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XXII

No habían pasado más de tres noches durmiendo en el cuarto de cal y adobe que les rentaba la señora Baui, cuando Emilia Sauri ya le había impreso carácter de hogar. Sobre la destartalada cómoda instaló una foto del doctor Cuenca tocando la flauta, una de Josefa y Diego mirándose a los ojos y otra de Milagros Veytia sentada en el borde de una fuente. Después de transplantar dos cactus a macetas, los intercaló entre las fotos, compró un aguamanil de porcelana que vendía en la plaza del pueblo un campesino dedicado a hacer pesquisas por las haciendas abandonadas, colgó un chal con bordados sobre la cabecera de la cama y convirtió la habitación en un hueco festivo en cuyo ambiente se olvidaba la vida tosca y triste del pueblo todo.

Como el clima seco de aquellas tierras permitía dormir sin más albergue que un cielo negro punteado de espejismos, la hostelera convirtió su patio en hospital. Un hospital igual a tantos de los que crecieron en esas épocas, sostenido más en la abundancia de enfermos y el empeño curativo de algunos soñadores, que en su capacidad real para aliviar el pedazo de vida que las balas iban dejando en los cuerpos de tanto mexicano aguerrido. Los esfuerzos de Baui y la contumacia de Emilia las hacían empeñarse en la existencia del sanatorio, soñando como tantos otros que muchas cosas buenas pueden salir de la pura voluntad, cuando no hay otro sitio de donde sacarlas.

Emilia tenía trabajo desde muy temprano y hasta muy entrada la noche, pero volvía al cuarto de la posada peinada y resplandeciente como si volviera de bañarse en el río. Viéndola regresar una noche, Daniel la encontró más bonita que nunca. Tenía las mejillas encendidas de cansancio y algunas de las amapas lilas que llovían de un árbol crecido junto al pozo se habían quedado ensartadas a su pelo. Sin embargo Daniel la miró a medias, la besó sin ganas y siguió leyendo el periódico amarillento que había llegado al pueblo hacía quince días.

– No sabemos ni qué está pasando en otras partes. Daría igual estar presos -dijo.

Emilia no le respondió. Conocía bien esos síntomas y les tenía más miedo que a la fiebre amarilla, por eso procuraba negarle a su buen juicio el derecho a darles importancia.

– ¿Por qué serás tan rejego? Ven acá que te rasco la espalda -dijo acercándose a él tras un rato de silencio.

Daniel dobló el periódico y se tendió en la cama. Emilia recorrió con sus dedos los huesos de su espalda.

– No te voy a dejar sino hasta que se te quite la facha de perro encanijado -dijo.

– No se me quitará -contestó Daniel aflojando el cuerpo y las reticencias.

A ratos temía perder su condición de nómada, su certidumbre de que ninguna libertad era más verdadera que la de aquel que un día amanece en una cama y otro en otra, que no duerme más de un mes bajo el mismo cielo y no come en la misma mesa sino hasta antes de que los platillos que en ella se sirven corran el riesgo de volverse costumbre para su paladar. Tenía veneración por la Emilia que cruzaba su vida como una luz que si fuera permanente terminaría por cegarlo, por el amor que le guardaba entre sus brazos, indeleble y curioso como sólo son los amores al principio, y nada le daba más pánico que la idea de que ese cuerpo lo saciara alguna vez, hasta volverse indeseable. Cuando andaba solo por el mundo, cuando su cama era la tierra bajo un árbol, al acostarse dibujaba en el aire el camino inolvidable de sus cejas y se decía despacio que toda ella era perfecta, armoniosa y bien trazada, como esas líneas. Entonces la deseaba más que nunca, y el deseo lo hacía invulnerable y dichoso. No quería acostumbrarse a saciar ese deseo, no quería que llegara la tarde en que de tanto verla dejara de estremecerlo su estampa.

Cuidándose del riesgo que sintió llegar, Emilia empezó a dormir muchas veces entre los enfermos, pretextando urgencias o encontrándolas como el mejor remedio para posponer el día impredecible en que él decidiera que ya no estaban bien en donde estaban, que la vida se había vuelto igual y corría el albur de convertirse en rutina si algo impreciso y por lo mismo anhelable, no irrumpía a tiempo para salvarlos.

A fines de abril, un hombre que huía de la capital con todo y su familia llegó al hostal cargado de historias recientes. Habló con Daniel desde el mediodía hasta la madrugada, llenándolo de noticias y ansiedad. Mientras comían junto con Emilia y la hostelera, el tipo describió la entrada de los ejércitos campesinos a la capital del país, el momento en que Villa y Zapata contemplaron el desfile de sus tropas desde el balcón del Palacio Nacional, se sentaron en la silla presidencial para que ver qué se sentía, conversaron largo y confuso en Xochimilco, acordaron seguir luchando uno en el norte y otro en el sur, y luego abandonaron el centro político del país diciendo y diciéndose que a ellos los mareaban las banquetas, que gobernar no les interesaba, que para eso había licenciados y gente a la que podían dejar representándolos, con la advertencia de que los vigilaba un machete que les caería encima si no se portaban bien con los campesinos.

Semejantes historias alarmaron a Daniel. Para cualquiera con un poco de información estaba claro que dejar la capital por el campo equivalía a perder el poder que alguien más ambicioso y tan arbitrario tomaría para sí más pronto que tarde.

Fue a buscarse una botella de aguardiente. Cuando volvió, Emilia lo besó antes de irse al hospital. Embebido en la conversación, Daniel apenas registró su ausencia. Lo que el hombre contaba, era lo único que él deseaba notar. La guerra seguía por todas partes, la gente en la ciudad de México pasaba hambre y terrores, vivía a merced de los devaneos que cada bando le impusiera al tomarla para después abandonarla. No se sabía en qué iba a acabar todo eso, ni siquiera parecía verse que alguna vez fuera a acabar.

Un aguardiente tras otro, Daniel dio en repetir que lo importante era encontrar un poder que favoreciera a los más débiles. Maldecía la hora en que el país se había tragado la generosidad de la causa que lo alzó en armas y había ido perdiendo su destino en manos de hombres insaciables y sanguinarios. Emilia intentó ponerle fin al abismo de tal conversación cuando volvió al comedor en la noche, pero Daniel estaba demasiado necesitado de hablar y de beber como para irse a la cama. Emilia lo dejó ahí. Estoy cansada, dijo para no decirle estás insoportable.

Era de madrugada cuando Daniel llegó al cuarto, tambaleándose de borracho. Repitiendo cosas desordenadas sobre el horror inútil de una contienda y otra, preguntándose qué había sido de los estúpidos ideales y con qué derecho los caudillos tiraban a la basura la pureza de una causa por la que habían muerto los mejores hombres. Furioso contra sí mismo y de paso contra Emilia, la despertó para quejarse de la suerte que lo había mantenido lejos de lo fundamental. Porque mientras pasaba tanta cosa grave, ellos habían estado ahí mirándose las caras, fingiendo un matrimonio, acurrucados en una paz que distaba mucho de ser la que regía al país.

Todo el día siguiente anduvo pateando las paredes, furioso contra lo que llamaba su debilidad, su falta de profesionalismo, su desidia, su cualquier palabra que encubriera de golpe el hecho sencillo pero inexpugnable de que Emilia lo había tomado entre sus manos y había hecho que se olvidara de todo para ponerse a hacer su santa voluntad por demasiado tiempo. Mientras caminaba de un lado a otro con su rabieta a cuestas, iba soltando lamentos y reproches en los que la culpaba por haber llegado al pueblo unas horas antes de que él lo abandonara, impidiéndole seguir con su deber tras la guerra, logrando que se olvidara del trabajo periodístico que era al fin de cuentas lo único que le quedaba en la vida.

Apenas la mañana anterior Daniel le había dicho diez veces al oído que nada en el mundo lo alegraba como ella, que no conocía destino mejor que su cuerpo. Emilia iba a gritarle una colección de insultos acuñados por las perfectas iras de su tía Milagros, cuando la prudencia de su madre le sopló una manera más eficaz de apaciguarlo, sin desmedro de su honor y su garganta. Contuvo la furia con que iba a responderle y bajó a avisarle a Baui que se irían con el primer tren que pasara por el pueblo. Luego volvió al cuarto en el que había dejado a Daniel hablando solo y en cinco minutos descolgó su chal de la pared, guardó las fotos, dobló la frazada que había cargado desde Nueva York y llenó una valija con dos mudas para cada quien. Mientras hacía todo esto, el discurso de Daniel empezó a palidecer hasta resumirse en una pregunta destinada a saber a dónde pretendía irse.