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No fue fácil para Daniel aceptar los argumentos de su padre, pero de tanto oírlos ajetreando su lengua, de tanto acomodarlos en su cabeza ardiendo, no le quedó más remedio que ver con la lucidez de un viejo desencantado lo que no había entendido con la inteligencia febril de sus veinticuatro años. Su hermano Salvador, compañero asiduo de sus primeras luchas, perdía el tiempo de un modo más seguro, pero no menos enfadoso. Había vuelto a la ciudad de México y hacía política con los maderistas. El doctor Cuenca estaba arrepentido hasta los dientes de haber puesto en sus hijos el germen de pasión por la política que ahora los consumía. Pero ya era muy tarde para pretender arrancarla, y lo que el hombre intentaba era buscar sin darse aliento las razones con que mantenerlos lejos del peligro.

A pesar de haber convencido a Daniel de la necesidad de abandonar una guerra sin destino, de la que cada vez entendería menos, porque nada puede entenderse en el bullicio del odio desatado, en vano había buscado trabajos estables y destinos que él quisiera aceptar. Tenía en San Antonio varios amigos, con uno de ellos encontró un puesto en un despacho de abogados, pero Daniel no quería litigar en inglés, ni arreglar herencias y divorcios de infelices sin más causa que sus personas. No le interesaba hacer carrera como abogado y menos en un país que no era el suyo, pero, por un tiempo, nada agradecía más que la tranquilidad cerca de su padre. Lo sabía más débil de lo que al hombre le gustaba aparentar y más enfermo de lo que aceptaba. Dejarlo solo en ese momento hubiera sido la peor de las tonterías. Para entonces Daniel no tenía más guerra ni sentía mejor deber que el de hacerle compañía. Se dedicó a trabajar en las mañanas y a contemplarlo por las tardes. San Antonio era una ciudad apacible, cuyo ritmo lento mitigaba su vocación de audacia y le producía una calma a veces equiparable a la felicidad. Sin embargo, el doctor Cuenca sabía que su paz era falsa y que si no lo ayudaba pronto a encontrarse una pasión, él la encontraría por su cuenta y de seguro en el regreso a la política.

– Cuenta tu país, no lo combatas -dijo un día ilusionado con la posible salvación de su vástago.

Conocía la habilidad de su hijo para escribir en inglés y español, recordaba el castellano elocuente de sus cartas y el éxito de sus envíos al periódico de San Antonio en el que había publicado muchas veces, le sugirió que se volviera periodista de tiempo completo, que caminara el mundo, que buscara la corresponsalía de varios diarios norteamericanos y que recuperara en cuadernos y cuartillas todo lo que pudiera guardar del México que se desvanecía y del que poco a poco iría naciendo.

Semejante sugerencia dejó a Daniel pensativo un rato largo. No estaba muy seguro de que seria posible ganarse la vida haciendo algo tan placentero, pero le pareció que sería un buen modo de seguir practicando su ambición de imposibles. Al día siguiente fue a las oficinas del periódico al que durante un año le había enviado notas desde Chihuahua y Sonora. Lo recibió Howard Gardner, un hombre joven de actitud despistada, cuya conversación nerviosa resultaba una mezcla feliz de juicios contundentes y sentencias escépticas. Era el jefe de redacción y en la práctica el director del diario, porque el director nominal era el dueño y ése pasaba por ahí cada vez con menos frecuencia y más apremio, daba diez instrucciones, se acataban cuatro y la vida volvía a correr transparente y sosegada como el río que podía verse desde las ventanas del edificio. Howard resultó ser un apasionado de los artículos escritos por Daniel, le contó entre risas el modo en que había llegado a necesitar la llegada de una de sus historias cuando el tedio quería comerse las tardes, le preguntó más de siete veces cómo estaban las cosas down there, lamentó la guerra, abrazó a su corresponsal como si lo hubiera estado extrañando y le hizo traer de la administración la paga que ahí le tenían.

– Yo siempre supe que no te habías muerto -dijo el editor con una tibieza en los ojos que ruborizó a Daniel.

No esperaba encontrarse con alguien así, había previsto dar con un gringo de ánimo indiferente y otra vez tuvo que reconocer verdad en un dicho de Milagros: la vida está hecha para desconcertarnos.

Aceptó sin reticencia una amistad que le aparecía cuando más la necesitaba y salió del periódico conversando con Howard Gardner como si lo conociera de años. Tras cuatro horas y varias cervezas, cada cual sabía la vida y vicisitudes de cada uno. Al salir del bar oscuro y ruidoso que había albergado sus confesiones, caminaron diciéndose un último secreto, con el brazo de uno sobre los hombros del otro, y la certeza de que habían dado con un cómplice, notándose en la cadencia embriagada y cavilante de sus pasos. Un millón de estrellas agujereaban el cielo de la noche.

– Como para besar a una mujer -dijo Howard señalándolas al despedirse.

Daniel entró silbando a casa de su padre, y se acomodó junto al sillón en que reposaba, a contarle la gloria y los presagios que había descubierto. El doctor Cuenca lo escuchó recordándose, con ese gusto que les brota a los padres cuando descubren en sus hijos la luz que los iluminó alguna vez.

– Parece que diste con tu particular Diego Sauri -dijo invocando la amistad que lo unía con el boticario. Y como si tal alusión le hubiera destrabado una duda que se le atoraba en el pecho desde que vio entrar a su hijo, se atrevió por fin a preguntarle por Emilia.

– Emilia es un lujo -contestó Daniel cargando cada palabra. Luego se hundió en un mar de lágrimas ebrias y delirantes, en un desconsuelo sin vuelta que no se había permitido jamás.

Al decidir refugiarse en San Antonio, le había escrito a Emilia dándole cuenta exacta de su situación por dentro y por fuera. En el sobre puso, además de la carta, un mechón de su pelo y una fotografía en cuyo borde escribió un mensaje llamándola única razón de mi vida. Después no había sido capaz de volver a escribirle. Lo avergonzaba su alejamiento y no quería confesarle que a pesar de no tenerla cerca, estaba en paz y no era desgraciado. Todo eso lo lloró poniendo su cabeza infantil y borracha contra el regazo del padre benévolo que jamás encontró en Cuenca mientras fue niño. Los viejos se permiten audacias de las que no eran capaces cuando el mundo los tenía como ejemplo de intrepidez y reciedumbre.

Mientras Daniel iba soltando pesares, el doctor Cuenca lo peinaba con los dedos de su mano artrítica y titubeante, sin decir una palabra, hasta que el sueño se robó la cabeza de su hijo con todo y sus desventuras. Era diciembre y estaban a dos noches de la Navidad. Eso fue todo lo que Daniel pudo pensar cuando abrió los ojos en la madrugada, sobre el aterido regazo de su padre. No podía decirse cuánto tiempo había pasado así, no recordaba ningún sueño, su padre aún apoyaba una mano en su cabeza.

El doctor Cuenca murió el 23 de diciembre de 1912. Un aviso de Daniel llegó a la Casa de la Estrella once días después. La sensación de miedo que había padecido cuando lo mandaron al colegio y que sólo superó a los trece años tras pasar una noche en el panteón, volvió a tomarlo por completo. Estaba solo y perdido como nunca desde entonces. Josefa fue al hospital con la noticia y Emilia quedó encargada de contársela a Diego. Hacía rato que su mujer se resistía a enfrentarlo con nuevas catástrofes, no sabía de dónde había salido ella con esa debilidad, pero sabía muy bien que ni de política ni de pérdidas podía hablar con su marido sin sentirse culpable. Como si de ella dependieran la paz y la condición eterna de la vida humana, como si ella fuera la que se las negaba al ajetreado corazón con que su marido contendía con la fatalidad.

Emilia se quitó la bata blanca, buscó a Zavalza y se lo dijo igual que si leyera un veredicto. Él apretó los labios y le puso una mano en la mejilla, ella cerró los ojos y dio la vuelta.