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Al doctor Cuenca le llevaron el álbum cuando ya estaba repleto de bendiciones y firmas notables. Nadie podía desconfiar de un hombre tan austero y generoso, de un hombre con un diagnóstico tan preciso, de un hombre tan fino que le daba vergüenza cobrar por su trabajo, de un hombre cuya única rareza consistía en curar gratis a los pobres.

Diego Sauri llegó de visita con Emilia bajo el brazo, la tarde en que el doctor Cuenca revisaba sonriente las genuflexiones verbales de sus compatriotas.

– ¿Qué le parece, mi amigo? -le preguntó el doctor Cuenca.

– Puras abyecciones -dijo Diego metiendo la nariz en el libro-. ¿Qué piensa usted hacer?

– Ya hice -contestó sin alardes el doctor.

Diego tomó el libro y empezó a hojearlo hasta encontrar la firma de su amigo: Una sola herencia quiero dejarles a mis hijos: parálisis en la espalda ante el tirano.

Diego sonrió pasándose la mano por la cara.

– Pero con su permiso voy a recortarlo. ¿No pensará usted meterse en un lío de este tamaño? Creo que no necesito recordarle quién es el gobernador.

– No -dijo el doctor Cuenca-. Pero vamos a dejar el mensaje. Hay placeres que uno no debe negarse. ¿Verdad hija? -le preguntó a Emilia.

Tres días después llegó la orden de aprehensión: una semana de cárcel por escandalizar borracho a las tres de la mañana.

– Usted no se ha emborrachado jamás -enfureció Diego Sauri.

– Pero no es mal argumento -dijo el doctor Cuenca-. La queja está firmada por tres vecinos. Despreocúpese, no me pasará nada. Ya ve cuántas veces entra y sale José Olmos y Contreras.

Olmos era director del diario La voz de la Verdad, y en efecto, Diego Sauri lo había visto entrar y salir de la cárcel como quien entra y sale de ejercicios espirituales: inmutable.

Igual que él salió el doctor Cuenca ocho días después. En la puerta de la cárcel, cerca de medianoche, lo esperaban sus amigos de cada domingo, lidereados por el boticario Sauri, las hermanas Veytia y Emilia muriéndose de sueño.

Desde entonces, el doctor y sus amigos quedaron registrados como peligrosos. Repentinamente, dos o tres amigos de amigos de amigos quisieron asistir a las tertulias, y como no hubiera sido posible negarles la entrada a personas que aparentaban tantísimo interés por el arte, la medicina y el trato con los espíritus de los que ahí se hablaba tanto, las reuniones de los domingos perdieron de una semana para la siguiente todo su contenido político y exageraron su vocación por el teatro, la música y otras artes. La primera y fundamental: el disimulo.

No se hablaba con frecuencia de los problemas sociales ni se hacían críticas al gobierno, todo parecía cosa de canción y poemas, pero todos los que debían saber algo lo sabían y cuanto secreto creció en ese mundo de conspiradores se guardó entre ellos como se guardan los tesoros.

Daniel Cuenca, que al terminar el bachillerato quiso estudiar leyes, acudía como su hermano Salvador a una universidad en el sur de los Estados Unidos. No había cumplido veinte años cuando empezó a viajar por Chihuahua y Sonora para conocer a los grupos de liberales dispuestos a levantarse contra Porfirio Díaz. Sin embargo, los domingos, de eso no se habló nunca una palabra en voz alta y todo se resolvía preguntándole al doctor por la salud de sus muchachos y el éxito que conseguían en sus estudios.

Entre semana, los tambores escondidos el domingo llamaban a guerra de boca en boca y de carta en carta.

Emilia los oía a veces a sus espaldas y a veces en el centro mismo de su despabilada y hermosa cabeza adolescente. Su fiesta de quince años se aprovechó para hacer en casa de los Sauri la primera reunión de un club antirreleccionista. Tales agrupaciones, no sólo no estaban prohibidas, sino que abundaban como una muestra poco peligrosa de la voluntad democratizadora del gobierno. El cumpleaños de Emilia terminó entre vivas a la patria y mueras al autoritarismo.

– ¿Algún día va a regresar ese estúpido? -le preguntó a Milagros, por ahí de las tres de la mañana, ya medio ebria del oporto que su padre servía como aderezo del jolgorio democratizador.

Al siguiente domingo, Emilia llegó a la casa de los Cuenca con sus padres y el chelo que había prometido tocar en público por primera vez.

Con los años, Milagros Veytia se había especializado en montar escenarios y dirigir espectáculos. Aquella tarde no dejó que su sobrina entrara a la sala por donde entraron los demás, sino que la hizo ir al jardín y brincar por una ventana escondida tras del telón.

– Así nadie te verá antes de tiempo.

– Pero si ya me tienen muy vista -alegó Emilia.

– No como vienes hoy -dijo la tía.

A Milagros, su sobrina le pareció siempre una criatura excepcional. Pero esa tarde la encontró como recién tocada por una gracia extraña y misteriosa. Había crecido bien. Seguía teniendo la perfecta nariz de su madre, aunque la varicela le había dejado ahí una pequeña marca de su paso. Milagros aseguraba que ese toque de imperfección la hacía aún más elocuente.

– Es tan perfecta que sugiere un equívoco -le dijo a Josefa cuando ella se la enseñó preocupada.

Los ojos que su padre le llevó de la costa eran oscuros y grandes como un enigma. Milagros elogió siempre los buenos huesos de su cara. Según decía su hermana Josefa, porque le daba placer mirarse en ellos. Emilia tenía, como Milagros, los pómulos salidos, la frente amplia, las cejas altas y precisas.

Cuando era niña, se auguraba que Emilia no sería muy alta. Para esas predicciones Milagros tenía un argumento irrefutable:

– Los perfumes nunca se han envasado en garrafas y los diamantes no alcanzan jamás el tamaño de un ladrillo.

Como si debiera inutilizar aquellos alegatos, entre los once y los quince años Emilia creció hasta ser un poco más alta que su tía.

– Ya deja de crecer -le dijo Milagros la tarde del concierto-, pareces una planta tropical.

– Ay tía -contestó Emilia encogiendo los hombros.

– Ay tía. ¿Qué respuesta es esa? Nunca des respuestas así. Es mejor callarse cuando no sabe uno qué decir.

Emilia empuñó el arco de su chelo y lo cruzó por las cuerdas. Un sonido corto y arisco le respondió a Milagros, que se había parado junto al telón y le hacía señas para que caminara hasta su silla en el centro del escenario.

– Ésa es una respuesta mejor -le secreteó antes de apagar la luz y dejarla en penumbras buscando la silla.

Por primera vez Emilia llevaba una falda larga. Su madre le había hecho un traje de seda clara, idéntico al que ilustraba la penúltima portada de La Moda Elegante.

– Todavía camina como niña -se dijo Milagros Veytia jalando los cordones con que movía su telón y encendiendo la luz para que comenzara el espectáculo.

Emilia no miró a quienes aplaudieron para recibirla como si estuviera en el centro de un teatro de ópera. Cerró los ojos y se puso a jugar con el Bach riguroso que le había aprendido al doctor Cuenca durante dos tardes a la semana en los últimos tres años.

Su público era un grupo de estrafalarios engarzado en el corazón de una ciudad que sólo reconocía las artes del dinero, que había olvidado entre guerras el afán de armonía que le dio origen, que murmuraba en la calle y le rezaba tras las puertas a un dios inmisericorde y analfabeta.

Su público forjaba los domingos una quimera audaz: los ángeles nunca bajaron del cielo a trazar las calles de la ciudad -la leyenda fue falsa, como siempre-; los ángeles nacían entre esas calles, sólo era cosa de verlos y de irlos educando para su alada y misteriosa profesión.

Dentro de aquel sueño latía sin remedio la solemnidad liberal del siglo XIX, pero también la convicción de todo buen poblano, por ilustrado y agnóstico que se dijera, de que no era posible regatearle a la ciudad el trato con aquellos que acompañaron su nombre hasta el día en que Ignacio Zaragoza venció al perfecto ejército francés en la batalla de Loreto y Guadalupe, el ardiente 5 de mayo de 1862.