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La flauta que Daniel había hecho sonar para llamarla estaba tirada en el suelo, junto a sus zapatos. Emilia Sauri abrió los ojos al sol de las diez inundando la recámara, y los puso en el pedazo de carrizo tras el que había corrido la noche anterior. Sonrió. Necesitaba de la risa para perdonarse. ¿Qué le iba a hacer? No tenía remedio. Ni siquiera se había detenido a pensar una disculpa, ni hablar había querido. ¿Para qué? ¿Qué podía haber dicho que no supieran todos ahí? ¿Cuál era la novedad de su yugo? Antonio Zavalza lo sabía mejor que nadie. A él no lo engañó nunca. Aun cuando logró que la renuente Josefa le creyera el olvido, no había visto borrarse una última duda del filo oscuro que hacía aún más negros los ojos de Zavalza. Él sabía de qué estaba hecho su mutismo de unos ratos, de qué su escándalo en otros. ¿Y ella? ¿Qué podía decir de ella? Estaba feliz. Tanto, que no pudo seguir torturándose por su falta de carácter y sensatez más de los tres minutos que dedicó a contemplar la flauta de carrizo. Volvería a seguirla todas las veces que sonara.

Habían dormido en la casa de soltera que Milagros no quitó al mudarse con Rivadeneira. Daniel tenía consigo la llave y no la soltó ni en los momentos de guerra en que se pierde todo con tal de salvar la vida. La llevaba colgada del cuello y era su certidumbre de que tenía un hogar, de que alguien lo esperaba siempre, de que por más líos y muerte que tragara, tenía la vida a la vuelta de la esquina y no necesitaba sino correr a buscarla. Emilia estaba guardada para él. No había tenido jamás la mínima duda en torno a eso. Conocía todos los escondites de ese cuerpo, viajaba con su recuerdo y su cabeza como una parte de él, como consigo mismo. Para él, Emilia estaba también en la guerra, esperando la paz para continuar con el acuerdo sin firmas de toda su vida.

Cuando Emilia le preguntó por qué había vuelto, Daniel le dijo que extrañaba los lunares de su hombro izquierdo. No hablaron de Zavalza. Daniel sabía que si le daba permiso a su lengua de correr por ese tema, terminaría gritando insultos. Prefirió tocarla de nuevo, indagar si le tenía secretos, mientras allanaba hasta el último doblez que ella quiso guardarse en el cuerpo, reconocerla y sembrar en el centro mismo de todos sus deseos, el gozo extenuado que otra vez supo nada más suyo.

Emilia Sauri cerró los ojos y vio el mar, vio una luna inmensa y excéntrica columpiándose contra el cielo, vio a Daniel esperándola frente a la estación del internado a los doce años, vio el árbol del jardín, vio el estanque mojando sus piernas, la piedra negra sobre su mano, la tenue oscuridad del temazcal. Se imaginó por dentro: húmeda, belicosa, triunfante. Y por primera vez bendijo a su fortuna llamándola, por primera vez no quiso guardarse el ruido de montañas brotándole del cuerpo. No estaban los demás. Los que la protegían, los que la cercaban comprendiéndola, los que la habían hecho dudar de su fiebre porque a veces parecía también de ellos. Su guerra y su armisticio con Daniel eran nada más suyos, sólo frente a ella acreditaban su condición de años los instantes, y la fe de su queja rompió el aire en pedazos que se fueron gritando por la plaza.

Esa mañana, Milagros llegó temprano a casa de su hermana. Se instaló a beber café con leche y trató de iniciar una conversación.

– Las mujeres no vamos a cansarnos nunca de perder a los hombres perfectos -dijo.

Josefa levantó los hombros incapaz de saber qué responderle, apenada pero segura de que las cosas eran mejor así, y de que algo tenía que ver su hermana con el último ir y venir de las cosas.

– Querrás decir las mujeres de nuestra familia -sentenció deteniéndose a oír cómo silbaba la tetera, al tiempo en que todos los pájaros del corredor encendían un concierto inverosímil de un sol tan alto.

XVIII

Izúcar era un pueblo caliente y arisco. Nadie lo hubiera considerado un buen lugar para su luna de miel, pero la luna era de miel sobre las cabezas de Emilia Sauri y Daniel Cuenca la noche que se tendieron en la yerba, al lado de los cañaverales, en la soledad oscura y tibia que los bordeaba. No había duda ni pena que cupiera bajo el cielo que los cubrió. Durmieron como muy pocos han logrado dormir sobre la tierra.

Al día siguiente, entraron al pueblo caminando por unas calles terrosas, a las que regía el olor de la caña fermentándose. Eran calles con casas chaparras por las que andaban hombres vestidos de calzón blanco y sombrero de petate, mujeres descalzas y palúdicas, con los hijos colgando como frutas en sus brazos. En la puerta de un salón, un poco más alto que las casas, había dos hombres esgrimiendo como armas dos vasos llenos de pulque. Uno de ellos sostenía con su mano izquierda la jarra de barro, enorme y brillante, de la que había servido su vaso y el de su amigo. Se miraban muy serios, como si estuvieran comprometiendo su destino con ese trago.

Había cerca de ambos unos doce hombres haciendo con sus voces una conversación densa, y en medio de ellos, tres niñas con los vestidos chorreados de mugre y las caras pringadas con barro de varios días. Los ojos de la más pequeña brillaban entre las piernas de los hombres que hacían brindis sobre su cabeza, tenía en las manos una muñeca de trapo y veía al frente tan seria como si también ella estuviera ahí para vislumbrar su vida.

– ¿Qué hacen tres niñas entre una bola de borrachos? -le preguntó Emilia a Daniel.

– Atestiguan -dijo Daniel, pasándole el brazo sobre los hombros para guiarla al cruzar la calle ardiendo.

Cuando se acercaron al grupo, el perro que jugueteaba sobre las rodillas de un viejo se puso frente a ellos ladrando con un escándalo de policía. Para asombro de Emilia, Daniel lo llamó por su nombre y lo calmó acariciando su lomo. El personaje con la jarra en la mano se acercó a Daniel misterioso y cálido. Era Chui Morales, cantinero y líder local de los revolucionarios. Daniel presentó a Emilia como su mujer y Emilia sintió dos pinzas apretándose a su cintura. Morales buscó su mano y se puso a sus órdenes con pocas palabras, luego le hizo saber que ahí casi todos la conocían de hacía mucho.

La niña de la muñeca se acercó para explicarle a Emilia que el perro era suyo. Agachándose hasta tener su cara frente a la de la niña, Emilia le preguntó cómo se llamaban ella y las demás.

Un hombre recién llegado de Morelos levantó los ojos del fondo de su vaso, para decir que. ahí no se aceptaban mujeres, que si Morales dejaba entrar a ésa no habría junta ninguna, ni acuerdo de paz, ni madres.

– Mujeres no, pero niñas ¿sí? -dijo Emilia.

– De estas mugrosas -dijo el hombre señalando a las niñas con un movimiento de la cabeza.

– Ella es de éstas -dijo Daniel-. Viene limpia porque fuimos a ver a su madrina, pero en un rato se enmugra.

– Llévatela -le dijo otro de los hombres. -A mí no me llevan y me traen -terció Emilia levantándose de enfrente a la niña.

– Con usted no estoy hablando -le contestó el hombre tocándose el sombrero.

– Pero yo sí estoy hablando con usted.

– No te metas Emilia -le dijo Daniel-. Las cantinas no son para mujeres. Tienen razón los señores.

– Claro que me meto -dijo Emilia acercándose a la puerta de la pulquería y cruzándola sin dar tiempo para que nadie la detuviera.

Después del sol que iluminaba el día de afuera, la penumbra de aquel cuarto pestilente la violentó. Había aserrín en el piso sobre el que dormitaban dos hombres. Emilia no tuvo tiempo ni de acercarse a ver si estaban vivos, cuando de entre los barriles amontonados salió tambaleándose otro que se fue sobre ella como sobre una aparición. La llamó virgencita y le pidió mil perdones por su borrachera, diciéndole mientras la abrazaba cuánta devoción le tenía y cómo nunca había pensado que tocándola sintiera por fin el cobijo de la madre de Dios.