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Apenas unos años antes habían ido en tren hasta Veracruz, con sus padres y la tía regañándolos cuando sacaban la cabeza por la ventana para oler el verde encendido de los cañaverales, apenas se habían correteado frente al primer mar que vieron sus ojos. Apenas hacía poco Emilia creía conocerlo tan bien como aún recordaba sus rodillas huesudas, sus manos empujándola al agua. Sin embargo, había pasado una eternidad.

¿Por qué los hombres crecían para volverse extraños, para que los tomara esa pasión por la política que a ella le daba tanto terror como a su madre? ¿Por qué lo estaba oyendo contar una tragedia sobre otra y en vez de taparse los oídos y correr a esconderse, seguía quieta y en calma como si aún lo escuchara junto al estanque contando sus hazañas de la semana?

Porque había vuelto, y eso parecía ser el único peso que reconocía su boca como una adivinanza haciendo crecer la euforia con que Daniel iba prediciendo un futuro justo, un país que aprendería de golpe y sin regreso el vértigo de la democracia.

Aún no había informado nada que no estuviera en los periódicos, nada que Emilia no le hubiera oído a su padre, pero todos le gritaban bravos, vivas, mueran, y sólo hubo silencio cuando Aquiles Serdán, el más radical de los líderes antirreleccionistas, tomó la palabra para reconocer en los muchachos Cuenca a unos militantes imprescindibles para la causa de la libertad.

Nada más a Emilia le disgustaron tantos elogios.

– De seguro la causa queda en otro sitio -le comentó a Milagros Veytia.

A su alrededor todo era un festejo. Los hombres y mujeres de cada domingo estaban aún más eufóricos que de costumbre. Muchos de ellos se acercaron para abrazarla y bendecir su música, para felicitar a sus padres por la hija que les había crecido como de repente, para decirles lo bonita que era y el arrobo que provocaba.

Olvidada del chelo y sus encantos, Emilia no quería saber nada sino cuánto tiempo iba a quedarse en la ciudad el mentiroso de Daniel.

– Dijo que había vuelto para verme -les contó a las hermanas Veytia.

– ¿No te dio gusto? -le preguntó Josefa.

– Creí que volvía para quedarse.

– Imposible, hija. No se lo tomes a mal, ya tendrá tiempo para quedarse cuando cambien las cosas -le pidió Milagros.

– ¿Y cuándo van a cambiar las cosas? -preguntó Emilia.

– No me pidas que adivine. Ese juego es especialidad de tu padre -dijo Milagros.

– ¿Cuándo se va?

– Tendrá que ser rápido, pero no sé. Tú pregúntaselo.

– No lo quiero ver. Vámonos -le pidió a Josefa en un tono que desentonaba con el júbilo general.

Desde el centro mismo de la conversación que bullía en un grupo vecino al que hacían las tres mujeres, la voz de Diego Sauri, que siempre andaba oyendo dos cosas a la vez, salió para preguntarle a Emilia a dónde quería irse. No recibió respuesta. Su hija tenía los labios apretados y una luz de ira en los ojos con que lo miraba.

Diego estaba envuelto en el humo de un cigarro y antes de abandonar a su grupo de escuchas terminó su crítica al viejo presidente de la república: otro escondería sus atrocidades, éste las exhibe. Restablecer el orden llama a los crímenes de sus rurales. Y como si nada se larga con cuatro trenes llenos de basura a inaugurar más vías de tren. Y tú Emilia no inventes irte a ninguna parte, ven y déjame que te abrace. Estoy orgulloso de ti. Las mujeres como tú van a cambiar este país.

– ¿De qué hablas, papá? -le preguntó Emilia cuyo humor no estaba para discursos.

– De ti -dijo acercándose a darle un beso-. ¿Qué te pasa? ¿No estás contenta? Tocaste muy bien, vino tu amigo Daniel, ¿por qué tienes cara de dolor de muelas?

– Daniel vino para volver a irse.

– ¿Eso te pasa? -preguntó Diego olvidando a sus contertulios para dedicarse por completo a explicarle a su hija lo importante que estaba siendo el trabajo de Daniel en la frontera norte-. ¿No quieres tener un amigo que hace su deber?

– Quiero tener un amigo que no se vaya.

Diego escuchó lumbre en los labios de su hija. Nunca quiso enterarse de que iba creciendo y en ese momento, frente a la voz y los ojos que esgrimía, tuvo que aceptarla distinta y distante como una desconocida. Un dolor no imaginado le cruzó el ánimo: no eran la misma cosa. Para asirla, aunque fuera un rato más, como había sido, le pasó un brazo sobre los hombros y caminó con ella.

Fueron juntos hasta el estanque. Emilia no podía tener conversaciones largas en otro lugar de esa casa. Cuando su padre intentó hablarle después de abrazarla, ella lo fue llevando hacia aquel silencio.

Diego y su hija no habían conocido un desacuerdo en toda su vida. A ella le gustaba tanto su padre que no necesitó desafiarlo jamás. Siempre le parecía que la razón y las mejores ideas estaban de su parte y si en algo lo creía equivocado fue tan insignificante que nunca consideró necesario contradecirlo. Lo mismo le sucedía a Diego: encontraba a Emilia tan perfecta y adorable como el futuro que tanto le gustaba predecir.

En cuanto estuvieron cerca del estanque, Emilia se sacó del pecho un montón de agravios contra quienes pretendían que el futuro invocara un desorden y un cambio que ella no veía necesarios. Su voz hendía el jardín haciendo reclamos. Diego se había sentado sobre un tronco cerca del estanque y la escuchaba con la cabeza entre las manos.

– Tú y todos éstos quieren meterse a una guerra -dijo Emilia-. ¿Por qué te gusta que Daniel se vaya a ver si alguien lo mata? ¿Para tener otro por el que lamentarse? Otro que les sirva de pretexto para insultar al gobierno. Odio todo esto, al idiota de Daniel ya hasta lo hicieron sentirse importante. ¿Para qué lo van a mandar a Estados Unidos? ¿Para que lo encierren como a Flores Magón? Odio todo esto. Los odio a ustedes.

Josefa, que recorría el jardín buscándolos, oyó la voz de su hija llegar desde el fondo. Caminó entre los árboles y cuando estuvo cerca no pudo aguantarse las ganas de intervenir.

– Emilia ¿qué te pasa? -dijo acercándose como una aparición y dueña de una furia que no se conocía-. ¿De dónde te sacas las estupideces que estás diciendo?

– Del corazón -dijo Diego con la voz derrotada-. ¿No la estás oyendo?

– ¡Muy mal, hija! -regañó Josefa-. Parece que tu papá habló en balde todos estos años. Tienes que pensar en quienes sufren este país.

– Y ¿quién piensa en mí? Ni a ustedes les importa lo que me pase -contestó Emilia.

– Estás diciendo tonterías -se aclaró Josefa-. Debe ser el cansancio. Mañana pensarás otra cosa, pero hoy pídele perdón a tu papá o no vas a tener ni derecho a cama.

– No la regañes Josefa, está triste y algo de razón puede que tenga. Ojalá y yo le pudiera guardar a Daniel en un ropero -dijo Diego levantándose del tronco. Movió las manos frente a su cara para espantarse el desánimo y caminó hacia su niña recién crecida.

– No me odies tontita. No ves que soy el único hombre en el mundo que te adorará siempre sin pedirte nada a cambio -dijo sacando de la bolsa de su viejísimo saco el pañuelo con su nombre que Emilia le había bordado durante la clase de costura el quinto año de primaria.

Emilia se lo agradeció encimando una media sonrisa a la tormenta que le corría por los ojos. Abrazó a su padre que empezó a cantarle despacio la canción de piratas con que lo arrullaba su abuela. No necesitó pedir perdón. Oyéndolo cantar, fue recuperando los pedazos de razón que le habían dado prestigio de prudente, fue llenando su cabeza y su corazón de cierto sosiego y aceptando lo que sabía desde que el doctor Cuenca estuvo en la cárcel: que el grupo de amigos al que pertenecía su familia, era un grupo de apóstatas, al que el gobierno consideraba su enemigo, sin más salida ni mejor destino que participar en la conspiración para derrocarlo.

Desde la casa llegó la voz de Daniel llamándola.