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Para no discutir con su padre ni con los rigores de la vida en la república, Emilia había vuelto a trabajar en la botica todas las mañanas. Por las tardes, acudía como el agua a su nuevo maestro. El recién llegado doctor Zavalza puso a sus pequeños pies su persona y sus conocimientos y le pidió que lo acompañara durante las consultas.

A cambio del Daniel que centelleaba de vez en cuando, y que estaba perdido desde el año anterior, Emilia encontró en esa presencia menos drástica pero más generosa, a un hombre inteligente y bueno de esos que, como decía Josefa, no abundan en el mundo.

Además no hubiera podido dar con mejor maestro. Zavalza sabía un montón de cosas y las compartía sin ostentación. Le gustaban las enseñanzas que Emilia traía del doctor Cuenca y se divertía escuchando los argumentos éticos que ella le aprendió de memoria al viejo maestro. Entre enfermo y enfermo, Emilia regaba el consultorio de aforismos y Zavalza la oía como quien oye una sonata de Bach. Su voz lo había encantado desde la primera vez, tanto que en las noches, cuando su muda recámara de soltero no lo dejaba dormir en paz, él cerraba los ojos y la oía como al eco de un deseo. Tenía voz de cristales y de ruina, canturreaba el final de las palabras como sólo hace la gente que ha vivido cada hora de su vida entre campanarios. Para colmo, vivía fascinada por la misma ciencia furiosa que había llevado a Zavalza a olvidarse de las finanzas y el comercio, de los viajes y las tierras, el poder y la herencia que estaban para él. Su padre le había concedido el capricho de convertirse en médico, pero siempre creyó que al terminar la carrera su hijo preferiría la comodidad de administrar una herencia al purgatorio de sobrevivir entre la podredumbre y el desánimo que puede ser la vida de un médico. La verdadera fortuna de aquel padre fue morirse antes de que la batalla con la contundencia profesional de su hijo resultara necesaria. Dejó encargado de darla a su hermano el obispo de Puebla, clérigo al que Zavalza ni respetaba del todo, ni hubiera obedecido jamás. Prefería dedicar su talento y sus horas a llevarle la contra y aprender todo lo que aún no sabía del vicio que era en él la medicina. Además, en los últimos meses podía disfrutar el tono en que Emilia le contaba cosas viejas con la fiebre de quien las descubre como la más preciada novedad.

Mirando a Zavalza, Emilia afianzaba las convicciones que había obtenido de Cuenca. Descubría cada tarde que no hay un ser humano igual a otro y le daba sorpresas a su amigo aconsejándole remedios para curar lo que su ciencia no curaba. Era intuitiva y contundente, sencilla y alerta. Hablaba de Maimónides, el antiguo médico que escribió los libros venerados por su padre, como de un viejo conocido, y de las yerbas curativas que vendía doña Nastasia en el suelo del mercado, con el mismo fervor con que escuchaba de Zavalza los más recientes descubrimientos de médicos austriacos y norteamericanos.

Toda la medicina, acordó con Zavalza, incluso la que funda sus doctrinas en abstracciones y sus razonamientos en inferencias, tiene algo que enseñar. Desde la metafísica hasta la observación, cualquier camino les parecía bueno. Emilia aprendió a no despreciar nada. Menos que nada el lenguaje de los hechos, el que mira en cada peripecia algo único, aunque derive su conocimiento de doctrinas generales. Para curar -pensaba- desde las manos del médico sobre la cabeza del enfermo hasta las pastillas de Tolú o los chiquiadores de papa. Para curar, desde una larga conversación hasta unas cápsulas de opio. Para curar, desde el agua y el jabón hasta el ácido tártrico. Para curar, desde el polvo de raíz de Altea hasta los trabajos y descubrimientos del doctor Liceaga, un amigo con quien Zavalza se carteaba cada semana, lo mismo desde la ciudad de México que desde Saint Nazaire, a donde hizo un viaje con la intención de estudiar todo lo que se sabía entonces sobre el virus de la rabia. Para curar, desde las infusiones de Ombligo de Venus recomendadas por doña Casilda la partera indígena que no hablaba castellano más que para decir insultos, hasta la imprescindible Pulsatilla de los homeópatas. Desde el xtabentún que Diego Sauri encargaba a sus islas cuando le aparecía un parroquiano con piedras en el riñón, hasta las pequeñas dosis de arsénico o los masajes chinos en los dedos de los pies.

A principios de mayo de 1911, Diego Sauri recibió una carta del doctor Cuenca, que leyó mientras sentía girar en torno suyo las paredes de la botica con todo y sus frascos de porcelana dibujada. Con su letra garigoleada y temblorosa, Cuenca le comunicaba su temor de que Daniel estuviera preso o muerto. Diego corrió a contárselo a Josefa y con ella acordó que de eso a Emilia no le dirían ni una palabra. Pasaron varias noches en vela hasta la tarde en que Milagros y el poeta Rivadeneira volvieron de un complicado viaje a San Antonio cargando con ellos las disculpas de Cuenca por haberlos alarmado en falso. Daniel estaba sano y los rebeldes ganaban una ciudad tras otra.

Esa noche durmieron nueve horas seguidas, pero Diego amaneció exhausto como si él mismo hubiera tenido que asaltar Ciudad Juárez, de cuya toma Milagros había dejado en sus oídos una descripción que hizo correr por sus sueños tanta sangre, como debía estar corriendo por el país sin remedio y sin freno.

– Defenderse también es asesinar -dijo al amanecer en el oído de Josefa-. Al monstruo le encantan las máscaras.

Josefa giró sobre sí misma y lo besó despacio en la frente húmeda y en la boca reseca. A ella también le aterraba la guerra, esa almohada rasgada en la que se habían convertido sus anhelos democráticos.

Milagros y Rivadeneira volvieron de San Antonio dueños de un aplomo que habían perdido durante la represión de noviembre. Pasaban los días ocupados en la escritura de un periódico clandestino. Josefa intuía que también trabajaban como mediadores entre los grupos revolucionarios y los atrevidos que les vendían armas y monturas.

Se sabía por rumores de los levantamientos en algunas fábricas textiles, de las huelgas en los molinos de algodón, de haciendas y pueblos cruzados por enfrentamientos y muertos. Emiliano Zapata, jefe de los insurrectos en Morelos, encontró en Puebla seguidores apasionados que en bandas de varios cientos de hombres cada una, luchaban por el control de los pueblos y por la línea del Ferrocarril Interoceánico. A diario el gobierno trataba de empequeñecer los disturbios diciendo que se trataba de asesinos y ladrones comunes, no de alzados.

La iglesia se colocó íntegra al lado del gobierno y no hubo púlpito desde el cual no se predicara contra la revuelta. Zavalza y su tío el arzobispo tuvieron un altercado que los Sauri celebraron invitando al doctor a una cena. Bebieron la última copa de oporto a las cuatro de la mañana, con Diego volviendo a sus discursos pacificadores, Josefa canturreando un corrido maderista y Emilia bailando con Zavalza, desmemoriada y feliz.

Una tarde a finales de mayo, Milagros entró con la noticia revoloteándole en la lengua. Porfirio Díaz había renunciado al gobierno. No se cansaba de repetirlo, como si repitiéndolo quisiera hacérselo creíble por fin.

Al día siguiente, el viejo dictador se embarcó en Veracruz rumbo a Europa.

– Han soltado un tigre -sentenció en público antes de subir al barco que lo llevaría al exilio.

– Sólo va a faltar que yo acabe coincidiendo

con él -se dijo Diego Sauri mientras trajinaba entre los frascos y los goteros de su trastienda.

Unas semanas después, Emilia encontró a su padre abrazado a los periódicos del desayuno con más fervor que de costumbre. Habría tregua. La revolución había triunfado y se firmarían unos acuerdos de paz que preveían la formación de un gobierno provisional.

Emilia le pasó la mano por la cabeza y se acomodó cerca de él a beber café y oír sus pronósticos. No había nada como su padre a esas horas de la mañana, nada como el olor de su cuello recién enjabonado, como la luz entre sus ojos de presagio.