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Puebla era la Puebla de los ángeles. Si no los hubo nunca cruzando su cielo, era porque vivían en esa tierra. Al menos eso creían los hombres y mujeres que ese domingo le aplaudieron a Emilia Sauri como si ya fuera un ángel.

Emilia estaba acostumbrada a la calidez de aquel grupo, pero nunca supo escuchar sus aplausos sin algo de vergüenza. Apenas terminó, hizo una caravana y corrió a ocultarse tras la tela negra que Milagros Veytia había considerado una perfecta bambalina.

En el pequeño espacio entre esa tela y la puerta que daba al jardín, estaban escondidos y le aplaudían sin juntar las manos para no hacer ruido, los intérpretes de los siguientes números: el poeta Rivadeneira, en su carácter de maestro de ceremonias, un compositor con su guitarra y tres mujeres vestidas de tehuanas que bailarían acompañando su nueva canción, una cantante de ópera que andaba de trabajo en la ciudad y se dejó invitar a comer mole con ajonjolí a cambio de tres arias italianas, una pareja disfrazada para bailar el Dúo de los paraguas y una niña de ocho años que cantaba en náhuatl.

Entre ellos, atravesado justo en el camino de Emilia, estaba el gesto cómplice de un niño crecido que no era y era el Daniel de su memoria. Tenía la misma sonrisa, traía en sus ojos al mismo enredador, pero cuando la jaló hacia él con un abrazo y varias palabras aventurándose en su oído, el nuevo Daniel enhebró en las emociones de Emilia Sauri el terror a un intruso. Ella nunca había sentido el corazón latiéndole tan abajo.

– Hija, después saludas -susurró Milagros Veytia como si gritara-. Ahora sal a dar las gracias.

Emilia volvió al escenario y dio las gracias con unas caravanas largas y una sonrisa quieta.

– Tienes ojos de feria -le dijo Daniel cuando la tuvo cerca otra vez.

– ¿Cuándo llegaste? -preguntó Emilia.

– No me había ido -contestó Daniel y se pasó los dedos de una mano por la frente y la cabeza.

Hacía tres años que no se veían y los dos habían cambiado, pero algo al mismo tiempo extraño y viejísimo tejió una trenza entre ellos.

– Emilia, sal otra vez -pidió la tía Milagros.

– Ya no quiero -le contestó Emilia acuclillándose mientras le mandaba una sonrisa enorme y negaba moviendo las manos de un lado a otro por si ella no podía oírla.

– Niña chirrisca -dijo Milagros en voz baja cerrando el telón y antes de dirigirse a un cantante para que tomara su lugar en el escenario.

Los claros sonidos de una música triste empezaron a salir de la guitarra esgrimida por un hombre que la tocaba tan de prisa que a veces sonaba como arpa. Emilia y Daniel habían apoyado una frente contra la otra para poder escucharse, y hablaban quedo bajo la voz dolorida y filosa que iba cortando el aire del salón.

No recordarían sus palabras, porque más que oírse estaban perdidos cada cual en cada uno. Daniel veía a Emilia con la sorpresa de quien descubre que un juguete ha mutado en diosa. Tenía los ojos vivos de la niña que él conoció, pero miraba con la destreza de una mujer y su boca se había convertido en un milagro que ambicionó para sí. Emilia no podía creer que los ojos de animal desafiante que tenía el Daniel de su infancia hubieran adquirido el lujo que los aclaraba. Le habían crecido las manos, tenía los dedos largos y se notaban sus venas latiendo bajo la piel. Había adelgazado, casi lucía cuerpo de hambriento y su piel asoleada tenía un aire de campo. De puro sentirlo cerca, Emilia se dejó llorar dos lágrimas típicas de su condición Sauri que odió con toda su condición Veytia.

Llorona de azul celeste -le dijo Daniel repitiendo la canción que acompañaba su diálogo.

– Estúpido -le contestó Emilia mientras se levantaba de golpe.

Llorona y majadera -canturreó Daniel yendo tras ella.

Emilia saltó por la ventana hacia el jardín. Él la siguió como antes.

– ¿Ya no les tienes miedo a los fantasmas? -le preguntó al dar con ella en la penumbra de la huerta.

– Menos del que ahora me sacas tú -contestó Emilia dándole la espalda, pero sin moverse de junto a él.

– ¿Me tienes miedo? -le preguntó apoyando los brazos sobre sus hombros.

– Sí -dijo Emilia hurgando en la oscuridad y sin voltear a verlo, pero asida como algo muy aprendido a los brazos que descansaban en ella.

– Volví para verte -se dejó decir Daniel.

Emilia seguía teniéndolo a sus espaldas. No quería mirarlo, pero tampoco podía impedirles a sus manos que lo apretaran, ni quiso correr de sus palabras. Se quedó quieta, escuchándolo como si oyera una caída de agua que iba dándole sosiego.

Qué le dijo no importó gran cosa, no se recuerdan nunca las palabras cuya suma nos convence. Una por una no las hubiéramos creído jamás.

Emilia le abrió la palma de una mano y se la llevó a la boca, la probó un rato con los labios y después le encajó una mordida con la que se tragó todo lo que no pudo contestarle a ese hablador que había estado lejos tanto tiempo.

– ¿Habré perdido las mañas? -le preguntó dejándose abrazar.

Milagros Veytia se había echado a la oscuridad del jardín desde que le abrió la cortina al penúltimo número de su espectáculo, y buscaba a sus sobrinos como un tigre furioso.

Le gustaban las sombras y la humedad del jardín, pero ni eso la sosegó. El último número estaría a cargo de Daniel y cómo iba a salir ella con que andaba perdido.

Los vio desde lejos recargados contra un árbol y pensó que de no estar furiosa les confesaría que daba envidia verlos.

– ¿Me pueden explicar por qué abandonan su deber? -les preguntó de lejos para que la oyeran acercarse-. A ti Danielito ¡qué rápido se te olvidó la revolución! Ayer ibas a incendiar el país y mira dónde has venido a poner toda tu lumbre. Y tú Emilia ¿cómo vas a explicarle a tu madre dónde encontraste el lodo que acarreas en el vestido? Vamos, muévanse de su atolondramiento que apenas alcanzamos a llegar a tiempo para el número de este diablo -dijo palmeando a Daniel.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Emilia que no acertaba a imaginar si su amigo se había vuelto cantante o poeta en el tiempo que ella lo había perdido.

– Va a decir unas palabras -dijo la tía.

– ¿Otras? -preguntó Emilia en voz baja.

Daniel y su hermano Salvador estaban en Puebla para asistir a una reunión clandestina de varios clubes antirreleccionistas. Volvían del norte llenos de información y cruzados por una rabia nueva. Dos semanas antes habían estado con Ricardo Flores Magón y otros mexicanos presos en California. Regresaron en tren. Cada tanto se detenían para conversar con otros líderes de inconformes. Un año antes, había fracasado un intento de revuelta armada contra el gobierno, pero a pesar de la cárcel y los muertos, no había dejado de promoverse una segunda. Esto último se podía decir frente al público heterogéneo de una velada como aquella, pero en el ánimo de despistar a los soplones y convencer a los indecisos informando vaguedades acerca de la democracia y sus urgencias, se creyó necesario un breve discurso a cargo de Daniel.

Emilia sólo encontró lugar en el suelo, junto a Milagros. Ahí se puso en cuclillas a mirar a Daniel más que a escucharlo. La encantaron sus piernas largas, su espalda delgada y sus hombros tensos. Le gustaba la voz que salía de su garganta y el hechizo que tenía entre los ojos.

Pausado y ceremonioso, Daniel empezó con unas palabras sobre la necesidad de un cambio en la organización social que hiciera posible reponer con sangre nueva la de tantos honrosos restos del pasado. Pero poco a poco, la sonrisa y los ojos de encanto con que Emilia lo miraba, lo llevaron a describir un país lastimado por la infamia y las acciones de los viejos chochos que lo tenían bajo su gobierno. Daniel se había hecho adulto bajo el influjo del anarcosindicalismo y las corrientes socialistas que tenían tomadas algunas aulas y muchos sindicatos en los Estados Unidos. Estaba lleno de fe y fiebre. Hablaba con la pasión de un soldado que invoca la batalla. Oyéndolo, Emilia se sintió fuera de aquel territorio y de verdad sintió el miedo que había dicho tener.