Изменить стиль страницы

Doña Silvina quedó tan agradecida que al día siguiente se presentó en la casa de Emilia con una de sus nueve hijas. Como retribución por el regreso de su único hombre, le parecía justo entregar a una de sus mujeres. Era una criatura de trece años, mal comida y pálida, que sonreía con una mezcla de timidez y satisfacción mientras su madre explicaba las razones de su regalo. Emilia no supo qué decir. Había aprendido que era una gran ofensa no aceptar el regalo de un pobre. Pero de ahí a quedarse con la hija de aquella mujer como si fuera una gallina, debía haber un abismo.

Durante un rato perdió la locuacidad que tan útil le había sido el día anterior. Miraba a doña Silvina corno si quisiera indagar de qué estaba hecha, miraba a su hija buscándole la voz con una respuesta, y se clavaba las uñas en el interior del puño apretado. Hasta que la niña interrumpió con su duda ronca la divagación justiciera del dolor con el que Emilia ya no podía lidiar.

– ¿No me quiere usted? -la oyó preguntarle.

Emilia respondió que no era eso y vio cómo la sonrisa tensa de la niña se volvía complacencia mientras le decía a su madre que se fuera ya. La mujer dio las gracias otra vez y se disponía a desaparecer sin más cuando Emilia la detuvo del mandil diciéndole que no podía hacerle eso. Sacó un encaje de palabras con las que explicarle por qué ella no podía quedarse con su hija. La mujer no entendió sus razones, pero terminó aceptándolas convencida más por sus ojos húmedos que por el palabrerío dulzón en que la veía perderse.

Cuando por fin se fueron, Emilia salió corriendo en busca de Milagros que redactaba un manifiesto llamando al mitin en protesta por las trampas electorales. Escribir era ya lo único que la consolaba y escribía manifiestos todos los días y a todas horas, se publicaran o no, salieran o no de su confuso escritorio.

– Le hubieras hecho un bien quedándotela -dijo Milagros-. Ha de estar muerta de hambre.

Emilia recordó a la niña, a su gesto de súplica y coquetería y pensó que tal vez Milagros tuviera razón. Pero afirmó que de todos modos ella estaba más en paz con su negativa.

– Paz es lo que no hay por ninguna parte -dijo Milagros dejándose acariciar por el cepillo con que Emilia se propuso peinarla.

Trenzó primero su melena a la que se le habían multiplicado las canas y después le prendió la trenza en un chongo casi perfecto. Había pasado el tiempo y su ardor sobre Milagros, pero la belleza de sus facciones seguía siendo excepcional, arrogante y noble como en su desaforada juventud.

Decía Josefa que la inteligencia había sido siempre el lienzo sobre el cual la vida pintaba el gesto de su hermana. Y mirando sus ojos aquella mañana, Emilia comprobó esa verdad por encima de cualquier otra que hablara de su tía.

Pero la inteligencia descorazonada es peligrosa, y daba pena escuchar a Milagros prediciendo catástrofes. Cruzaba por su voz el Apocalipsis y una desolación de abismo que Emilia no estaba dispuesta a asumir como su único futuro. Así que se empeñó en corregir las predicciones que Milagros veía contundente en su privadísima bola de cristal.

Dedicó el resto de la mañana a escucharla con una frescura con la que hacía tiempo que nadie la escuchaba y le apostó los cincuenta y seis centímetros de su estrepitosa melena oscura a que Madero sería presidente de México aunque ni ella ni su padre ni al parecer Dios padre y la Coatlicue lo creyeran posible.

– Yo te apuesto la luz de mi ojo izquierdo a que eso no sucede -le dijo Milagros divertida con la oferta. Luego caminó hasta su escritorio y hurgó en una caja que había pertenecido a su padre.

– Toma -dijo extendiéndole un sobre sin abrir, dirigido a ella y cruzado por la letra de Daniel-. A ti ya quién te puede proteger de la vida.

La discusión con Milagros en que Emilia había dejado a sus padres el día anterior, tenía que ver con aquel sobre. Los tres sabían de qué trataría esa carta porque junto con ella habían recibido una del doctor Cuenca comentándola. Desde que intuyeron su contenido los Sauri decidieron escondérsela a Emilia mientras fuera posible. En la conversación de la noche anterior, Milagros había intentado convencerlos de que no se puede tapar el sol con un dedo y mucho menos con un dedo tembloroso, pero Josefa había terminado convenciéndola de que lo mejor sería esperar.

Lo único que pudo conseguir Milagros de su hermana fue la concesión para que nadie sino ella guardara la carta, con lo cual le otorgaban el derecho a decidir el día en que ya no se pudiera esperar más.

En la carta, con la misma tranquilidad con que en los meses pasados le había ido hablando del clima en Chicago, de la última película de Chaplin o de la trama de las novelas que iba leyendo, con la misma irónica rapidez con que un día le contó la historia del fundador del movimiento Scout y otro le describió el tamaño del puente de Manhattan que se terminaría ese año en Nueva York, la desordenada y alegre caligrafía de Daniel le comunicaba a Emilia que por un tiempo no recibiría noticias suyas. Madero había roto el arraigo a que estaba condenado en San Luis Potosí y había llegado a Texas. Desde ahí, él y quienes estaban contra la reelección de Díaz habían lanzado un documento que declaraba nulas las elecciones y convocaba a la insurrección para el veinte de noviembre a las seis de la tarde. Daniel iba a cruzar la frontera para unirse en Chihuahua a un grupo de arrieros y gente de las minas que formarían parte del levantamiento destinado a despertar al país de su letargo.

Después del aviso, Daniel aprovechaba para recomendarle que leyera la tercera sinfonía de un judío austriaco capaz de ordenar en una orquesta la presencia de veinte cornos y diecisiete trombones. "Si no fuera de Viena sería de Guamúchil." De ahí pasaba a despedirse con un beso en la boca de arriba y otro en la sonrisa de abajo.

Emilia terminó de leer despacio, dobló la carta con una parsimonia que sorprendió a su tía y le pagó una sorpresa con otra:

– Viene a comer Rivadeneira a las tres -dijo abriendo una sonrisa de niña aplicada. Luego buscó en su recámara el chelo del que se había olvidado y lo abrazó acariciándolo con el arco hasta arrancarle un sonido hermoso y lúgubre en el que fue quemando la pena que se había prometido no convertir en palabras.

Era el final de octubre y Sol no había vuelto aún de su luna de miel. Rivadeneira la había encontrado en Nueva York, amable, aburrida y preciosa. No quiso decirlo, pero fue la visión de esa pareja lo que lo había hecho volver como un venado en busca de la imprevisible Milagros Veytia. Quería envejecer junto a ella y se lo pidió con ceremonia, brindis y discurso al terminar la comida.

– Rivadeneira querido, lamento decirte que ya envejecimos -contestó Milagros.

Una semana después se mudó a vivir con él a la gran casa de la avenida Reforma que olía a papeles guardados y a hombre solo.