Изменить стиль страницы

Josefa saltó de la cama con el primer sonido que rozó la condición alerta de sus oídos, oyó a Diego protestar contra los modos y los horarios de Milagros, mientras ella buscaba en la oscuridad las mangas por las que entrar en la bata. Cruzó el corredor humedecido por la penumbra del amanecer y bajó las escaleras brincando.

– ¿Emilia? -preguntó antes de abrir. Porque ¿quién sino Emilia podría haberle echado a rodar el corazón por el cuerpo?

XIX

Durante los meses de turbulencia y abismos que siguieron a la noche en que Emilia cruzó el umbral, llevada en vilo por un Daniel cobrizo y despeinado, Josefa dio en repetir un aforismo en torno al tiempo haciendo con las pasiones lo que el viento con el fuego: "Si son breves como la llama de una vela, las devasta. Si son grandes como un incendio, las alimenta."

Emilia dejó ir a Daniel sin un solo reproche y sin querer enterarse de a dónde iba. Zavalza recibió a Emilia sin preguntarle a dónde había ido y sin un solo reproche. Luego, el tiempo empezó a correr sobre el arrojo y el agravio de cada quien.

Los días se hicieron meses y la vida un intenso litigio con sus estragos y venturas. Zavalza y Emilia volvieron a trabajar juntos. Hablando siempre de los demás, de sus purulencias y sus padecimientos, de sus posibles curas o sus irreparables muertes, se hicieron una pareja incapaz de reposo. Aprendieron a estar cerca una jornada y otra como piezas de un mismo reloj. Cada día más gente llegaba al consultorio de Zavalza buscando cura, y la encontraba en ese par de necios, capaces de pelearle al destino hasta los infortunios físicos más inesperados.

Un mediodía en septiembre de 1912, Zavalza se presentó en la botica para pedirles a Emilia y a Diego que lo acompañaran. Diego tenía una idea del asunto que lo llevaba y pensó que Zavalza merecía completo el placer de la intimidad al mostrarlo, así que se disculpó alegando que no podía dejar sola su botica y vio a Emilia salir, inocente y ávida, tras la prisa de Antonio.

A principios de año, los dueños de una finca en las afueras de la ciudad la habían puesto a la venta en mucho menos de su valor, porque se iban del país como de la peste. Zavalza oyó a Josefa comentar el asunto y corrió a comprar la ganga. Durante varios meses conservó en secreto el destino que pensaba darle a ese lugar. Emilia lo veía desaparecer a media mañana o llegar un poco tarde a la consulta de las cinco, sin decir una palabra.

– Tiene una novia y quiere mantenerlo en secreto -le comentó Emilia a su madre.

– Imposible -aseguró Josefa-. Esos secretos son lo primero que se sabe.

Con el dinero que no se había gastado en ir a Europa y casarse, Zavalza convirtió la finca en un pequeño hospital. Por fin había quedado listo para enseñárselo a Emilia.

– Es casi todo lo que tengo y es mucho más de lo que pude ambicionar -dijo cuando estuvieron en la puerta.

Emilia Sauri recorrió el lugar con más entusiasmo del que hubiera puesto en todos los días de sorprenderse con las maravillas de Europa. Fue y vino de un cuarto a otro, se imaginó y dispuso cómo acomodar los muebles, abrió y cerró las ventanas, aprobó el exacto verde del pasto en el jardín, y cuando creía que ya nada podía faltar, un Zavalza resplandeciente la condujo a la pequeña sala de operaciones, donde todos los instrumentos y aparatos eran modernos como un cine.

Zavalza había dado con aquel equipo gracias a los buenos oficios del cónsul norteamericano en la ciudad, un viejo sonrojado y sonriente a quien curó de una dispepsia que él creía crónica y que por lo mismo le tenía al menos tanta ley como a su patria. El embajador de los Estados Unidos en México tenía un empeño personal en devastar al régimen de Madero, y en su afán por lograrlo le contaba a su gobierno toda suerte de historias sobre la inseguridad en las vidas y propiedades norteamericanas. Para apoyar su versión necesitaba tener siempre a mano el relato de un último desfalco, de un grupo de compatriotas perseguidos o en bancarrota, cualquier desventura. Los aparatos que brillaban en la sala de operaciones, los había encargado él mismo para tejer y apoyar la invaluable anécdota de un infeliz e inexistente médico, que habiendo trasladado a México un equipo carísimo, lo abandonó intimidado por la persecución y el horror que lo cercaba, sólo por ser extranjero en régimen maderista. Cuando el embajador terminó de probar su cuento, puso a la venta el equipo y por medio del risueño cónsul en Puebla, Zavalza lo compró en la quinta parte de su precio.

Emilia escuchó a su amigo contar toda esa historia de intrigas que tanto lo había beneficiado, mientras caminaba de un lado a otro de la sala, tocándolo todo. Por fin se detuvo en Zavalza y lo abrazó.

– Creí que tenías una novia -dijo.

– ¿Habrías perdido la calma? -le preguntó Zavalza acariciando la melena de rizos que Emilia había puesto cerca de su nariz como un bálsamo.

– No tengo derecho -dijo Emilia cobijada por los brazos y el temple de Zavalza. Olía a tabaco y colonia fina. Cerca de su cuerpo sintió la dócil emoción de la paz, y la encontró tan nueva que se dejó salir de la boca una canción de amores a cuyo ritmo se puso a bailar.

Durante el año que estuvo ausente, las cartas de Daniel llegaban desde los sitios más inesperados. A veces eran juguetonas, escritas con prisa. A veces demoradas y tristes. El humor de Emilia cambiaba con ellas, subía y bajaba por las cuestas de la rebelión antigobiernista en que se había metido Daniel, al no encontrar en Madero al gobernante justiciero que esperaban.

Daniel había vuelto a Morelos y al sur de Puebla, había sido nombrado correo y contacto entre los campesinos del sur y los rebeldes antimaderistas en el norte, había viajado, escrito proclamas, ayudado en la redacción de planes, y pasado más hambres que nunca. Durante un tiempo los rebeldes en el norte hicieron temblar al país, tomaron Chihuahua y parte de Sonora, antes que el gobierno pudiera darse bien cuenta de lo que pasaba. Daniel los había acompañado como periodista escribiendo notas para un periódico en Chicago y otro en Texas. Los acompañó también cuando empezaron a perder frente a una milicia fuerte, que reorganizó un general heredado del porfiriato al que Madero hizo responsable de la campaña contra el norte. Se llamaba Victoriano Huerta. Daniel no hizo sino trabajos de intelectual y abogado hasta que los rebeldes tuvieron que enfrentarse al nuevo ejército en Rellano. Ese día hasta los niños dispararon contra los federales. Después, todo fue ir perdiendo y escapando hasta que no hubo otro remedio que buscar refugio en Texas.

Cuando le abrió la puerta de su casa en la ciudad de San Antonio, el doctor Cuenca, erguido y altanero como en sus mejores días, pero casi ciego y con tantos males como pueden caber en un corazón exhausto, no podía creer que todos sus esfuerzos educativos hubieran terminado por conducir a su hijo a la condición de ruina en que llegaba.

– ¿De cuál equívoco sales? -le preguntó.

Un náufrago hubiera tenido mejor aspecto que el costal de huesos en que lo habían convertido las desventuras. Daniel apestaba a una mezcla de pólvora con infierno, tenía costras en la cara, la camisa herida en el hombro derecho, el pantalón inmenso con una pierna agujereada, los zapatos con las suelas desprendidas y un aire de pena en el gesto con que intentaba sonreír.

Después de comer y bañarse, durmió tres noches con sus días. Despertó un martes como a las seis de la tarde y encontró sobre él la mirada vigilante del doctor Cuenca. Conservaba en sus rasgos de anciano la concordia que rigió siempre su vida. Daniel se frotó los ojos con las manos como si necesitara aprisionar bajo ellos una imagen de armonía indiscutible.

– Lástima que no salí a ti -le dijo.

La siguiente semana hablaron de sol a sol, comieron en desorden y a deshoras, durmieron ratos largos en horarios inusitados y llegaron a un acuerdo: Daniel había estado perdiendo sus fuerzas y su valor en el intento por mermar el poder de un hombre que no lo tenía, había luchado junto a sus enemigos más débiles, contra los que guerreaban en su nombre, pero contra su nombre se irían más temprano de lo creíble. Entonces, la libertad de prensa, parlamento y palabrerío que nadie había valorado en esos años, volvería a enterrarse bajo los cadáveres de hombres inocentes. Los demás, los que nada tenían que perder, se matarían entre sí tras causas y nombres inevitables e imposibles, y la revolución correría por el país sin tregua ni destino, hasta quién sabía cuándo.