llevaba una meticulosa y larga amistad por correspondencia.

– Yo no voy a cambiar de planes. Estoy cansada de ir y venir según el vaivén de tus antojos y los de la república -dijo.

Hablaba con la jarra del café en una mano y bajo los ojos de cachorro sonriente con que la escrutaba Howard Gardner, con un aplomo que a Daniel le recordó a la niña columpiando sus piernas en la rama de un árbol, y un inglés fluido y gracioso que le hubiera encantado a su padre y que usaba en honor y para regocijo del visitante. Cuando por fin cerró la boca, Howard le quitó la taza que temblaba en su mano izquierda y la besó en la mejilla sonrojada por el alegato.

Emilia le sirvió café sin interrumpir el silencio, y Howard se acomodó en un sillón de la sala dispuesto a seguir contemplando el espectáculo de aquel desacuerdo. Daniel había apoyado los codos sobre una mesa y escondía medio cuerpo entre ellos. Cerró los ojos, maldijo en voz baja, y no pudo pensar en nada que no fuera su ambición de tenerla. Lo arruinaba cuando le hablaba como si fuera un chiquito necio, al que había que explicarle la realidad poco a poco, pero con firmeza, para que la entendiera. Lo arruinaba cuando el viento de la indignación confundía sus mejillas y aclaraba sus juicios, cuando especulaba con la firmeza de un historiador y razonaba frente a sus arrebatos con la condescendencia de una vieja. Tanta vida entre adultos cavilosos había marcado sus pensamientos y era imposible discutir con ella porque tenía una perspicacia tan inflexible como la de Josefa, era temeraria como Diego y contumaz como Milagros. Él tenía muy pocos argumentos con los que persuadirla y ninguno era para usarse en público. Así que no se movió, ni dijo una palabra durante un largo rato, hasta que la rigidez del aire se hizo tal, que Howard bebió un último trago de café y tuvo a bien despedirse.

– Egoísta -dijo Daniel en cuanto se quedaron solos.

– Soberbio -le contestó Emilia.

– Insensible -dijo Daniel.

– Mártir -contestó Emilia.

Lo que siguió fue una pelea de animales desesperados, en la que se insultaron y mordieron, mientras se prometían olvido, distancia y odio eterno.

– Muérete -dijo Emilia librándose de la trabazón y los empujones a que habían llegado. Tenía un rasguño en la frente, encendidas las mejillas, abiertos los botones de la blusa.

– Sin ti -contestó Daniel deteniéndose a mirarla por primera vez desde que se inició la pelea. Por su padre que estaba más bonita que nunca-. Eres una salvaje -dijo agachándose para levantar su pantalón en busca del dolor que le producía una patada en la espinilla.