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– Tendrás que decidirte -le dijo Diego para concluir una larga disertación sobre las posibilidades del gobierno que encabezaría Madero. No tuvo que aclarar nada más.

Daban un último trago de café cuando Josefa irrumpió con la noticia de que Madero entraría a la ciudad de México el día siete de junio. Milagros y Rivadeneira irían a ver el espectáculo que sería la recepción y querían permiso para llevarse a Emilia con ellos.

– Esta niña ya se manda sola -respondió Diego, con la certeza de que su hija iría lo mismo si ellos cometían la imprudencia de negarse.

Salieron el día cinco en un tren perseguido por sobresaltos. Cuando no lo detenían unos montados pretendiendo subirse con todo y caballos, lo detenían los dueños de una hacienda pretendiendo subirse con todo y hacienda.

– Acuérdate bien de este espectáculo porque no vas a volver a verlo en toda tu vida -le dijo Milagros a Emilia.

El poeta Rivadeneira estrenaba una máquina para tomar fotografías y oía las admoniciones de Milagros como la mejor música para acompañar las imágenes que iba guardando tras el ojo de su cámara.

Se alojaron en la pequeña casa que un inglés amigo del poeta dejó puesta en la colonia Roma antes de irse a Europa, el noviembre anterior, cuando había visto venir lo que le esperaba al régimen con el que tan buenos negocios había hecho. Al despedirse de Rivadeneira y Milagros, el inglés les prometió que regresaría en cuanto todo acabara y se fue de un día para otro como si se fuera de vacaciones.

Les dejó la casa para que la trataran como suya y como suya la cuidaban y vivían de vez en cuando. Era una pequeña belleza afrancesada como gran parte de las casas en esa zona. Para aumentar sus excesos decorativos, en los últimos meses Milagros había salpicado la sala de ídolos prehispánicos y artesanías.

Amaneciendo ahí, los despertó un temblor de tierra que estremeció a la ciudad a las cuatro de la mañana con veintiséis minutos del siete de junio.

Emilia dormía sola en una recámara cuyo candil de cristal color de rosa empezó a sonar como un diminuto campanario enloquecido. Milagros entró a pedirle que no tuviera miedo y la encontró aún metida bajo las sábanas, presa del regodeo extraño que era ver aquello columpiándose mientras su cama de latón se mecía como una cuna. Desde niña la sedujeron los temblores. No les temía. Había heredado su inconciencia de Milagros, quien durante los tres minutos que duró el temblor, anduvo por la casa dejándose sentirlo y riéndose de la furia con que Rivadeneira la regañaba por no bajar cuanto antes a la calle.

– ¿No entiendes que esta ciudad está sobre el agua? Es una aberración. Se puede caer de golpe y matarnos -le repitió diez veces Rivadeneira cuando la tierra y él dejaron de temblar. No volvieron a dormirse. La llegada de Madero estaba anunciada para las diez, pero salieron de la casa desde las siete. Compraron los periódicos y se instalaron a leerlos en un café de chinos cercano a la avenida Reforma. Frente a sus tazones de leche y una canasta con panes dulces, leyeron y platicaron más de dos horas. Luego trataron de acercarse a la estación, pero unos hombres a caballo, mezcla de rebeldes recientes y peones eternos, les impidieron el paso. Fueron a la Alameda Central y caminaron por sus alrededores hasta que cerca de las once, les llegó a la banca en que descansaban la noticia de que el tren del señor Madero ya estaba cerca de los andenes. Total, por ahí de las doce y media lograron acomodarse sobre Reforma cerca de la estatua de Colón.

La gente se había encaramado a los monumentos y ya no se sabía bien cuál héroe yacía bajo los cuerpos amontonados sobre sus hombros o sus rodillas, colgados de sus brazos o pisándole los pies. Los vivas a Madero corrían como un jolgorio y todo era un bullicio sin orden y sin tregua.

Dos horas después de estar ahí bajo un sol de escándalo, Rivadeneira tuvo la peregrina idea de que volvieran a la casa. En lugar de escucharlo Emilia trepó a la estatua de Colón. La mano felina de un muchacho la levantó del suelo y ella escaló la estatua levantándose la falda con la boca para que no le estorbara y enseñando las piernas en mitad de una rechifla.

Desde arriba, saludó a Milagros Veytia que se apoyaba con extraña ceremonia en el brazo de Rivadeneira. Se concentró luego en la cauda de sombreros y caballos que cruzaban bajo sus ojos. Polvosos y pardos daban la impresión de llevar un uniforme, por más que no hubiera uno vestido igual que el otro. Los sombreros de alas muy anchas y copas puntiagudas se intercalaban con las gorras de guerra o los cabellos alborotados y sudorosos contra el sol. De pronto, entre un hombre redondo con las cananas cruzadas sobre el pecho y uno alto vestido como por el mismo sastre del señor Madero, Emilia vio galopar el único cuerpo que le interesaba entre todos aquellos. Tenía la gracia sobre los hombros y un aire infantil regía el garbo de su figura.

– ¡Daniel! -le gritó ensordeciendo a los que con ella se apiñaban sobre la estatua. Y con ese grito herético en mitad del alboroto general, bastó para que el espíritu veleidoso que iba sonriendo bajo un gran sombrero de paja igual a tantos otros, volteara en dirección de su voz y la viera agitando el brazo y regalándose como si pudiera alcanzarlo.

Con la sorpresa entre los labios Daniel detuvo su caballo, se quitó el sombrero y buscó a la dueña de la voz que lo llamaba. Emilia volvió a prenderse la falda de la boca y bajó de la estatua como un pájaro. A empujones, sintiendo que se ahogaba un momento y volaba el otro, llegó hasta la orilla del gentío y extendió su brazo hasta Daniel, que al otro lado de la muralla de hombros y cabezas interpuesta entre sus cuerpos, le ofrecía su mano para ayudarla a sortear la salida. Se abrazaron en medio de un griterío. Besándose en el centro del camino, eran la mejor parte del espectáculo que había volcado a la ciudad sobre sus calles. Emilia hundió su lengua en la boca de Daniel.

Para acercarse al perfume de su cuerpo, Daniel apoyó una mano en la nuca que ella mostraba como un cetro. Él olía a mugre de muchos días y traía tierra en las orejas que Emilia le besó despacio. La marcha de hombres y caballos se abría al encontrarlos abrazándose. Con una mano, Emilia acarició la espalda de Daniel, como si fuera dueña del tiempo. Luego buscó su pecho y del pecho bajó al camino hacia adentro que abría un pantalón colgado al cuerpo enflaquecido de su dueño. Sintió su grupa fuerte y su piel. Sólo un respiro. Llamado a gritos por unas voces que se alejaban, Daniel soltó su nuca, dejó sus labios, se libró de la mano que hurgaba bajo su ropa.

– Me tengo que ir -murmuró.

– Siempre -dijo Emilia dándole la espalda.

Antes de subirse al caballo, Daniel prometió que la buscaría en la noche.

– Te odio -dijo Emilia.

– Mentirosa -contestó él.

Sin quitar su cuerpo del camino por el que seguían pasando caballos y hombres presos de otra pasión, Emilia lo vio unirse al desfile. Había una mezcla de alivio y orgullo en el gesto del Daniel que se iba.

Desde lejos, Milagros presenció toda la escena mientras intentaba abrirse paso hacia el borde de la acera. Oyéndola decir su nombre como si la vitoreara, Emilia salió de su pasmo y recuperó la realidad. Caminó hasta los brazos de Milagros con la letanía de improperios que no alcanzó a soltar sobre Daniel, y estuvo maldiciendo el resto del desfile.

Porque siempre era lo mismo, siempre el atisbo y la huida, siempre la sorpresa y la desaparición, siempre la espera como única vuelta de su destino.

– Si el destino es lo que todavía no te pasa -dijo Milagros abrazándola-. Nunca es lo mismo.

Madero cruzó el aire unos minutos. Después, hasta Rivadeneira y su cámara quedaron envueltos en la euforia de tanta gente celebrando una esperanza. Nada era cierto todavía, más que el futuro. De ahí para adelante estaban sólo los límites de un sueño, y por entonces pocos imaginaban que nada es tan limitado como un sueño que se cumple.