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XV

La revolución no empezó el veinte de noviembre a las seis de la tarde, pero empezó. Siempre a distintas horas y durante todos los días que siguieron a la mañana del día dieciocho en la ciudad de Puebla. Esa madrugada el gobierno mandó allanar las casas de algunos antirreleccionistas sobre los que desde siempre tenía sospechas. Sabiéndolo, Aquiles, Máximo y Carmen Serdán, conocidos como los más radicales líderes de los rebeldes poblanos, esperaron la llegada de la policía dispuestos a iniciar la revuelta dos días antes.

Eran las ocho de la mañana cuando llamaron a la puerta. Como si les gustara la visita los Serdán abrieron sin dudarlo. Un hombre con ojos de cuervo, reconocido por todos como el jefe de la policía, entró al patio de la casa en la calle de Santa Clara con una pistola en la mano. Se detuvo al encontrarse con Aquiles empuñando una carabina, y sin cruzar una palabra, hizo un disparo. La bala no tocó a nadie y Serdán no esperó una segunda. Apretó su gatillo y mató al policía. Algunos de los subordinados corrieron hacia el interior de la casa y otros salieron huyendo. Uno de los que entraron, empezó a subir las escaleras tras Aquiles. Entonces, su hermana Carmen, vestida de blanco y con el cabello atado a la nuca, se atravesó en su camino apuntándole al pecho. El hombre le pidió que no disparara.

– Pues déme su pistola -le respondió Carmen sin dejar de apuntarle.

Obediente, el soldado bajó los pocos peldaños que había subido y soltó su arma. Su jefe quedó tirado en medio del patio, como un espanto, con los brazos abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.

Quienes estaban en la casa entendieron que en muy poco tiempo les llegaría un ataque feroz. Dieciséis amigos de los Serdán se parapetaron junto con ellos en las alturas de la finca, detrás de los tinacos o cubriéndose con las cornisas de las azoteas. Al poco rato, un número abrumador de policías inició los primeros disparos contra la casa.

Milagros Veytia estaba tomando café en la cocina de Josefa su hermana, cuando el tiroteo rompió a lo lejos un silencio tenso. Llegaba desde la iglesia de Santa Clara, frente a casa de los Serdán, no había equívoco posible. Al oírlos, lo primero que se le ocurrió a Milagros fue correr a la calle y tratar de llegar hasta la casa de sus amigos. Pero la policía había cercado los alrededores y se apostaba en los techos de las iglesias, impidiendo el paso de cualquier ayuda. Cuando el ruido de una batalla dispar y cerrada cercó el aire como único informe de lo que pasaba, Milagros maldijo al poeta Rivadeneira por haberse negado a visitar a los Serdán la noche anterior y se hundió en una tristeza ingobernable.

Diego Sauri cerró la botica y subió a mesarse los cabellos en familia. No había qué decir que no se hubiera dicho, no había qué esperar que no fuera predecible y oscuro. Los Serdán y quienes estaban en su casa no tendrían cómo defenderse por mucho tiempo.

Unos rurales subieron al techo de la iglesia de San Cristóbal, a un costado de la casa crepitante de furia. Tras media hora de disparar consiguieron hacerle daño. Casi al mismo tiempo un batallón del ejército atacaba desde lo alto de un hotel en el otro costado de la casa, y otro escaló los muros del orfanatorio que quedaba a espaldas de las azoteas desde las que disparaban los rebeldes.

Milagros escuchaba el tiroteo sentada en el suelo, comiéndose las uñas y abominando al mundo. Junto a ella, Emilia le acariciaba la cabeza, en un afán inútil de sosegarla.

– Deberíamos estar ahí. Muriéndonos con ellos -dijo Milagros como parte de una deshilvanada conversación con su cuñado.

El boticario Sauri se negó a sentirse culpable de no tener un arma ni quererla.

– La prohibición absoluta de matar a un ser humano debe ser el principio de cualquier ética coherente. Nadie tiene derecho a matar a nadie -dijo como había dicho siempre que necesitaba un argumento para oponerse a la guerra.

– Hablas como si quedara otro remedio -le contestó Milagros.

– Ha de quedar alguno. Yo no quiero ser héroe. El heroísmo es un culto al asesinato -sentenció.

Durante más de dos horas el ruido de un combate encarnizado lastimó sus oídos. Hasta que poco a poco, los disparos fueron dándose tregua y el silencio como un vaticinio tomó el aire de la ciudad.

Máximo Serdán y casi todos los defensores de las azoteas estaban muertos. Carmen se lo avisó a su hermano Aquiles. Él hizo una mueca que su hermana cargaría en el recuerdo el resto de su vida y dejó de disparar. Un grupo de rurales se acercó al zaguán de la casa. Fuera de sí por la muerte de su hermano Máximo, Carmen le dijo a Aquiles:

– Mira, acabaremos con todos esos.

Aquiles la miró desconsolado.

– No hay ningún jefe con ellos. Si yo supiera que con su muerte triunfaríamos los mataría a todos, pero estamos perdidos de todas maneras. Me esconderé -dijo quitándose el abrigo.

Mientras Aquiles buscaba un refugio, Carmen siguió disparando desde la ventana, hasta que Filomena, la esposa de Aquiles, la jaló por la falda y la obligó a suspender el fuego. Hablándole suave, la fue llevando hasta el cuarto en el que habían estado durante todo el combate ella, que estaba embarazada, y la madre de los Serdán.

Tras romper la puerta a tiros, los federales entraron a la casa. Buscando a Aquiles, uno de los jefes llegó hasta el cuarto en que estaban las mujeres y las tomó presas.

Escondido en un sótano frío y sudando tras el combate, Aquiles sufrió un enfriamiento que en pocas horas se volvió pulmonía. Pasada la media noche, no pudo contener la tos. Los hombres que estaban de guardia en el comedor, bajo cuyo piso quedaba el sótano cubierto por una alfombra, lo escucharon. Un oficial de gendarmes se acercó, levantó la tapa del sótano, lo encontró y disparó a quemarropa. El resultado del levantamiento: veinte muertos, cuatro heridos, siete prisioneros y una derrota.

Doscientos soldados llegaron de México en los siguientes días. Más de trescientos milicianos bajaron a la ciudad traídos desde varios pueblos en la sierra, el jefe de la zona militar compró todas las existencias de las armerías para evitar que cayeran en manos de sus enemigos, el sueldo del Batallón Zaragoza ascendió a 37 centavos por día para los soldados rasos. El gobierno ordenó a los jefes políticos que entregaran dos reportes diarios detallando cualquier actividad extraña que ocurriera en sus distritos.

Como si hiciera falta intimidar más, las autoridades exhibieron el cadáver de Aquiles Serdán. Milagros se empeñó en ir a verlo. Rivadeneira fue con ella como una sombra. Volvieron a su casa mirando las piedras de las banquetas, apoyados uno en el otro.

– Eligió la mejor parte -dijo Milagros cuando cruzaban el umbral del mundo que los cobijaría.

La revuelta en Puebla fue un fracaso, pero corrió como el fuego por el país. Para el cumpleaños de Emilia, en febrero de 1911, los rebeldes de Chihuahua habían logrado echar de su territorio al ejército federal y extendían su movimiento a la región de las minas en el oriente de Sonora. Había levantados por todas partes. Muchos fracasaban, pero otros emprendían la revuelta y muchos más celebraban en privado el éxito de sus victorias.

La primera carta de Daniel desde que se inició la guerra, llegó por correo normal, sucia y remota, a finales de abril. La había puesto en la oficina de correos de un poblado en el norte de Zacatecas. Estaba firmada con un Yo en letra grande y era una lista de te quieros y te extraños sin más detalles ni más destinatario que el corazón de la doctora Sauri.

– ¡Doctora, yo! Nada más esa mentira me faltaba en su lista -dijo Emilia. Llevaba meses maldiciendo contra la incertidumbre que le impedía ir a la universidad a estudiar para convertirse en una doctora de verdad. Su padre vivía repitiéndole que los médicos no se hacen con diplomas y que si ella sabía curar enfermos sería médico, lo quisieran o no las autoridades de la universidad. En cambio, él podía dar fe, había varios dueños de un título que no eran capaces de curar ni un raspón.