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El brazo entero de la aspirante a médico quedó empapado en sangre. Sintió que se moriría junto con la muchacha del susto y la compasión, pero supo disimular su horror con una retahíla de acciones inútiles. Buscó el sedante en gotas que había puesto en su bolso cuando aún creía que un parto no necesitaba más y lo virtió completo en la boca terrosa de la muchacha. Acuclillada en el suelo, revisó el color en sus párpados sólo para no estar inmóvil, con la sensación de impotencia que la devastaba. La mujer tenía medio cuerpo roto, debía estar sintiendo que le arrancaban en pedazos las entrañas, y no se quejaba.

– ¿Cómo te pasó esto? -le preguntó.

– Yo me lo hice -contestó la muchacha.

Emilia la besó, compadeciéndola con todo su delirio adolescente y, otra vez, sintió sobre ella la culpa como una golpiza. No pudo guardarse la turbación. Lloró un rato largo junto a la joven moribunda que la miraba como al horizonte. Lloró por la amistad que no tuvieron, por la distancia de sus mundos, por el ángel devastador en el borde de sus labios. Estuvo con ella hasta que la muchacha se perdió en su palidez. Luego Emilia Sauri se levantó del suelo a confesar su impotencia.

El hombre insultó al niño que lloraba unas lágrimas mudas y salió del cuarto echando maldiciones. Se fue sin ver hacia atrás, como se dice que hacen los hombres cuando saben que no pueden regresar.

La dueña del cuarto contó entonces que había oído a la muchacha quejarse cuando todavía estaba negro el cielo, pero que había creído que sus ruidos eran porque tenía encima al hombre. Dijo que la había aceptado ahí arrimada porque era la querida del hermano de su marido, ese borracho sin obligaciones que no tenía ni dónde dormir y que pedía cobijo allí cuando se le atravesaba una mujer.

Mientras hablaba señaló como el culpable al único hombre que Emilia había visto ahí. Era, según todas, un cabrón que nada se merecía. Le habían aceptado a la querida porque ella se reía como si tuviera de qué y porque su chiquillo era muy acomedido, pero si la muchacha se moría, ese cabrón borracho, porque ellas lo juraban, no iba a poner un pie de regreso ahí.

Un cura con la luz entre los dientes entró al cuarto como una gota de agua. Tenía la sotana raída y abierto el botón que cierra sobre el cuello como un yugo. Emilia lo conocía. Era el único sacerdote amigo de su padre. El único cura que ni rezaba por obligación ni hablaba de Dios cuando no era oportuno. El padre Castillo era yucateco como Diego, pequeño y prudente, incansable y buen conversador. Pasaba por la botica cada tercer día para tomarse un café. De él había escuchado Josefa aquello de la guerra como una almohada que se despluma.

Cuando Emilia lo vio entrar, sintió el abrazo de sus ojos y casi pudo sonreír. Se sentía tan perdida de sí misma, tan incapaz. Dio unos pasos para decirle lo que pasaba. Él le devolvió una palmada en el hombro y procedió a buscarse algo en los bolsillos del pantalón bajo la sotana arremangada. Después de algún trajín, encontró en el fondo de alguno su estola desteñida y pidió que lo dejaran a solas con la enferma. Las mujeres salieron a perseguir una sombra bajo el único árbol de aquel terregal.

Emilia conversaba con ellas, inmersa en un mundo que la espantaba, cuando el sacerdote salió. La muchacha había muerto.

– Ya descansó -dijo la dueña de la casa. Todas se precipitaron al cuarto para mirar a la muerta como si acabara de llegar. La rodearon de flores y cabos de cirio encajados en la tierra apisonada que era el piso del cuarto, le pidieron al cura que le rezara y la bendijera.

Castillo accedió con la docilidad de quien cumple su deber sin protestar, ni presumir. Emilia notaba un freno en sus labios tan contundente como el que ella había decidido poner entre los suyos. Nunca había visto morirse a nadie, pero a esa mujer tampoco la había visto nunca vivir más que al reírse. El niño Ernesto se había parado junto a ella y no lloraba más.

– ¿A dónde se fue? -le preguntó a Emilia como si fuera la mismísima lengua que ella se mordía. Ella quiso responderle que a ninguna parte, pero se le atoraron esas palabras que su razón siempre tuvo por ciertas.

– A donde viven los muertos -contestó.

Al día siguiente, después de acompañarlo a enterrar a su madre en el panteón municipal, Emilia le extendió la mano para despedirse de él y abandonar por fin la pesadilla. Había acordado con Castillo caminar de vuelta hasta la botica, recoger ahí a Diego y subir a intentar comerse algo bajo la protección que siempre daba la mesa albeante de Josefa. Pero en cuanto el niño tuvo su mano entre las suyas, se aferró a tan conveniente suavidad y le pidió que se lo llevara con ella. Su hermana pequeña vivía regalada con una señora y él no sabía ni dónde buscarla. Tampoco supo nunca quién fue su padre, y esa noche no tendría lugar en qué dormir si ella lo abandonaba.

– ¿En dónde acaba esto? -murmuró Emilia Sauri en el oído del padre Castillo.

– En la nada -dijo el cura tomando la otra mano del niño.

Antonio Zavalza y Diego Sauri conversaban tras el mostrador de la botica cuando llegó hasta ahí el caviloso trío. Zavalza tenía puestos los anteojos porque había estado examinando uno de los libros antiguos con cuyas lecturas Diego satisfacía su ambición de viajes. Haber recorrido medio mundo y llevar la mayor parte de su vida en el mismo sitio, atado a los mismo ojos y el mismo delirio por la misma mujer, a veces lo traspasaba de inquietud. Entonces, seguro de que intentar cualquier otra cosa hubiera sido ridículo, Diego Sauri hundía la nariz entre las estampas de sus libros y viajaba tardes enteras por la India y Marruecos, Pakistán y China. Tras varios días perdido en la querella con sus deseos, regresaba completo a la estancia de su casa y al mostrador de su botica, renovado y excéntrico, seguro por todos lados de que no había elegido mal quedándose tras la invisible muralla que cercaba la ciudad de Josefa Veytia.

A nadie le contaba de aquellas escapadas hasta que dio con Zavalza. Ambos conocían otros mundos y compartían la pasión por las Veytia. A uno la madre y al otro la hija los habían vuelto locos por su mundo mentido de sencillez y lleno de recovecos, quieto y alrevesado, temerario y sonriente, trémulo y poderoso.

Zavalza llegó esa tarde a la Casa de la Estrella con los deseos como nudos en la nuca, urgido de vestir en el entrepecho del boticario hasta la última gota de sus incertidumbres. Durante las tres horas que tardó Emilia en el entierro tuvo tiempo para salir de todo y hasta para acompañar a Diego por Turquía y el Golfo Pérsico.

El boticario pensaba con la cabeza que no habría en el mundo mejor hombre para su hija que aquel médico, pero sabía que las cosas no son como uno las prefiere sino como son y que su Emilia estaba dada sin remedio a otro poderío. Sin embargo, había aprendido de Josefa a decir las verdades tan a medias como era posible cuando resultaba preciso no decirlas completas. Así que no descorazonó a Zavalza, y le dejó la responsabilidad de prodigar el desencanto a quien le correspondía. Emilia es una mujer del siglo XX, se dijo orgulloso, y ella sabrá qué hacer.

Zavalza no se quitó los anteojos al ver llegar a la joven de sus martirios. Y por un segundo pensó que tal vez era a causa de la deformación de los cristales que la veía acercarse de prisa, casi arrastrando al niño y al cura que llevaba de la mano.

Emilia le guiñó un ojo a su padre, dejó a Ernesto segura de que el sacerdote se haría cargo de explicar esa historia y fue derecho a Zavalza. Le ofreció la mano confesándole cuánto le había dolido su impotencia y cómo lo había necesitado junto a ella.

Todo en un murmullo que hizo al médico sentirse tocado por el éxtasis. Sin soltar su mano, Zavalza acarició la mejilla de Emilia Sauri.