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– A la guerra -contestó Emilia.

Daniel revisó su aspecto de viajera dispuesta y le preguntó qué pensaba hacer con su hospital. Entonces ella bajó la cabeza un segundo y la levantó tras morderse un labio hasta sacarle sangre. Ya estaba encargado y no hacía falta una palabra más. Daniel la miró sin saber cómo enfrentar una actitud tan distinta de la que pretendió conseguir con su berrinche. Suponía que tras tanto grito Emilia lo dejaría ir solo a la guerra y el desorden que ella tanto abominaba. En cambio, respondía del modo opuesto a como había respondido en San Antonio. Debió preverlo, por herencia esa mujer era impredecible. Pasó en silencio un rato largo, mirando su imagen internarse poco a poco en la penumbra que llegaba con la noche.

– Eres una caja de sorpresas. A veces te detesto -le dijo al fin dando una última patada contra la pared.

– Puedes sentirte bien correspondido -le contestó Emilia.

– Vamos pues a la guerra -dijo Daniel.

Pasó un tren cuatro días después. Lo oyeron silbar a lo lejos, cuando casi habían abandonado la esperanza de oírlo alguna vez. Baui perdió el aire que guardaba en sus enormes pulmones y sintió el terror de ir a quedarse convertida en médico de buenas a primeras. Subió corriendo a rogarle a Emilia que no la abandonara con todo. Pero no obtuvo de ella sino un montón de besos y una ampliación rápida de las mil recomendaciones que le había ido dando durante el tiempo en que trabajaron juntas. Mientras bajaban la escalera, Baui alegaba que nadie se vuelve médico con mes y medio de andar atisbando, pero como su palabrerío no logró conmover a Emilia, terminó soltándose a llorar. Nunca en sus cuarenta y siete años de vida en el desierto había conocido esa mujer el llanto. Y el agua mojando sus redondas mejillas la sorprendió de tal modo, que sólo porque el tren se había puesto en marcha tuvo que hacerse al ánimo de no consultar más médico que ella misma. Con la mano derecha Emilia iba colgada de un tubo en la puerta del vagón, así que agitó la izquierda, en la que sostenía su maleta, para despedirse de la hermosa gorda que tanto le había dado, que hasta un montón de lágrimas le regalaba como despedida.

– Si se han de morir, que no les duela -le gritó desde lejos.

Fue volviéndose un punto en el horizonte polvoso. Emilia se bebió las dos gotas de sal que le corrieron por la cara desde los ojos oscuros y trémulos con que veía a su amiga perderse en el paisaje. Buscó a Daniel que ya se había trepado al techo del vagón y desde ahí la llamaba con la misma voz con que ella recordaba siempre sus llamados a lo imprevisto. Había recuperado la luz con que miraba cuando la vida era un albur, y le extendía una mano que ella no intentó, ni hubiera podido alcanzar. Lo dejó instalarse entre los miembros de una tropa cuya filiación era más bien imprecisa y buscó un lugar para sentarse en el piso que se disputaban los niños, animales y braceros de una banda de mujeres que cantaban como si algo tuvieran que celebrar.

Lo supo desde la primera jornada: jamás olvidaría ese viaje. La experiencia del horror vuelto costumbre no se olvida jamás. Y tanto horror vieron sus ojos esos días que mucho tiempo después temía cerrarlos y encontrarse de nuevo con la guerra y sus designios. Sólo Daniel podría haberla metido en semejante pena y sólo siguiéndolo pudo ella tragarse la podredumbre y el dolor como algo inapelable. Cruzaba el tren frente a una hilera de colgados con las lenguas de fuera, y ella se abrazaba a Daniel para exorcizar el desfiguro de esas caras, la efigie de un niño tratando de alcanzar las botas en el aire de su padre, el cuerpo doblado sobre sí mismo de una mujer pegando de gritos, los árboles inmutables uno tras otro, cada cual con su muerto como la única fruta en el paisaje. Se abrazaban incapaces de cerrar los ojos, con el asombro de la primera visión negándoles el derecho a perderse las siguientes. Varias horas y pocos kilómetros después, encontraban una procesión de harapientos huyendo de otra, un tiroteo de hombres a caballo contra los viejos inservibles, los niños viejos y las mujeres sorprendidas tras casas incendiándose de las que salía un olor que entraba hasta los huesos y poblaba la imaginación de infamias. A veces, el tren se detenía una jornada completa con la instrucción de esperar a que pasara un general a dejarle su carga de soldados purulentos y llevarse del suyo una nueva redada de inocentes ansiosos de jugar con las balas. Entonces Emilia temblaba pensando en que alguno pudiera llevarse a Daniel, como se llevaban a los hombres de soldaderas abandonadas en el vagón dentro del cual se escuchaban sus voces apagarse, interrumpir el canto para llorar su desconcierto y empezarlo después, como una murmuración: nada me importa perder la vida, si es cosa de hombres morir, morir.

Quién sabe qué era peor, si los días plagados de imágenes o las noches en movimiento oscuro, las noches de presagio, amontonados como bultos rodando entre bultos, al paso que marcaba el cansancio del tren desvencijado y polvoriento en que viajaban. No había en los vagones de ese tren ninguna rudeza destinada a ordenar la convivencia, cada quien hacía con el espacio que le tocaba, con su cuerpo y sus necesidades lo que le venía en gana. Había quienes prendían lumbre para echar tortillas dentro del vagón, utilizando los restos del terciopelo roto que aún quedaba en alguno de los escasos asientos, quienes orinaban en las esquinas o desde las ventanas, quienes dormían medio encuerados, maldecían a sus parejas o se les iban encima sin interesarse en lo más mínimo por la opinión de los otros viajeros. Al principio, Emilia se había empeñado en mantener en alto las dotes civilizatorias que con tanto cuidado habían puesto en ella sus padres, pero con el tiempo aprendió a guiarse como los otros pasajeros, según sus necesidades se lo pedían. Incluso se hizo al ánimo de esperar a la oscuridad de la media noche para levantar su falda y cobijar a Daniel bajo ella, en un juego que sobre la certeza de la muerte, revaluaba la vida en la trabazón de sus cuerpos.

Estaba en el aire que cada mañana podía ser la última y que era milagroso alcanzar cada noche para quererse en las tinieblas movedizas del tren, o a mitad del campo perfumado por unas flores que crecían diminutas sobre el zacate en que ellos se echaban, cuando la máquina de vapor tenía a bien descomponerse durante horas y horas de espera, que nada, sino el amor, entretenía de buen modo. Muchas veces, mientras Daniel escribía de prisa o conversaba con los soldados, Emilia se preguntaba qué hacía ella contemplándolo, sin más utilidad en el mundo que saberse a su disposición, sin más posible tarea que revisar a un herido para el que no tenía cura en sus manos, enfrentándose un día y otro al hecho de que la medicina no vale sin la ayuda que le dan las boticas. Saber que una mujer tendría cura con alguno de los brebajes que descansaban en los estantes de Diego Sauri y no tenerlo cerca, la enervaba tanto que dejaba de hablar, de reírse, de comer y hasta de necesitar el cuerpo que Daniel le ofrecía como consuelo. Aquel tren, visto por ella, tenía más enfermos que sanos, más débiles que recios, más gente necesitada de una cama y un tónico que de una pistola y un general tras el que irse a dar con la revolución. Pasaba horas preguntándose a la falta de cuál vitamina se deberían las manchas blancas que abundaban en el rostro de los niños, con qué antiséptico podrían remediarse las enfermedades venéreas que iban de entre las piernas de los hombres hasta las soldaderas y el fondo de sus tibias vaginas.

A lo largo del tren corrió la noticia de las habilidades médicas que adornaban a la muchacha del vagón amarillo, de que en su maletín cargaba remedios y en sus manos habilidades para suturar y poner vendajes, y de lo largo del tren fueron llegando a consultarla toda clase de dolientes a los que Emilia no podía ofrecer mucho más consuelo que el de escucharlos y darles recomendaciones para el momento en que dejaran de rodar y pudieran conseguir la yerba tal, el polvo cual.