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Con Helen Shell y sus afanes aventureros, Emilia iba al teatro cuando sentía que el mundo quería cercarla. Con Helen compartió lecturas, pasión por las novelas nuevas, por los poemas raros, por las conversaciones hasta la madrugada. Con Helen viajaba a Nueva York de vez en cuando. Se dejaba deslumbrar por los puentes y las extravagancias de una ciudad que la conquistó de a poco y para siempre.

Una mañana, al mismo tiempo en que Helen entró a recogerla para ir a la estación, rumbo a un viaje con el que habían fantaseado durante meses, llegó de México un telegrama urgente. Emilia iba a abrirlo cuando Helen, que era una entusiasta del futuro planeado, le rogó que no lo arruinara abriendo noticias que pudieran turbarlo. Emilia dudó unos minutos, después escuchó el ruego de su amiga segura de que nada bueno podría caber en un sobre enviado con urgencia desde un mundo en guerra. No se atrevió siquiera a indagar el remitente, sabía de quiénes podría venir, no quiso saber de quién. Tampoco tuvo el valor para dejarlo cerrado sobre la mesa de su recámara. Lo puso en lo más hondo de su bolso y lo llevó con ella.

Durante el día, varias veces necesitó hurgar en su bolsa hasta encontrarlo y asegurarse de que aún estaba ahí. En la noche, entró al salón de baile de un hotel lujurioso en el este neoyorkino, en el que por primera vez se tocaba foxtrot y se dispuso a bailarlo con quien mejor se lo propusiera. Helen Shell había encontrado en la universidad a un hombre que por esos días era la ilusión de sus tardes, por el que, a su decir, no había perdido la cabeza porque tenía los pies demasiado grandes. Sin embargo, la noche en que fueron a bailar foxtrot, pasó su prueba de fuego, porque a pesar de los enormes zapatos con los que forraba sus pies de payaso, atrapó entre sus brazos el cuerpo de Helen y la mantuvo cerca de su rostro, dando vueltas con un garbo que provocó en la cintura con que ella lo seguía, un fuego que ningún otro galán había podido encender.

Emilia los miró surcar la gran pista de madera a media luz, sin más envidia que su añoranza y con un deleite de hermana mayor. Helen le llevaba tres años, pero ella la veía con la indulgencia de quienes crecen antes de lo esperado. Vivir entre moribundos, tener en el centro de los recuerdos la primera algarabía de una guerra y haber perdido ya un amor de toda la vida, la hacían irremediablemente menos joven que su amiga.

Habían pasado poco más de dos años desde el amanecer en que se despidió de Daniel. Sabía por los demás y por los reportajes que iba enviando Gardner, al mismo tiempo en que los publicaba, que Daniel llevaba todo ese tiempo de viajar por el país disfrazado de mujer, de gringo, de bandolero, de cura, de norteño cuando cruzaba el norte, de manta cuando vivía en el sur. Sabía por Milagros que unas seis veces había pasado por Puebla con la esperanza de que ella hubiera vuelto, y las mismas seis veces había dejado la ciudad jurando que no regresaría más. Esa noche, mientras Helen bailaba foxtrot, Emilia se empeñó en no cerrar los ojos, en mirarla reír o en tararear el ritmo juguetón que seguían sus pasos sin dejarse siquiera parpadear, porque temía hundirse en el recuerdo de las batallas, persecuciones, horrores y perseverancias que llenaban los escritos de Daniel. Pero mientras la música la hacía sentir mansamente cobijada, le tomaron el cuerpo las palabras de Daniel en su envío de una semana antes: "Como están las cosas, aquí ya no importa qué bando es más valiente, ni quién tiene la razón. Hace tiempo que todos la perdimos y que sólo son cobardes quienes huyeron con su causa a otra parte."

Una mano frente a sus ojos interrumpió el pesar de sus pensamientos y siguiéndola se levantó a bailar foxtrot como quien hace la guerra, divertida con sus pies y su brío, con el abrazo que la llevaba de un lado a otro, con la mezcla de castellano y escocés en que su pareja le preguntaba por su vida, con la sonrisa que iba acompañándola a oírse hablar de sí misma como de otra mujer.

Sólo cuando la música terminó y salieron del salón al cielo de la última noche de febrero, Emilia, todavía recargada en el brazo del rubio eufórico con el que había bailado, sintió debilitarse por completo su compromiso de no abrir el sobre. Buscó con ansia en el fondo de su bolso y cuando lo tuvo en las manos, se detuvo a leerlo a media calle. Un momento tardó en leer la voz de su tía Milagros, entrecortada y seca: Daniel estaba muerto. No sabían dónde, el último pueblo desde el que mandó noticias quedaba en el norte de México.

– ¿Qué pasa?-quiso saber Helen.

En el aire de la noche se dejaban sentir los meses de la cercana primavera, pero Emilia no se imaginó capaz de estar ahí cuando llegaran. Tomada de la cintura por su amigo de danzas, intentó una palabra, luego dio en llorar como si le hubieran encargado que inundara el mundo.

Al día siguiente empezó a preguntar cuál sería la manera más rápida de volver a México. No quiso ir a Chicago. Le escribió a Hogan una larga carta de agradecimiento y explicaciones, y tomó el barco que la llevaría a un puerto cercano a la frontera mexicana. Helen la acompañó hasta el muelle, estoica y bromista, sin una queja por el abandono que la entristecía, y con una cantidad de regalos y cosas -entre los que se incluían un maletín con instrumental médico, dos sombreros y varios potingues, a su entender imprescindibles para viajar- que triplicaron el equipaje con el que Emilia había llegado a Nueva York. Antes de abrazarla se comprometió a enviarle todas sus pertenencias a la casa de sus papás y le juró, sobre la fotografía de su nuevo novio, que la visitaría pronto.

XXI

Emilia Sauri entró a México por una aduana que no había recibido viajeros en mucho tiempo. Mientras revisaba su pasaporte y viéndole la facha de muñeca vestida en el extranjero, el guardia aduanal le preguntó qué se le había perdido en un lado del mundo, tan perdido para la gente como ella.

– ¿Me creería que la vida? -le contestó Emilia sin descomponer su gesto de princesa.

– No -le dijo el guardia sellándole un papel de entrada impreso en las garigoleadas épocas de la dictadura.

– ¿Aquí quién manda ahora? -preguntó Emilia.

– El que va pudiendo -dijo el guardia y se perdió en una explicación larguísima sobre los diferentes militares insurrectos, para su gusto legales o ilegítimos gobernantes de la plaza en los últimos meses. Emilia se detuvo a oírlo hablar el idioma que hacía tiempo no sonaba en sus tímpanos, y no supo qué hacer con el gusto que le provocaba escucharlo, sino prometerse que no volvería a vivir más de un mes en otro sitio del planeta.

Antes de bajar hasta la frontera, Emilia había estado en San Antonio y ahí supo por Gardner el nombre del pueblo desde el cual escribió Daniel su último artículo. Claro que hacía casi dos meses que no sabía una palabra de su rumbo, pero Gardner la consoló recordando que esas desapariciones ya se habían dado otras veces.

– Es un gato -dijo Gardner cuando la vio llorar al mostrarle el telegrama en que Milagros lo daba por muerto y le pedía que lo buscara-. Nació con siete vidas, habrá perdido una -volvió a decir al principio de la cena. Luego se bebió nueve whiskys sin agua. Cuando llegó el postre lloraba más que Emilia.

– Oye, ten mesura que la viuda soy yo -dijo Emilia rasgando una sonrisa como arcoiris en la tempestad de sus lágrimas.

Pasó la noche en el desordenado cuarto de soltero que Howard le ofreció con el orgullo de quien presta un palacio, y en la mañana, después de un desayuno para el que tuvo hambre por primera vez en muchos días, salió, rumbo a la frontera, en busca de las seis vidas que debían quedarle a Daniel. Sus conversaciones con Howard le habían alimentado tanto la esperanza, que durante el viaje hasta se dijo varias veces que su tía Milagros era una exagerada. Pero en cuanto el guardia cerró su pasaporte, y la autorizó a entrar en busca de lo que tenía perdido, el desaliento volvió a prenderla por entero. ¿Adónde iba ella con su persona y su tonta ilusión de encontrarse a Daniel en alguna parte? Estaba entrando a un país, no a la sala de su casa, y a un país cuya frontera con los Estados Unidos era inmensa y cuya extensión no le cabría en los ojos por más que la recorriera de arriba a abajo toda su vida. ¿De dónde sacaba su tía Milagros que ella podría dar con Daniel buscándolo por el norte de México? Como si el norte de México fuera a caberle en una mano en cuanto lo pisara, como si el norte de México fuera un parque y no esa extensión negra y seca que recorrió durante días sin encontrar nada.